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martes, abril 23, 2024

La Encina y el Cedro

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La experimentación de nuevos sabores y platillos es una de mis pasiones predilectas. Paladear las innumerables variedades de sazones que nos ofrece la Tierra, es gratificante… inolvidable.  

La memoria de aromas, especias, condimentos y salsas nos lleva a recordar emociones y sensaciones que se vuelven vívidas en el momento que nuestras papilas gustativas se ponen en marcha.  

Sentarse a la mesa y compartir los alimentos con seres queridos o amigos, es parte del savoir vivre. 

Francia tiene la fama, y muy bien ganada, de ser una de las mejores gastronomías del mundo. Además de aportar una regionalización culinaria extraordinaria, también, como capital cosmopolita, es una metrópoli donde se puede degustar comida de muchos países.  

Cuando uno estudia y vive en París, con mucha seguridad se conoce a gente del Medio Oriente. Y en especial, libaneses. Al menos yo tuve dos compañeros originarios de ese país. 

Si nos remontamos al siglo XVI, cuando tras un acuerdo entre el rey Francisco I y el Imperio Otomano, los reyes de Francia se convirtieron en los protectores oficiales de los cristianos orientales, encontraremos el origen de ese vínculo.  

Los estrechos lazos entre Francia y el Líbano tienen ya siglos de años de historia. A pesar de que los franceses son bastante elitistas y chauvinistas, y las inmigraciones de árabes y de otras nacionalidades han estado en el centro de debates políticos, los libaneses son queridos en el Hexágono. 

En 1920, Francia se convirtió en la potencia mandataria del Líbano. Esto ocurre debido al colapso de la Sublime Puerta, símbolo del poder del Sultán en Constantinopla. En esta capacidad, el país galo, fijó las fronteras con Siria.  

A partir de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, el régimen de resistencia fuera de la Alemania nazi o la Francia Libre, concedió su independencia al país del Cedro, que optó por utilizar un sistema político confesionalista.  

¿Un régimen confesionalista? Trataré de explicarlo brevemente. El Presidente debe ser, según la Constitución, un cristiano; el Primer Ministro, musulmán suní; y el Presidente de la Asamblea Nacional Musulmana, chiíta. El objetivo principal era asegurar la estabilidad del país evitando los disturbios entre los musulmanes y los cristianos, que eran mayoría en ese momento. 

A través de la historia, ambos países siempre han estado cerca. Para los libaneses, con todo y el logro de su independencia, Francia sigue siendo la “madre tierna”. Y esto se aprecia desde las simples palabras de cariño que, en general, los libaneses le profesan a la cultura gala. Y también en hechos políticos. 

París sigue siendo responsable de los borradores de las resoluciones de la ONU en el Consejo de Seguridad para el Líbano. En el año 78, tras la invasión israelí del sur del Líbano, Francia fue la encargada de observar el alto al fuego y hoy en día está a cargo del cuartel general y las fuerzas de reserva de la misión.  

En 1996, la operación “Uvas de la Ira” lanzada por Israel llegó a su fin sólo gracias a los esfuerzos realizados por Francia. Desde 1982, 700 soldados del ejército francés han estado presentes allí bajo la égida de las Naciones Unidas como parte de una fuerza de mantenimiento de la paz en la frontera con Israel. 

Y aunque el idioma francés, perdió su carácter oficial en el Líbano, sigue estando muy presente. 

Situado en el lado oriental del Mediterráneo, entre Oriente y Occidente, en una encrucijada cultural, culinaria y comercial, su ubicación geográfica es privilegiada. 

Con miles de años de tradición, la cocina libanesa tiene sus orígenes en épocas del antiguo Egipto, Babilonia, Asiria y Fenicia, por decir lo menos.  

Las influencias que ha recibido a lo largo de su historia hacen de la deliciosa gastronomía libanesa una experiencia única. Combina la sofisticación y las sutilezas de la alta cocina europea con los ingredientes exóticos de Oriente.  

Cuando el Imperio Otomano controló el Líbano durante más de 400 años, entre 1516 y 1918, se introdujeron alimentos, como el cordero, el café fuerte, verduras en escabeche, baklava, ciertos frutos secos, frutas y panes. Hoy considerados básicos en la dieta libanesa. 

De Francia también ha recibido influencias culinarias. Solo hay que probar los quesos, flanes, natillas de caramelo y croissants. Beirut, su capital, era conocida como el París de Oriente Medio. 

Y si algo han llevado consigo, a donde quiera que se asientan los libaneses, son sus exquisitos platillos. Por supuesto, París no es la excepción. Entre remembranzas del Líbano, decidimos visitar un restaurante de comida libanesa que frecuentaba con mis compañeros estudiantes. 

