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viernes, abril 26, 2024

Castañas para pelar

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Hay que ir desmenuzando, sintiendo, palpando…con aprecio, cadencia y paciencia. 

Paso a paso, suspiro tras suspiro, mirada tras mirada, sabor tras sabor, cata tras cata…  

Hay que educar a la vista y al paladar para valorar lo que cualquier localidad nos ofrece. 

Para conocer realmente una ciudad, hay que caminarla.  

Sobra decirlo. París no solo es un diamante para amantes y caminantes…  

Es mucho más que eso.  

Caminarla significa vivir y recorrer gran parte de la historia del mundo occidental. 

París, la polifacética. La ciudad que ilumina. La “Ville Lumière”.  

Profundamente sabia y a veces, descaradamente abrumadora. 

Símbolo inequívoco de la esplendidez monárquica. Pero también, insignia irrefutable de valores republicanos. 

Elegantemente burguesa y dulcemente popular. 

Alegoría de la grandeza imperial napoleónica y encarnación de intensa rebeldía intelectual. 

Profundamente religiosa y matriarca del cuestionamiento espiritual. 

Metáfora de la pulcra conducta y la inocente candidez. Emblema de la sublevación del pensamiento. 

Encarnación de amadas y hermosas tradiciones. Divisa de trascendentes revoluciones y memorables evoluciones. 

Los escenarios que se develan al pasear por París son múltiples. Diversos…dialécticos…contrastantes, prosaicos y por supuesto… poéticos. 

 París la polifacética. La que no se acaba nunca. La que te toca el alma y te ilumina el espíritu. 

André Gide, gran escritor francés y Nobel de Literatura lo expresa fina y atinadamente: 

 “Un artista no debe contar su vida tal y como la ha vivido. Sino vivirla tal y como la contaría”.  

Es así, como la Ciudad Luz se le manifiesta a cada quien de diferente manera. Se goza y se sufre… pero se vive. 

“París bien vale una misa”, habría dicho Enrique de Borbón, a la postre Enrique IV, antes de que se viera obligado a casarse con Margarita de Valois. 

Dependiendo de la propia búsqueda, emergerá la estampa. La experiencia es diversa, abundante y espléndida. 

La pluralidad cultural de sus barrios nos permite apreciar historias, novelas, leyendas y mitos construidos alrededor de esta hermosa ciudad. 

Desde el carácter tradicional del barrio de la Ópera, atravesado por los Grandes Bulevares, obra urbana trascendental del Barón Haussmann; sus tradicionales Passages; sus grandes almacenes y por supuesto la espléndida Ópera Garnier. 

Pasando por la espectacularidad de Champs-Elysées y su grandiosa avenida; sus cafés, tiendas y cines. Sus calles aledañas aglutinan algunos de los mejores hoteles parisinos y restaurantes de categoría.  

Muy cerca, la rue Saint-Honoré, sede del lujo y del poder en Francia. El Palais de l’Elysée, residencia del Presidente de la República se localiza aquí. Al igual que numerosas embajadas y las boutiques de lujo más reconocidas. 

La elegancia y monumentalidad del barrio de Les Invalides. Sus amplios y aristocráticos edificios, el École Militaire; el Parc du Champ du Mars y por supuesto la Torre Eiffel, uno de los monumentos más reconocidos del mundo y símbolo del avance industrial y tecnológico de París en el s. xix. 

Hasta el encantador, pintoresco y bohemio barrio de Montmartre. Donde artistas, pintores, locales y turistas se entremezclan en los museos, brasseries, la agradable Place du Tertre y la majestuosa basílica del Sacré Cœur. 

Todo esto y más… París, la tradicional, la glamorosa. 

París, la conservadora, la rebelde… París, la neurótica, la contemplativa… 

París… siempre París. 

La peregrinación por los barrios parisinos es toda una vivencia. Cuando se recorren se convierten en memorias. No solo del pensamiento. Se vuelven recuerdos del alma. 

El otoño, igual que en Boston, es la temporada más maravillosa y fascinante en la capital gala. Al menos para mi. 

La gente ha desempolvado los abrigos y su indumentaria otoñal. El frío es… delicioso.  

Los parques, calles y grandes bulevares se han teñido de colores y el suelo se llena de hojas que forman un tapete policromático. 

Hay algo que, aunque pueda pasar desapercibido para muchos ojos, invariablemente te acompañan cuando recorres y exploras la ciudad.  

Cambian con el vaivén estacional. Pero siempre están ahí. 

Ocasionalmente, sin hojas. A veces, floreando. Otras, reverdeciendo. Eventualmente, mostrando tonos ocres, naranjas, rojizos y sienas. 

Te das cuenta de que los castaños están por doquier.  

Se yerguen a lo largo de las principales avenidas. Crecen en plazas, parques y plazuelas. Florecen en jardines. 

Forman parte de la decoración urbana y son silenciosos testigos de la magnificencia parisina. Mudos espectadores de las jornadas de sus habitantes y visitantes. 

Resistiendo el paso de la historia y subsistiendo las temporadas estacionales, los castaños han permanecido y hoy forman parte del patrimonio parisino. 

Cada temporada otoñal nos alegran los paseos y los itinerarios a propios y extraños al obsequiarnos su exquisito fruto. 

En esquinas y avenidas; a las entradas del Metro y al interior de parques; afuera de los grandes almacenes y de museos… encontramos a los vendedores de castañas asadas. 

Su olor es inconfundible y atrayente. Es mágico y reconfortante. 

