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viernes, abril 26, 2024

Confesiones de un chef sibarita

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Los siguientes fragmentos forman parte del libro Confesiones de un chef. Una vez que éste apareció, su autor se convirtió en un ángel caído de la literatura, además de rockstar de la cultura pop neoyorquina. Disfrute el hipócrita lector estos apuntes con olor a ajo y a sexo. 

No os equivoquéis conmigo: me gusta el mundo de los restaurantes. ¡Diablos!, todavía estoy en él… Una vida entera de cocinero con formación clásica que, probablemente dentro de una hora, estará hirviendo huesos y restos de carne para hacer demi-glacé y troceando solomillos en un sótano convertido en cocina, Park Avenue abajo.

No voy a subirme a la parra para hablar de todo lo que he visto, aprendido y hecho a lo largo de mi accidentada carrera como lavaplatos, aprendiz, sartenero, parrillero, salsero, marmitón y chef. Ni escribo porque estéirritado con el oficio o quiera espantar a los comensales. Cuando salen a relucir tropiezos pasados me sigue gustando ser chef. Es la única vida que conozco de verdad. Si a las cuatro de la mañana necesito que me hagan un favor —un préstamo urgente, un hombro donde llorar, un somnífero, una fianza o simplemente que alguien me recoja en coche en medio de una lluvia torrencial— es indudable que no voy a llamar a un colega escritor. Llamo a mi segundo al mando, a mi antiguo segundo al mando, a quien me prepara las salsas… A alguien con quien trabajo o con quien haya trabajado a lo largo de los últimos veinte y pico de años. 

No. Os quiero hablar de las oscuras y recónditas entrañas del restaurante. De una subcultura cuyos siglos de jerarquía militarista, entresijos, granujerías y vejaciones consiguen hacer una mezcla de orden inquebrantable y caos, que destroza los nervios… Y lo hago porque la mezcla me parece tan reconfortante como un buen baño de agua caliente. En esa vida estoy a mis anchas. Hablo su jerga. En la pequeña e incestuosa comunidad de chefs y cocineros de la ciudad de Nueva York conozco a la gente, sé cómo conducirme (todo lo contrario que en la vida real, donde me siento en medio de arenas movedizas). Quiero que los profesionales que lean este libro lo disfruten por lo que es: una mirada veraz a la vida que muchos de nosotros hemos llevado y respirado la mayoría de los días y las noches, excluidos de la interacción social normal. No tener nunca una noche de viernes o sábado libre, trabajar los días de fiesta, estar más ocupado que nunca cuando el resto de la gente acaba de salir del trabajo, nos hace ver el mundo desde un punto de vista a veces peculiar, cosa que espero reconozcan mis colegas. Los condenados a cadena perpetua que me lean pueden o no estar de acuerdo con lo que hago. Pero sabrán que no estoy mintiendo.
 

Tuve el primer indicio de que la comida era algo más que una sustancia para meterse en la boca cuando uno tiene hambre como si cargara gasolina, al terminar el cuarto grado de la escuela primaria. Viajaba con toda la familia de vacaciones a Europa en el Queen Mary. Estábamos en el comedor de primera clase. Por ahí tengo una foto: mi madre con gafas de sol Jackie O, mi hermano menor y yo con nuestros lamentables y monísimos trajes de crucero, a bordo del gran transatlántico de la Cunard. Todos entusiasmados con el primer cruce del océano, el primer viaje a Francia, la tierra ancestral de mi padre. 

Sirvieron la sopa. ¡Una sopa fría! 

Menudo descubrimiento para un niño curioso de cuarto grado que, hasta ese momento, no tenía más experiencia en sopas que la crema de tomate Campbell con menudos de pollo. Desde luego no era la primera vez que comía en un restaurante, pero sí el primer plato que de verdad me llamó la atención. Fue el primer plato del que disfruté y, lo que es más importante, del que todavía disfruto cuando lo recuerdo. Le pregunté a nuestro paciente camarero inglés qué era ese delicioso y sabroso líquido frío. 