A espaldas del magnífico Hôtel des Invalides, sede del Museo de la Armada y donde descansa el Emperador Napoleón, en el 12 de la rue des Volontiers del 15vo distrito parisino, se encuentra Chez Marc. 

Haciendo honor a la gran hospitalidad que caracteriza a los libaneses, el restaurante es atendido por unos estupendos anfitriones. Amables, pacientes y siempre dispuestos a explicar los platillos de la carta. 

El local, que no es muy grande, se distingue fácilmente al tomar la calle Volontiers. Sus sillas de banqueta y su carpa de color rojo saltan a la vista. El interior, no menos llamativo, también es rojo combinado con sillones en blanco. 

Chez Marc es de esos restaurantes frecuentados más bien, por locales. Es raro encontrar turistas. Franceses, árabes, africanos, y, por supuesto, libaneses se dan cita en este local de comida tradicional y familiar. 

Recuerdo que cuando veníamos a cenar a Chez Marc, pasábamos un rato sumamente agradable. A los libaneses les encanta pedir al centro pequeños platos. El hecho de sentarse a la mesa dispuestos a compartir genera, de entrada, un ambiente relajado entre los comensales.  

Es parecido a cuando los españoles se reúnen a compartir tapas… casualmente. 

Los libaneses le llaman el mezze. Una amplia gama de colores, sabores, texturas y aromas afloran cuando el conjunto de platillos es llevado a la mesa. 

Desde verduras encurtidas pasando por mariscos marinados a la parrilla; ensaladas cocinadas o crudas; brochetas de carne de cordero o pollo; el tradicional y delicioso kebbe (kepe o kibbeh); todo siempre acompañado del pan árabe o pan de pita. Y por supuesto, como colofón, el delicioso café árabe y sus exquisitos postres. 

Hemos ordenado tabbule. Una ensalada muy fresca, que acompaña muy bien los demás platos. Baba ganush, que consiste en berenjena a la parrilla con aceite de oliva, zumo de limón, puré de ajo y tahini. Una coliflor frita, acompañada de hummus, preparada de manera similar al baba ganush, pero con garbanzas.  

Delicia absoluta. Lo mismo, las hojas de parra rellenas de carne y arroz.  

Nos obsequian también, un arroz al estilo libanés. Sofrito a base de verduras, guindilla para un toque picante, cordero y almendras forman una combinación que hace agua la boca, apenas se siente el olor que brota de la cazuela.  

Hay gente que le llama “gallina fingida”. No tengo la menor idea de donde viene ese nombre. Lo que si sé es que, si le adicionamos jocoque y lo mezclamos, es un deleite.  

Se puede acompañar de kebab de pollo o cordero. Jugosa y tierna carne que se marina en yogur, jugo de limón, pimiento y un poco de pasta de tomate. 

No podía faltar, el platillo nacional libanés, el kebbe. Mezcla única de trigo bulgur y otros ingredientes, principalmente carne de cordero o de res. Puede servirse crudo (kebbe nayeh) a modo de steak tartar; al horno, conocido también como kebbe charola; o en bolas fritas rellenas de piñón y especies. 

 El kebbe crudo es extraordinario y uno de mis platillos preferidos. Cuando niña, lo probé a la mesa de una amiga de origen libanés, en Puebla. Desde ese momento quedé prendada del kebbe nayeh. 

A los libaneses si de algo se enorgullecen y les encanta es preparar la comida de sus orígenes. Y por supuesto que la pruebes… y repitas. Si algo te gusta, no dudarán en servirte otra porción. 

Y vaya que la preparan bien. La mujer libanesa se esmera siempre, en ser una gran anfitriona. Gracias a esa amiga, la comida libanesa fue para mi un gratísimo descubrimiento que hasta la fecha continúo disfrutando enormemente. 

Toda esa variedad y regodeo de platillos nos ha llevado a un estado de plenitud. No solo hemos matado el hambre. Casi nos duele el alma tanto de la delicia de sabores experimentados, como de la cantidad consumida. 

Sin embargo, para los libaneses, una comida no está completa si no te tomas un café árabe acompañado de algún típico postre libanés, como el baklava, uno de los postres más populares. 

Elaborado con masa de hojaldre, nueces (anacardos, almendras, piñones, nuez y pistachos) y empapado en jarabe de agua de rosas, agua de azahar, azúcar y agua, el baklava se corta en diferentes formas cuadradas, romboidales, rectangulares y triangulares. 

Una mordida de baklava y un sorbo de café árabe cierran siempre de manera maravillosa la experiencia culinaria libanesa.  

