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viernes, diciembre 6, 2024

Cuando suenan las campanas

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México es mi Patria. París es mi hogar… la célebre frase de Gertrude Stein, adaptada, por supuesto a mi persona. La escritora estadounidense de novelas, poesía y teatro y considerada la arquitecta de la literatura modernista, amó París y sabía perfectamente que había un antes y un después de haber vivido en la Ciudad Luz. 

Respirar el aire parisino y disfrutar de sus diferentes y variados entornos es un regocijo. Me produce una sensación difícil de explicar. Visitar París me genera emociones palpitantes. Nunca sabe uno que sorpresas le depara. 

Montmartre, la colina al norte de la ciudad, y qué se asocia con el arte desde hace más de doscientos años, es una visita obligada para mí, siempre que piso suelo parisino. 

Mons martyrium.  Es el nombre del latín que da origen al de Montmartre. Unos mártires locales fueron torturados en la conocida colina, hacia el año 250 d.C. 

Gran cantidad de artistas se dieron cita o vivieron en este quartier parisino. Hacia mediados del S. XIX, el barrio de Montmartre era la meca de pintores, escritores, artistas, poetas y sus discípulos.  

Cuna del impresionismo, alberga museos y pinturas de distintos autores. Salvador Dalí y su surrealismo no podían faltar. 

Théodore Géricault, Pablo Picasso y Maurice Utrillo fueron, por nombrar a algunos, varios de los pintores que vivieron e inmortalizaron el paisaje de Montmartre y sus calles, específicamente este último.  

La vida artística de ese entonces estaba ligada a cabarés, burdeles, revistas y otros espectáculos, lo cual dio origen a la “reputación dudosa” del barrio. Películas, historias, novelas… se han desarrollado en ese petit village –o pueblecito– dentro del mismo París. 

Y aunque muchos artistas y escritores abandonaron el barrio debido a las opiniones más convencionalistas de parisinos, supuestamente, más respetables, hasta el día de hoy se conserva mucho de esa imagen, indudablemente. 

Los carteles de Toulouse-Lautrec, las andanzas novelescas en Le Chat Noir o en el Moulin Rouge forman parte de la Francia de esa época. 

Sin duda, es el barrio más bohemio de la Ciudad Luz. Hoy, es sensacional disfrutarlo, como turista o siendo su habitante.  

Un paseo por sus calles; comer en sus restaurantes; disfrutar sus bares o cafés; la visita inexcusable a la Place du Tertre, donde decenas de artistas que pintan y exponen en la plazuela, proveen una experiencia muy grata y entrañable.  

La Mère Catherine es uno de los bistrós a los que suelo ir cuando estoy visitando la zona. Fundado en 1793, era usado como el presbiterio de la iglesia Saint Pierre de Montmartre. También fue espectador de diversos eventos durante la invasión prusiana. 

Hoy, sigue siendo muy popular. Y, sobre todo, conserva ese aire bohemio, sin haber perdido su encanto y su decoración ligada a su histórica trayectoria gastronómica.  

Sentarse a la mesa, rodeado de carteles de la época, vigas de madera y unas mesas decoradas de manera sencilla pero refinada, te transportan y te preparan para degustar platillos de la soberbia cocina francesa. 

Mi marido ha decidido ordenar como entrada, una gratinée a l’oignon parisienne, la tradicional sopa de cebolla gratinada; y como plato fuerte, un daurade royale entiere rôti au fenouil. El dorado es un pez muy fino, preparado al hinojo, junto con un guisado de verduras. 

Por mi parte, he optado por una cassolette de cuises de grenouilles, unas ancas de rana aderezadas a la provençale. Y como segundo tiempo, el carré d’agneau, un rack de cordero acompañado de verduras asadas con hierbas. 

La sopa de cebolla llega hirviendo. Hay que esperar a que baje un poco su temperatura, pero la demora vale la pena. Una buena sopa de cebolla es para degustarla lentamente. El sabor de la cebolla guisada junto con el pan y el queso fundido, hacen una grandiosa combinación. 

Las ancas de rana se consideran un manjar en muchas gastronomías, destacando la francesa, la española y la mexicana. Poca gente lo sabe, pero es un platillo de origen prehispánico en nuestra cultura.  

A la provençale, lleva tomate, cebolla, ajo sal, pimienta, un manojo de hierbas provenzales (tomillo, romero, laurel…), un poco de vino blanco, mantequilla y harina blanca de trigo. Hay que animarse a degustarlas. Son un inesperado manjar. 