Vichyssoise, fue la respuesta, una palabra que hasta el día de hoy —aunque ahora sea un viejo caballo de batalla en cualquier menú y lo haya preparado miles de veces— tiene resonancias mágicas para mí. Recuerdo todos los detalles de aquella experiencia: cómo la sacaba el camarero de la sopera de plata para echarla en mi cuenco; los minúsculos cebollinos picados que ponía a cucharadas a guisa de tropezones; el rico y cremoso sabor de los puerros y las patatas; la agradable impresión y la sorpresa de que estuviera fría. 

** 

No me atraía en absoluto fregar cacerolas, tirar a la basura los restos dejados en los platos, pelar montones de patatas, arrancarle las barbas a los mejillones, limpiar langostinos. Pero con esos humildes comienzos inicié mi curioso ascenso al reino de la alta cocina. Aquel trabajo de lavaplatos en el Dreadnaught me empujó por el camino que, todavía hoy, sigo recorriendo. 

El Dreadnaught era… bueno, ya habrás comido ahí o en sitios por el estilo: una gran mole vieja y destartalada, construida en el agua sobre pilotes de madera. Cuando hacía mal tiempo, las olas rompían bajo el suelo del comedor y se estrellaban con sordo estrépito contra el espigón. Tejas de madera planas y delgadas, ventanales salientes y, en el interior, el clásico A la orden/mi capitán/campechano/oxidado/náufrago de la antigua Nueva Inglaterra. La decoración: redes de pescadores colgadas, faroles, boyas, baratijas náuticas, travesaños de botes salvavidas partidos en dos. Llámalo estilo náufrago primitivo. 

Entre el 4 de Julio y el Día del Trabajo servíamos a las hordas de turistas que llegaban al pueblo en tropel almejas fritas, langostinos fritos, platijas fritas, vieiras fritas, patatas fritas, langostas al vapor, unos pocos bistés a la plancha, filetes de pescado y chuletones. 

Para mi sorpresa empezó a gustarme el trabajo. El personal de la dirección del Dreadnaught estaba formado por una pandilla de borrachines retraídos que casi nunca pisaban la cocina. Las camareras, atractivas y joviales, eran generosas con el vino que ofrecían a quienes nos afanábamos en los fogones y, además, amigas de hacer favores…
¿Y los cocineros? 

Los cocineros reinaban. 

Estaba Bobby, el chef casi cuarentón, bien bronceado, ex hippy que, como muchos de los vecinos de P-town, fue a pasar allí las vacaciones muchos años atrás y se quedó. Vivía en la ciudad todo el año. En verano era chef. Fuera de temporada techaba, hacía carpintería y cuidaba casas. Estaba Lydia, una portuguesa divorciada y medio loca, con aspecto de matrona, que tenía una hija adolescente. Lydia hacía la sopa de almejas —que nos proporcionaba cierta fama— y, durante el servicio, disponía los platos de verdura y las guarniciones. Bebía de lo lindo. Estaba Tommy, encargado de las frituras, un tío surfista en movimiento perpetuo, con ojos azul eléctrico que, incluso cuando no tenía nada que hacer, se mecía hacia atrás y hacia delante igual que un elefante. Según decía, para mantener el tipo. Estaba Mike, un ex presidiario que en sus horas libres traficaba con metadona. Era el encargado de las ensaladas de la estación. 

En la cocina parecían dioses. Se vestían como los piratas: batas blancas con las mangas hechas jirones, tejanos, bandas harapientas y desteñidas en la cabeza, delantales manchados de sangre, aretes de oro, pulseras, collares y gargantillas turquesa, sortijas de caracoles, conchas y marfil, tatuajes… todos los detritos de un Verano de Amor, hace tiempo ido. 