Revivo recuerdos de mi adolescencia. Como el de la mamá de mi amiga Janette, la señora Silvia, quien siempre, nos servía un bocado adicional de lo que más nos gustaba. 

 Las amigas de Janette, sabíamos de antemano que, si comíamos en su casa, debíamos llevar un sobre de sal de uvas Picot, porque al terminar de comer nos sentiríamos como globos de cantoya. 

 A todas las amigas nos encantaba esa comida. Creo que a mi especialmente. E invariablemente, la señora Silvia nos consentía de más. 

Eran los tiempos en los que en esa Puebla de los 80’s, las dos principales colonias de expatriados eran la libanesa y la española. 

Del grupo de mis amigas un par eran de origen libanés; otro par, de ascendencia española y unas cuatro, proveníamos de estirpes diversas, aunque con una fuerte identidad mexicana. 

Además, por ese entonces, ya era frecuente tener amistades multiculturales, dado que existían escuelas como el Colegio Americano o el Humboldt, se vislumbraban las posibilidades de relaciones y noviazgos entre miembros de ambas colonias. 

De la época de mis padres, únicamente recuerdo a dos matrimonios conocidos donde uno de los cónyuges era de ascendencia española y el otro, libanesa. 

El mejor amigo de mi padre, quien murió muy joven, era de origen del país del cedro. Su viuda, era de ascendencia del país de la encina.  

La segunda pareja, eran los padres de un compañero de uno de mis hermanos. En este caso era a la inversa. El padre de ascendencia española se había casado con una mujer de orígen libanés. 

Algo notorio en los hijos de estas parejas fue que educaron a sus hijos con un gran amor a México. Nunca demeritaron sus raíces y por encima de su diversidad étnica, cultural o genealógica priorizaron la unidad y el amor a México.  

Esto hizo que los hijos respetaran sus orígenes, pero sin ese radicalismo cerrado y cretino que, para esas fechas, un nutrido grupo de miembros de ambas colonias aún profesaba. 

– Tú mijita, búscate un buen muchacho, pero que sus padres pertenezcan a la colonia española. 

–  Mira niño… no voy a juzgar a tus noviecitas, pero para casarte, escoges a una libanesa. No hay mejores esposas que las mujeres libanesas. 

Así podría escribir otras frases que escuché durante mi adolescencia y adultez…  

Aunque mi generación es la que comienza a abrirse y a dejar a un lado esas ideas retrógradas y conservadoras, todavía permanecen algunas de esas percepciones en la Puebla de los Ángeles y de los Demonios. 

Hoy, ya existen muchos matrimonios que se han unido, sin que los orígenes genéticos hayan influido en la decisión.  

Al final, todo es tan relativo… No importa de donde provenga el ser humano. Si es blanco, negro, amarillo… hable el idioma que hable; viva en el norte o el sur… está demostrado científicamente que tenemos un orígen en común. 

Y a todos nos une, además de nuestro origen, nuestro final existencial. La muerte es una lógica e irrefutable verdad. 

Nos pasamos perdiendo el tiempo, encontrando y enlistando las diferencias que tenemos con nuestro vecino. ¿No podríamos mejor enfocarnos a una convivencia más sana…más civilizada y respetuosa?  

El excepcional novelista ruso, León Tolstói lo expresó fenomenalmente cuando dijo:  

“Toda la diversidad, todo el encanto y toda la belleza de la vida están formados por luces y sombras”. 

Una de las grandes apuestas y de los mayores desafíos, de toda la humanidad, es superar normas y tabúes anquilosados. Vencer la repulsión de aquello que nos es desconocido. Dejar de juzgar tanto y buscar mejor comprender… 

¡Cuántas diferencias se evitarían si las fertilizáramos y abonáramos con unas gotas de compasión! 

Si nos damos la oportunidad, hallaremos en el heterogéneo y diverso jardín de la existencia, que un cedro y una encina tienen mucho más en común de lo que nos podemos imaginar. 

En cada corazón humano hay, un roble, un bambú, un rosal, un ciprés, una ceiba, un manzano, un trigal… una encina y un cedro. 

Es un hecho que nunca podremos poner fin a nuestras diferencias. Porque por definición, somos diferentes… 

 Pero creo que tenemos la capacidad de generar tierra fértil. Tierra fértil donde la infinidad y pluralidad de pensamientos, germinen y florezcan. Porque en la diversidad está la magia de la existencia. 

Cuando logremos adentrarnos en ese maravilloso jardín, entenderemos que la diversidad forma parte de nuestras ingenuas almas y es un reflejo del otro, en nuestros propios corazones. 

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