La presentación del segundo platillo de mi marido es una ingenua obra de arte gastronómica. Se aprecia la piel y la blanca carne de las lajas del pescado rostizadas, una encima de la otra; descansando sobre una cama de papas salteadas y rodeadas de las verduras guisadas. Cuando llega el mesero a recoger los platos, la ausencia de restos, habla por si sola. 

Mi cordero es una exquisitez. Siempre que ordeno este platillo, recuerdo a mi padre. Le encantaba. Su sabor es un poco fuerte, pero bien sazonado, es un verdadero deleite. La carne acompañada del hueso, es suave y jugosa… su color rojizo, salteado con hierbas… el sabor es adictivo. 

Hemos ordenado un plato de quesos para compartir y un par de cafés en esta ocasión. Los quesos son uno de los grandes placeres franceses. Y ya sea antes del postre o en lugar de, serán bienvenidos eternamente. En esta ocasión, nos traen un trozo de Brie de Meaux; uno de Emmental y otro del Époisses. Vaya placer el degustarlos! 

Al depararnos una larga caminata y una parada obligada en la Basílica del Sacré-Coeur, no podíamos abusar de los estupendos postres franceses. Al menos, no en esta ocasión. 

Una interpretación fácil de la historia de Montmartre tomaría el rumbo de la bohemia. Pero sería una interpretación incompleta. 

A mediados del XIX, pero, sobre todo, habiéndose liquidado el sueño imperial de Napoleón III en 1870 y la brutal represión de la Commune, en Francia comenzaba a consolidarse un estado democrático, laico y con amplia libertad de prensa. 

Al interior de ese Estado, la derecha tradicional (aristócratas con presencia en el ejército), seguía pensando que el Estado le pertenecía y cuestionaba la legalidad republicana. Pero frente a ella existía ya una floreciente burguesía que comenzaba a acumular poder económico y se empezaban a generar unas potentes clases medias. 

En ese campo político-social, abundaban los artistas con convicciones anarquizantes y con un deseo de sacar a la luz cuanto se quería tapar. A tal deseo apuntaban las chansons del cabaré, los recitados del café cantante, la sensualidad del baile y en términos generales, la estampa, es decir, el dibujo de las semblanzas, de los tipos y actitudes de la nueva sociedad. 

El contraste intrínseco que se presenta en Montmartre, es de llamar la atención. 

Tenemos la historia de ese barrio bohemio, sede de una cultura alternativa de la ciudad, por un lado. Y por el otro, en lo alto de esa colina, se yergue una obra magnífica de la religiosidad católica francesa. Y en lo personal, el templo católico más hermoso que he visto en mi vida. 

Tal vez es su peculiar y distintiva historia.  

En 1870, al estallar la guerra franco-prusiana, dos empresarios católicos Alexandre Legentil y Hubert Rohault de Fleury, juraron en privado, que si Francia salía bien librada del violento ataque prusiano, construirían una iglesia dedicada al Sagrado Corazón de Jesús. Con fe, fortaleza y mucho trabajo, lograron la épica hazaña. 

Tal vez es su deslumbrante y nacarada arquitectura.  

En estilo romano-bizantino, utilizando un níveo mármol travertino, la basílica adornada con sus cuatro cúpulas, el domo central y en el ábside, la enorme torre cuadrada, forman un armonioso, fino y bellísimo conjunto arquitectónico. 

Tal vez es su ecuménico e inmaculado interior. 

Siendo un templo católico, es singular expresarlo de esa manera. Pero ninguna iglesia me produce esa sensación de integración, paz y armonía. He visto, en mis innumerables visitas, a personas de todo el mundo, de todas las religiones, desfilar absortos, por sus pasillos. 

La carga energética del templo se percibe al momento de entrar, cuando el hermoso mosaico de Jesucristo, te recibe con los brazos abiertos. 

No he sido, desde mi juventud, de las personas que van a la iglesia. En algún momento, inclusive, me he cuestionado los propósitos de Dios. Pero ciertamente hay algo espiritual en este lugar. Y aunque a veces dude… estoy consciente del poder y trascendencia del Espíritu. 

Creo que una cosa es la espiritualidad y otra la religión. Mi madre, quién fue una persona sumamente religiosa me encaminaba, a pesar de ser ya una persona adulta, a ir a misa. Lo dejó de hacer, tan intensamente, cuando un día la cuestioné de la siguiente manera: 

“Madre, si tu nieto (el primero y al que adoraba), te sonríe sentado en la banca de una iglesia. O lo hace al pie de un árbol, en un bosque, ¿qué sonrisa es más valiosa para ti?” 