Tenían estilo y arrogancia. Parecían no tenerle miedo a nada. Bebían cualquier cosa que tuvieran a su alcance, robaban todo lo que no estuviera bien atornillado y ponían en su sitio al resto del personal, a los clientes del bar y a los visitantes casuales con una soberbia que jamás había visto ni imaginado. Llevaban enormes cuchillos, que no presagiaban nada bueno, y los mantenían a punto y afilados como una hoja de afeitar. Lanzaban ollas y sartenes llenas de grasa a través de la cocina con notable puntería, para que cayeran en mi fregadero. Hablaban un peculiar dialecto, un patois increíblemente blasfemo, jerga contracultural de argot local y portugués, pronunciado con inflexiones irónicas. Se llamaban entre sí “colega”, “tío”, “socio”. Desvalijaban el lugar de todo lo que mereciera la pena. Cuando acababa la temporada se abastecían para los meses de escasez. Un par de noches a la semana, el chef aparcaba su furgoneta Volkswagen junto a la puerta de la cocina y, en la parte trasera, cargaba solomillos enteros, cajas de langostinos congelados, cajones de cerveza, trozos enteros de beicon. En el vasar de cada sector siempre había a mano durante el servicio botellas de vino de cocina, aceite, distintos ingredientes y, por lo menos, dos vasos llenos de whisky por cocinero. Lydia les llamaba refrescos veraniegos. Casi todos eran whiskies fuertes (Cape Codders, Sea Breezes o Greyhounds). Fumaban porros en la despensa, escaleras abajo. La cocaína —siempre disponible, a pesar de ser bastante cara y, en esa época, considerada droga de ricos— aparecía por todos lados. El día de pago, el dinero circulaba de mano en mano como en las transacciones de un mercado persa, conforme los cocineros saldaban las cuentas de las deudas por adquisición de drogas, préstamos o apuestas. 

**
 

Un día laborable llegaron una pareja de novios y todo el acompañamiento de una boda de campanillas, recién salidos de la ceremonia nupcial: novia, novio, damas de honor, pajes, familia y amigos. Casados Cape arriba, la feliz pareja y el séquito habían bajado a P-town para celebrar el banquete de boda, presumiblemente, después de la recepción ofrecida a los invitados menos íntimos. Ya venían colocados al llegar. Desde el cuarto frío, al otro extremo de la mesada, vi un fugaz y furtivo intercambio de miradas entre Bobby y algunos de los invitados. Me fijé sobre todo en la novia que, en cierto momento, se inclinó hacia la cocina y preguntó si alguno de nosotros “tenía un poco de chocolate”. Cuando la comitiva entró en el comedor me olvidé por completo de ellos. 

Nos afanábamos con la comida, mientras Lydia nos divertía con su acostumbrado tamborileo. Tommy sumergía almejas y langostinos en grasa caliente. El trajín habitual de una cocina en pleno ajetreo. En un momento dado reapareció la novia por la puerta holandesa. Era rubia y estaba muy bonita con su virginal traje blanco de boda. Durante unos segundos le susurró algo al chef. A Bobby se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja y las bronceadas patas de gallo de los ojos se hicieron más pronunciadas. Ella desapareció enseguida y Bobby, visiblemente tembloroso, gritó de pronto: “¡Tony!, hazte cargo de mi puesto. Vigila mi lugar”. Y de inmediato salió pitando por la puerta trasera. 

En circunstancias normales habría sido todo un acontecimiento. Que me estuviera permitido trabajar en el follón de la parrilla, tomar el mando —aunque fuera por unos minutos—, era un sueño hecho realidad. Pero entre los que quedamos en la cocina, la curiosidad pudo más. Teníamos que ver qué pasaba. 

