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martes, octubre 15, 2024

Una perra mariguana (y feliz)

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Mi perra cayó severamente enferma el pasado domingo.  

Después de irse a dormir el sábado como si nada, como si la vida y Dios fueran buenos y generosos, a las diez de la mañana del día después, bajamos a hacernos un café, y cuando íbamos de vuelta hacia la cama, comenzó a llorar.  

Pensé que la había pisado en un descuido, sin embargo, al llegar al último escalón la vi temblando con las orejas abajo y la mirada suplicante.  

Me bañé como pude y salí disparada en busca de un veterinario chambeador que abriera en domingo.  

El suyo, el de toda la vida, no estaba en la ciudad.  

Caí entonces en un establecimiento en el que a veces le compro su comida. Muy mono, muy limpio, con grandes vitrinas y comida gourmet. Esperé a que llegara la doctora, entre el temblor del can y mis nervios destrozados. De pronto entró la mujer enfundándose la bata: una chava como de 26, 27, típica millennial de voz infantiloide con las uñas pintadas con el logo de su negocio.  

Para no recordar todo el infierno vivido, diré que la encargada de custodiar la salud de mi animalito, dio su sesuda conclusión al cruzar el umbral y tocarle el lomo: “uy, súper sensible: trae una broncota neuronal, eh…”.  

Después procedió a tomarle la presión, la temperatura; la zangoloteó, le estiró las cuatro patas, le oprimió la columna con una pinza y coronó la sesión con varias placas de rayos x.  

Su auxiliar, un poco más idiota que ella, (generación z o doble z) no sabía ni cómo sostenerle la cabeza al animal para la toma, así que tuve que entrarle al quite.  

Una vez terminadas las placas, me pasó a ver la pantalla en donde figuraba el pequeño esqueleto de un bulldog francés (y quien tenga uno de estos ejemplares sabrá que, al ser un animal manipulado en laboratorio para ser tan bello, trae bastantes fallas de origen).

Eso lo debería advertir la doctora antes de escupir la cantidad de estulticias alarmistas que acabaron por colapsarme hasta salir de allí planeando los funerales de mi amada compañera perruna.  

“Es de que tiene el corazón muy grande, y el pulmón fibroso y una calcificación entre ambos, e inflamado el intestino, y chuecas las lumbares y las escápulas desgastadas, y las patas traseras débiles. No me atrevo a decir que se te va a morir mañana, pero no veo un buen cuadro; debes ir a sacarle un ecocardiograma y un ultrasonido para ver en toda su proporción el daño”.  

Mientras el ave de mal agüero parloteaba, la perra ya andaba olisqueando por ahí y por allá en el consultorio. Yo la miraba con recelo, pensando que sí, en efecto, se veía algo descompuesta, pero nunca como el desastre que me acababa de narrar la doctora muerte…  

Total, que antes de pasarme su jugosa cuenta (con la que vive una familia mexicana un mes completo), la retacó de medicinas, le recetó otras más y me pidió que se la llevara a revisión el día siguiente.  

Huelga decir que salí moralmente derrotada, no tanto por el escenario catastrófico sino por la incompetencia y la frialdad de estos personajes que son los que deberían darte un poco de paz y confianza en la humanidad.  

La evolución de la perra durante el día fue irse para abajo; completamente dopada con químicos fuertes y la vibra escabrosa de una madre a punto de convertirse en huérfana.  

Las horas pasaron y la perrita no mejoraba, al contrario, parecía un bulto flácido y agónico entorpeciendo el tráfico.  

Para el día siguiente, llamé a mis amigos en aras de anunciarles las malas nuevas, preparándome ya para ser testigo de la muerte de mi pequeña amiga.  

Sin embargo, no claudiqué y decidí darle una oportunidad a su doctor de años.  

Hoy que lo fuimos a visitar, llegué con Lizzy en las manos como una Piedad con su Yisus; con las ojeras más grandes que Nosferatu y el ánimo dispuesto a escuchar lo peor. 

Pero no; resulta que, tras una auscultación de tres minutos y de la manipulación correcta de cuerpo, la perrita dio un chillido e indicó dónde estaba el mal.  

Una contractura de cuello.  

El veterinario, lo sé, sintió pena ajena por mí y por la fortuna que me sacó la mercenaria que lo único que quería era verme arrodillada frente a su rutilante ignorancia y ambición.  

La solución: unas dosis de cortisona y gotas diarias de mariguana líquida (CBD).  

Ahora mismo, mientras escribo, veo a Lizzy en su estado más natural, absolutamente dueña de la situación oyendo a Lee Scratch Perry.  

Sólo le faltan las rastas para ser una perfecta heredera del Haile Selassie.  

Y yo que ya la andaba cafeteando…  

Pero así se las gastan los profesionistas millennials.  

Qué miedo estar en manos de personajes con tan poco sentido común y con tanta soberbia. 

No cabe duda de que en estos tiempos es mejor que usted desconfíe de su médico de confianza.  

Sobre todo, si nació después de 1982… 

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