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lunes, abril 29, 2024

Chernóbil en mi mente

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Leí Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich, inmediatamente después de que esta extraordinaria escritora-periodista ganara el Nobel.  

Antes de eso, no conocía a la autora y poco, muy poco, sabía sobre el desastre en la central nuclear de dicha ciudad. Sólo había escuchado que casi 10 millones de personas fueron expuestas a la radiación; sin embargo, hasta que leí el citado libro pude comprender la magnitud de la tragedia biológica, ecológica y humana.  

Cada una de sus crónicas son desgarradoras. Una más que la otra, la primera peor que la anterior. La autora tiene una habilidad magistral para retratar a detalle, para contagiar al lector de zozobra y miedo; de compasión e indignación, y de hombres que, literalmente, se iban descarnando al compás de las horas, hombres con un extraño color verdoso que, también literalmente, se derretían sobre las camas de hospital como si se trataran de figurillas hechas con plastilina, mientras sus esposas eran separadas de ellos, no sin antes poderlos tocas por última vez, y en ese toque, la radiación penetraba en ellas y en los fetos que llevaban muchas en el vientre.  

Escenarios terribles, de tierra yerta, mascarillas antigás y el posterior abandono de esa ciudad que, según los que saben, podría volver a ser habitada dentro de 20 mil años.  

Eso es lo que yo sabía sobre la radiación hasta hace unos días. Eso, y si acaso algún tipo de información superficial y la advertencia de los médicos a no exponerse ya demasiado al sol por el alto grado de peligrosidad que emiten los rayos ultravioleta.  

“Proteja su piel de a radiación del sol”, dicen los eslóganes de las cremas y bloqueadores solares, mientras por otro lado la humanidad está padeciendo de enfermedades nuevas por la falta o la disminución de vitamina D, indispensable para estar sanos. Esa vitamina la canalizamos precisamente del sol. ¿Recuerda usted cuando tenía un bebé y el pediatra le mandaba en sus primeras recetas que pusiera a la criaturita a tomar baños de sol? Pues ahora es casi una sentencia de muerte o de padecer cáncer años más tarde.  

Ahora vemos que todas esas vitaminas y nutrientes se consumen en pastillas y el mundillo de los suplementos vitamínicos está lleno de farsantes que no saben ni resolver una regla simple de tres, pero ya se pusieron la bata de químicos y te venden sus pastillas que sabrá dios qué clase de basura y de combinación de basura contendrán. En fin…  

El caso es que, debido a que tuve un tumor cancerígeno en la matriz, hoy estoy metida en el tratamiento de radiación para evitar que esas células que se rebelan contra mí regresen o se vuelvan a reproducir mientras yo estoy dedicada a vivir.  

Tomaré 25 sesiones de cinco minutos cada una. Llevo tres, y lo que puedo decir sobre ese tratamiento es que… no, hasta ahora ese rayo invisible no se ha quemado la piel ni me duele nada, pero debido a mi hipersensibilidad catalizada, evidentemente, por todo el trauma que se vive desde que te enteras que tienes cáncer hasta que te sometes a los tratamientos, la entrada a esa máquina dotada de un brazo que te da la vuelta por todo el cuerpo y cuyo detonador es parecido a un ojo sin párpado tolkeniano, ha sido una aproximación muy primitiva, y por supuesto, muy alejada a entrar a una cámara nuclear ucraniana.  

Y aunque los médicos, los radiólogos, e incluso mis camaradas del escuadrón oncológico del ABC digan que no sienten absolutamente nada salvo sueño y desórdenes estomacales, lo que yo que percibido ahí dentro es la sensación más extraña, pero también más fascinante y abrumadora y densa que he vivido. Yo, que soy atea, he sentido en ese aparto un brazo invisible que me succiona haca sí. Ver emerger el ojo metálico al lado de mi cuerpo podría fácilmente a ponerme de rodillas, como sólo se ponen los cristianos frente a lo temen y aman.  

Es que es lógico, lo que pasa es que no todos los pacientes tienen una mente tan clavada ni han leído a Alexievich, pero de lo que estamos hablando es de una cantidad condensada de energía brutal que entra aun cuerpo (en mi caso) de 53 kilos. Partículas y ondas de alta energía; rayos X, Gamma, Electrones y protones traspasan mi piel a una altísima velocidad un cuerpo previamente expuesto al golpe de adrenalina y cortisol que genera la palabra cáncer (a la palabra… no tanto por lo que es en realidad he padecido ni por las pocas manifestaciones que tuvo el tumor dentro de un cuerpo que tal vez lo trajo ahí, de polizonte, durante años).  

Lo que los simples mortales no acabaremos de entender del todo es cómo la radiación salva vidas, cuando se supone que su exposición es lo más dañino que hay. Tan salvaje y despiadada que ha dejado ciudades desiertas.   

Es una pregunta que me gustaría responder. Pero no aún. Finalmente, la medicina es otro salto de fe.  

Mientras tanto tendré que acostumbrarme a confrontar mi mirada con ese ojo sin párpado que me ha llevado, por un momento y guardando la proporción, a sentirme en un Chernóbil pequeño y particular. 

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