Al otro lado de la ventana situada junto al lavaplatos había un cerco, para ocultar a los ojos de quienes entraban en el aparcamiento el montón de desperdicios y las latas con residuos de comida, que el restaurante vendía a una granja de cerdos, Cape arriba. Al instante todos nosotros —Tommy, Lydia, el nuevo lavaplatos y yo— atisbábamos por esa ventana. A la vista de todo su personal reunido, Bobby le daba escandalosamente por el culo a la novia. Ella estaba inclinada con mucha coquetería sobre un tambor de cuarenta litros, con el traje remangado por encima de las caderas. Bobby se había levantado el delantal y se apoyaba en la espalda de la recién casada, bombeando con furia. Los ojos de la joven revoloteaban y se le hundían en las órbitas. La boca musitaba: “Síii, síii… qué bien… qué bien…”. 

Mientras, a pocos metros, en el comedor del Dreadnaught, su nuevo esposo y el resto de la familia masticaban felices los filetes de platija y las vieiras bien fritas, ahí estaba la ruborosa novia recibiendo de un perfecto extraño una despedida de soltera improvisada. 

Y entonces, estimado lector, supe por primera vez que quería ser chef. 

** 

¿Quién cocina tu menú? ¿Qué bichos extraños merodean tras las puertas de la cocina? Ves al chef: es el tío sin gorro, con la tablilla de asignación de tareas bajo el brazo, tal vez con su nombre bordado en azul toscano sobre la chaquetilla blanca almidonada, abotonada al estilo Mao. Pero ¿quién cocina en realidad los distintos platos? ¿Son graduados de escuelas de cocina, jóvenes y ambiciosos, que invierten el tiempo en la cadena culinaria hasta que llega el momento de apuntar alto? Probablemente no. Si el chef se parece a mí, los cocineros son una pandilla de mercenarios inadaptados y barriobajeros movidos por el dinero, con peculiar estilo gastronómico y nefasto amor propio. Lo más probable es que ni siquiera sean estadounidenses. 

Una cadena culinaria bien organizada es algo muy bonito de ver. Es un equipo que trabaja en colaboración a alta velocidad y, cuando está en su mejor momento, parece un ballet o un conjunto de danza moderna. Un cocinero de la cadena exigido a tope, bien organizado, que trabaja con pulcritud, tiene ritmo —economiza movimientos, domina las técnicas y, lo que es más importante, es veloz— y puede desempeñar sus tareas con la gracia de un Nijinski. El oficio requiere carácter y entereza. Un buen cocinero de la cadena culinaria nunca se deja ver tarde ni falta por enfermedad. Trabaja pasando por alto dolores y agravios. 

Lo que la mayoría de la gente no advierte en la cocina profesional es que no se trata de la mejor receta, la presentación más original, la combinación más creativa de ingredientes, aromas y texturas. Todo eso está presumiblemente arreglado mucho antes de que el comensal se siente a la mesa. La cadena culinaria —el verdadero oficio de preparar los platos que comes— tiene más que ver con la constancia, la repetición espontánea e invariable, la misma serie de tareas desempeñadas una y otra vez —infinita cantidad de veces—, exactamente de la misma manera. Lo que menos quiere un chef en la cadena culinaria es un cocinero innovador, alguien con ideas propias, que arma líos con las recetas y las presentaciones del chef. En el escenario donde se libra la batalla, los chefs exigen lealtad ciega, casi fanática, una columna vertebral resistente y la capacidad de ejecución de un autómata.

Un compinche mío italiano, chef de tres tenedores, me decía hace poco que él —toscano altivo, que prepara a mano la pasta y las salsas a diario, y dirige la cocina de uno de los mejores restaurantes de Nueva York— nunca haría la estupidez de contratar a un cocinero italiano. Como muchos otros chefs prefiere a los ecuatorianos:

“¿Un italiano? Le gritas en pleno torbellino: ‘¿Dónde está el risotto? ¿No está listo todavía el jodido risotto? ¡Dame ese risotto!…’. Y el italiano te manda a que te la den por ahí… ¿Un tío ecuatoriano? Te vuelve la espalda, se acerca al risotto y sigue cocinándolo hasta que está listo, exactamente como le has enseñado a hacerlo. Eso es lo que quiero.” 

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