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lunes, abril 29, 2024

Imagine, una canción de Yoko

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Antes de Yoko, Lennon era el perfecto hijo de puta (ordinario) que conquistó de punta a punta este planeta, más que por sus dotes de músico, por su carisma y también por el equipo que lo acompañaba (incluidos Phil Spector y George Martin).

Pero el espíritu del tiempo le jugó una trastada al Beatle mayor cuando, en el punto más álgido de su carrera, rodeado de las mejores mujeres y con una abullonada cartera, era el tipo más infeliz de Liverpool y anexas. Insaciabilidad, se llama. Y este es un mal que no se cura, pero se controla como la diabetes, como el herpes, como el vértigo…

Durante muchos años formé parte de ese grupo de necios que creían que Yoko había sido la ruina de nuestro héroe. De hecho, hace como cinco años publiqué un texto en La Mosca, donde narraba una ocasión cuando Frank Zappa (ese machín ítalo-americano que también tuvo una gran sabia a su lado llamada Gale), invitó a Lennon a subir al escenario para un palomazo, pero en cuanto vio que Yoko trepó con su machete, se puso grosero y acabó por parar el jamming y le hizo el feo a la japonesa que a nadie le hacía daño con sus gritos estridentes.

Mi reticencia hacia Yoko es heredada. Mi mamá la odiaba, mi papá también, así como millones de personas de esa generación que vieron en ella la causa del quiebre de ese grupo que fue parte de sus respectivas educaciones sentimentales.

Afortunadamente, la experiencia y las lecturas que uno puede darle al mundo, de pronto obran milagros inesperados como darse cuenta que ese mismo mundo cambia en tanto tú cambies de actitud.

Vi un documental de Yoko y John que me hizo remitir de inmediato al disco Imagine, tan menospreciado por mí desde aquella ocasión en el que los maestros de inglés me hicieron cantar la canción del mismo título en una ceremonia escolar.

Tantas veces la repetí y la escuché que acabó por empalagarme. Luego vino la adolescencia y la burda negación. Más tarde el pesimismo, la desilusión y la zozobra. El mundo había dejado de sorprenderme, que es lo más espantoso que te puede suceder y más si te dedicas a escribir.

Dejé de oír a Lennon por una suerte de falsas veleidades artísticas. Prefería a otros músicos más complejos, a otros autores más amargados; a aquellos que despeñaban la tesis de Lennon: esa que dice que todo lo que uno necesita es amor.

Uno se construye un personaje según le va en la feria, y mi concepción de lo que es el amor era completamente arbitraria y sesgada; sin embargo, en el fondo, en mi fuero interno, siempre supe que el amor era aquello que detestaba ver en Yoko y John: la complicidad de dos almas que se tocan.

Hoy vi el video no sé cuántas veces. Descubrí la autenticidad de Yoko y la malicia de los demás, y es que es obvio: la gente no soporta que un ídolo de la estatura de Lennon haya cedido a la tentación de ser humano y tratan siempre de dinamitar con intrigas lo bello, lo que no poseen más que esos que han comprendido que la pareja perfecta no es aquella en la que los elementos son igualmente bellos o igualmente soberbios o igualmente hipócritas.

Lo de Lennon con Ono no era una pose. Su jipismo era parte del contexto histórico, y en lugar de echar mano de él para navegar por los mares de la impostura, lo hicieron para cambiar el mundo, es decir, el suyo, y con eso basta.

Octavio Paz dice (y dice bien): cuando dos se besan, el mundo cambia. Y la pareja Lennon-Yoko instaló su perpetua lucha social a una cama en la que recibieron hasta la ponzoña de los periodistas más maledicentes.

Escucho Imagine, ahora la canción: ¡Oh, my love!, mientras leo poemas de Yoko y textos que hacen referencia (y escarnio) a su movimiento de arte conceptual. Confirmo lo que siempre intuí: la canción más famosa de la historia no salió de la mente de Lennon, sino de Yoko. La narrativa, la visión y el humor de las frases no emergieron del autor de Hard Days Night, más bien brota desde el mutismo enigmático de la japonesa imperturbable que se sentaba a garabatear haikus mientras el ídolo grababa diatribas contra Paul junto al deschavetado Phil Spector.

Imagine no hubiera existido sin Ono, pero también, los Beatles se hubieran distanciado sin ella. La asamblea de ese cuarteto de egos revueltos estaba condenada a pulverizarse porque era una warm gun (un arma caliente).

Suele suceder: a las mujeres de los hombres geniales siempre se les tilda de brujas; ahí tenemos el caso de María Kodama con Borges; sin embargo, basta con hojear la obra del bardo y escuchar los discos del rockero para concluir que la opinión pública, como siempre, fue un tribunal injusto y estúpido: dos hijos de puta de esa envergadura jamás conceden tanto poder a una mujer por un vulgar tema de enculamiento, sino todo lo contrario: el buen, el mejor hijo de puta, siempre tendrá junto (o sentada a su lado, o compartiendo el sillón y las noches de insomnio) a una dama que satisfaga, sobre todo, su sed intelectual. Una amiga íntima, una cómplice…

Debo confesar que hoy lloré de emoción al escuchar a una Yoko septuagenaria decir: “estoy segura que John y yo nos conocimos para escribir esa canción”.

Y vaya que no fue poca cosa.

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