Por supuesto, dudó al contestarme. Lo pensó no dos, sino tres veces antes de responderme. Un vago “pues”, sin sentido, salió de sus labios. 

No quiso aceptar lo obvio e inocente. La sonrisa de un niño, como es del corazón, vale lo mismo. No importa donde te la regale. En un templo, en la sala de tu casa, en el jardín, en la montaña… 

Terminé leyéndole una cita del Evangelio de Mateo 6, 5-8:  

5Cuando oren, no sean como los hipócritas, porque a ellos les encanta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que la gente los vea.  

Les asguro que ya han obtenido toda su recompensa. 6 Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto. Así tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará. 

Y al orar, no hablen sólo por hablar como hacen los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras. 8 No sean como ellos porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan”. 

Por supuesto, mi madre se dio por vencida, a medias. Sabía en su interior, que mis argumentos eran infalibles. Siguió tratando de empujarme, sin éxito, a cumplir con los ritos religiosos y dogmáticos. 

La rebeldía de mi alma me llevó por otros caminos. La búsqueda del conocimiento. La ciencia y por supuesto, la espiritualidad se instaló en mi inefable corazón. 

Cómo lo estableciera en alguna ocasión una de las mentes más brillantes que han existido: “Quisiera conocer los pensamientos de Dios. El resto… son detalles”. A. EINSTEIN. 

En alguna ocasión, en mi época de estudiante en Francia, viendo en TV una entrevista al Dalai Lama, casi al final, el periodista que conducía el programa, le preguntó: 

—Su Santidad, ¿cuál es la mejor religión?  

Esperando que el Dalai Lama pudiera dar una respuesta conclusiva y perentoria, después de la profunda entrevista sobre el budismo, la incólume y sencilla respuesta fue: 

–La mejor religión es la que te hace mejor persona. 

El entrevistador se quedó pasmado ante la respuesta. Sólo nos quedó apreciar la intensa sabiduría de un hombre lleno de paz y bondad. 

Durante mis años de estudiante, tuve la oportunidad de leer mucho la Biblia. Paradójicamente, descubrí el mensaje trascendente y espiritual, que no religioso, de Jesús. Un mensaje lleno de amor y compasión.  

Y ante mis dudas espirituales; subjetividades de mi existencia; incertidumbres kármicas y no kármicas; disyuntivas de mi recorrido estudiantil y profesional; zozobras e inseguridades personales; mis certezas y ambivalencias científicas; mis inconsistentes e inestables decisiones… París, sus parques y la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, fueron mis refugios y mis consuelos. 

Muchas veces, no importaba, el día, ni la hora. Me sentaba en las bancas, ya fuera al exterior o al interior de “mis lugares”.  

Misteriosamente, en la basílica, y ante la misericordiosa y envolvente aura del lugar, podía quedarme horas. Meditando, orando o simplemente pensando y buscando encontrar respuestas. Buscando conocerme un poco más…. A veces, llegada la hora, escuchaba misa. A veces, las monjas entonaban cantos. A veces, las campanas tocaban… 

Los seres humanos somos imperfectos. Pequeños seres de la Creación, llenos de defectos y debilidades. Ahhh… pero cómo juzgamos y somos dados a aplicar el fariseísmo. 

Que se haga justicia, pero en los bueyes de mi compadre, dice una conspicua frase popular. 

Si somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos por nosotros mismos. Jesús, como Ser Iluminado, demostró una compasión hacia todos los seres. Jesús… y muchos otros Maestros de nuestra imberbe Humanidad. 

Una excepción tenía: los hipócritas. Ellos le parecían despreciables. A los fariseos y saduceos los llamó: “raza de víboras, sepulcros blanqueados”. 

Cuando suenan las campanas, en muchos lugares del planeta y específicamente, en la Puebla Levítica, a cuantos no conocemos que corren presurosos a santiguarse, mojando sus dedos en agua bendita. Prestos y con piadoso entusiasmo, se dan los respectivos golpes de pecho exclamando: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. 

Al salir, han dejado al Evangelio…qué digo al Evangelio… al mínimo sentido común de buen trato y compasión, perfectamente guardado en el cajón de su buró, para acordarse a los ocho días, que cuando las campanas vuelvan a tocar, presurosos y en primera fila estarán. 

Esta Puebla mía… tan lúcida en algunas cosas y tan opaca en otras. Tan oscura en ocasiones… que las llamadas de las campanas sólo se escuchan, para perderse en las vanas tentativas de buenas acciones hacia los demás.  

Y hacia nosotros mismos, en clara obviedad, aunque no lo queramos ver. 

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