Los puestos ambulantes de castañeras y castañeros, se extendieron por las capitales de todo el país, y de media Europa, a lo largo del siglo xix, llevando un poco de su encanto bucólico a los transeúntes. 

Después de una larga caminata, encontrar al castañero, produce una dicha singular.  

Aunque nos espere una suculenta cena francesa en algún bistró, restaurante o brasserie, es tarea casi imposible no detenerse a comprar unos de estos frutos otoñales.  

No puede evitarse. 

Al calor de una hornilla, normalmente transportada en un carrito de supermercado… por unos cuantos euros, los vendedores de castañas entregan el clamado manjar en un cucurucho de papel periódico. 

Al tomarlo, se transmite una agradable tibieza. Se calientan las manos. Y también el corazón. 

Al ser la temporada otoñal ya bastante fresca, se vuelve gratificante abrazar con las palmas, a las castañas tostadas. 

Ahora, hay que pelarlas para degustarlas.  

¡Uno quisiera comérselas…ya! Pero es necesario ser paciente.  

Separar la cáscara es el primer paso… Pero están ardiendo. Se tienen que atemperar. 

La primera que depositamos en nuestra boca, quema la lengua. Soplamos y nos quejamos haciendo aspavientos con nuestra mano desocupada. 

Al morder su suave consistencia se libera, finalmente, su delicioso sabor al paladar. Quisiéramos que nuestro cucurucho fuera un recipiente sin fondo. Pero no es así… 

Nada es para siempre… 

Lo bueno de lo malo es que pasa… Y lo malo de lo bueno es también que pasa. Todo pasa… 

Como dijera un maestro budista: “El tiempo es como el cielo y nosotros somos como las nubes. El tiempo siempre está ahí y las nubes son las que pasan”. 

Nuestras relaciones en la vida se parecen a las castañas. Hay que dejarlas madurar.  

Como todo árbol frutal, lo primero que debe suceder es la floración. Los castaños se llenan de flores, pero no todas se convierten en fruto. 

Cuando el fruto está listo, emerge una cápsula subglobosa muy espinosa – conocida también como zurrón –, que contiene usualmente dos o tres aquenios, que son las castañas propiamente dichas. 

Pelar esa primera cápsula llena de espinas, es el primer reto. Muchos lazos que enfrentamos son así. Espinosos y difíciles de pelar. 

Hay personas que, para descubrir su interior, hay que pasar por muchas espinas. Son difíciles y les falta madurar. Algunas se han llegado a pudrir. 

Al interior de esa envoltura, de ese tortuoso cascarón, encontraremos unas nueces, con forma abombada hacia el exterior y plana hacia el interior.  

Son las dichosas castañas. Las cuales, a partir de aquí, pasan por un proceso de selección porque no todas maduraron igual. 

Hay relaciones que maduran un poco, pero al cabo de unos años nos hemos dado cuenta de que cada quien ha tomado un camino diferente.  

Otras nos acompañan. Vibran, bailan…ríen, lloran, gozan y comparten penas a través de nuestra existencia. 

Al calor del horno, las castañas son sacudidas, volteadas, separadas hasta que se cuecen. 

Las conmociones, fluctuaciones, vaivenes que se van dando en la vida, nos van acercando con aquella gente con la que compartimos intereses y que tenemos cosas en común. 

Al pelar la última cáscara de la nuez, podemos entrever un fruto de delicada y atesorada consistencia. 

Es como una apreciada amistad, la cual se va forjando con el tiempo y al calor de mil vivencias. 

De las castañas se preparan igualmente las excelsas “marron glacé”, castañas glaseadas o confitadas. Un dulce considerado una exquisitez, desde tiempos ancestrales. 

De igual forma, se puede hacer un delicioso puré. Y cuando encontramos una verdadera amistad, es así… deliciosa y plácida como el puré de castañas. 

 Y el amor – valga la comparación – es como un “Mont Blanc”. Un postre de lo más exquisito, con un suave y fino sabor.  

Porque amores buenos, hay pocos. Entendimientos, menos… 

Su nombre se debe, como muchos se lo podrán imaginar, a la montaña más alta de los Alpes, el Mont Blanc. Y la forma en cómo se sirve, conjuga perfectamente con el nombre. 

Elaborado a base de puré de castañas endulzadas y cubierto de crema o nata, este postre francés es de los más conocidos y exquisitos. 

En el 226 de la rue de Rivoli, a un lado del Museo del Louvre, se encuentra “Angelina”, cafetería muy conocida y de enorme reputación. 

Ahí sirven un estupendo chocolate caliente y deliciosos pains au chocolat y croissants. 

Pero la estrella del lugar es el “Mont Blanc”. Degustarlo, especialmente en ese lugar, tan francés, tan tradicional… es algo que nunca se olvida. 

Las diferentes formas en que se preparan las castañas son sabrosas y variadas. Y pueden ser como caminos sinuosos o montañas escarpadas.  

Dice una canción:  

Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba.  

No son como yo creía.  

Son muy difícil de andarlos. Difícil de caminarlos…  

 

Los caminos de la vida son como pelar castañas… todas vienen envueltas. Están llenas de sorpresas. Traen corazas. Y son difíciles de pelar.  

Las sorpresas de la vida te llevan por caminos raros e inimaginables. Ignoramos lo que el destino nos depara. No sabes lo que vas a encontrar… 

Experiencias ilustrativas y memorables. Capítulos de pena y dolor. Lecciones de aprendizaje y enseñanza.  

Pero vale la pena jugársela.  

Si no arriesgamos, no podremos disfrutar de esas bondades de la vida como son la amistad, el amor… y las castañas. 

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