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viernes, abril 26, 2024

Si Molière despertara…

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«El más irreprochable de los vicios es hacer el mal por necedad» 

Charles Baudelaire

 

El amor de madre se desarrolla desde que ella sabe que pequeños latidos empiezan a tomar forma al interior de su ser.

La conexión de esos dos corazones durará perpetuamente. El ser que se desarrolla en el medio intrauterino será amado, casi siempre, incondicionalmente.

Es prácticamente indestructible, el lazo que se forma entre madre e hijo.

Pero… ¿qué pensarían nuestras madres, si analizaran con ojos justos e imparciales, con transparente y profunda claridad, en lo que nos hemos convertido, nosotros, sus adorados(as) hijos(as)?

Sin duda, habrá un sinnúmero de madres que se sentirían sumamente orgullosas y profundamente agradecidas con la vida por el esfuerzo realizado. Y que es, a todas luces, un trabajo combinado.

Tener la oportunidad de comprobar que los hijos se han convertido en “hombres o mujeres de bien” es prácticamente una aspiración vital de la madre, casi siempre.

“Tienes que convertirte en un hombre de bien”, fue una frase que llegué a escuchar en mi casa, en la escuela, en conferencias, en la televisión…

¿Qué significa realmente eso?

Debido a las infinitas maneras de pensar, habría cientos de millones de definiciones. “Cada cabeza es un mundo”.

He escuchado y leído cosas que podrían ser tomadas a bien en Occidente y que son mal vistas en Oriente, o viceversa.

No vayamos tan lejos. Al interior del círculo de amistades; con los vecinos… ¡dentro de la propia la familia!

Es claro que el pegamento de esa diversidad es el respeto. La construcción de acuerdos no debe basarse en la visión personal de alguien, por muy sabia o erudita que sea.

Los verdaderos compromisos se construyen alrededor de una visión en común y con una misión que sea justa y equitativa; donde quepan variadas y multiculturales opiniones.

No se puede… no se deben construir acuerdos motivados por ideas egoístas.

Por el contrario, misiones y objetivos consensados pueden conducirnos a viajes trascendentes y de largo plazo.

La diversidad de pensamientos y talentos es inclusive, una gran riqueza al interior de cualquier equipo o proyecto.

Nos equivocaremos menos, al tomar en cuenta opiniones con perspectivas divergentes y competencias distintas.

Por eso los equipos exitosos, son siempre heterogéneos.

De la misma manera, es obvio y sensato decir que por más que uno busque la perfección y el bienestar general, se cometerán errores.

Todos nos equivocamos y cometemos pifias. Todos caemos en despistes y llegamos a desorientarnos.

Nuestra inmanente imperfección nos lleva, a crear absurdos desacuerdos o a hundirnos en faltas y despropósitos.

Tenemos la apreciada y maravillosa LIBERTAD de moldear nuestra propia escultura. Somos libres de experimentar la vida como se nos ocurra, pero nadie se escapa de cometer yerros y burradas.

Sin embargo, “Un hombre sin ética es una bestia salvaje perdida en este mundo”. Frase de Albert Camus.

Nuestras madres saben de antemano que los hijos no somos perfectos. Pero… ¿tendrán la conciencia de darse cuenta qué en alguna parte del camino, sus cachorros han podido perderse…?

La debilidad del alma humana es conocida. Las enseñanzas de grandes maestros del planeta así nos lo hacen saber.

Desde Lao-Tsé hasta Krishnamurti. Desde Gandhi hasta Osho. Desde Siddhartha Gautama, el Buda, hasta… Jesús de Nazaret.

Reconocer nuestras debilidades, requiere de HUMILDAD… es el primer paso para entender la necesidad de trabajar espiritualmente.

No obstante, el satán de la soberbia se aparece y reaparece en incontables ocasiones.

Lo peor, lo pésimo, lo infame, lo más vil, lo más execrable…. es cuando se apodera de nosotros la hipocresía. Y la utilizamos como instrumento de reflexión y de acción.

Jesús sabía de la debilidad del alma humana. Por ello, impulsaba la sanación a través del trabajo espiritual.

Ante errores cometidos, a propios o extraños… disculparse, meditar, orar, amar y agradecer.

Lo que no soportaba era la hipocresía.

En el Evangelio de Lucas (11:43,44) o en el de Mateo (23) llama “sepulcros blanqueados, que por fuera, se muestran hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia; […] serpientes y generación de víboras”, a los fariseos.

Son frases contundentes y lapidarias. Tienen un inequívoco receptor: el hipócrita.

Cuando uno asume sus propios errores, deja la soberbia a un lado y trabaja el camino espiritual, es factible que aquellos que, en algún momento, eran vistos como “enemigos, detractores, adversarios y hostiles conocidos”, terminen manifestándose como maestros en el personalísimo recorrido vivencial.

En tiempos históricos y recientes, así como en la actualidad —vaya que es irrebatible— jamás faltan en la sociedad, descendientes y alentadores de los “cándidos tartufos”.

Se asumían como “portentosos” seres que se consideraban “oráculos” y reclamaban para sí la posesión de la verdad y la encarnación de la virtud.

Admiradores y promotores de conductas maniqueístas, les fascinaba separar al mundo en dos bandos polarizados: los buenos y los malos.

A veces por hastío, otras por inconformidad. Pero las más, por ignorancia, nos hacían creer que, en la penumbra de la vida política, todos los gatos son pardos.

Estos seres “casi angélicos”, que nos venían a rescatar de la ignominia en la que habíamos vivido, nos hacían caer en cuenta que nos hospedábamos en una posada llamada “La Omisa Ignorancia”.

Nos mostraban que la humanidad se divide en los ungidos, que eran ellos, y los demás, se manifestaban como engendros de la inmoralidad.

Se erigían como perdonavidas y tomaban bajo su “cándida custodia” y su convenenciero interés, el precepto de “el que no esté conmigo, está contra mí”.

Todo se volvía “kafkiano” si los demás no llegaban a entender la “visionaria” manera de pensar.

Adquirían el derecho de censurar a todos.

Los que no sabían conjugar el verbo de la misma manera, eran personas que “andaban en taparrabos”.

Los míticos duendes, que llegaron en su momento, predicando ideas sociales vanguardistas, terminaron revelándose como una manada de lobos con piel de oveja.

En algunos casos, los “blanqueados sepulcros”, promulgaban hasta la comunicación angelical. Eran hábiles expositores de alocuciones mesiánicas y vociferaban como si la dogmática voz de Savonarola los poseyera.

Estas mediocres copias de Torquemada estaban continuamente dispuestos a levantar hogueras inquisitoriales, donde iban a terminar los “herejes y simples pecadores”, por no concurrir con sus dichos y sus hechos.

Absolutos poseedores de la verdad, si el jefe les pedía aplicar el severo código de su dogma, eran capaces de sacrificar a Juana de Arco.

Al pie de un púlpito imaginario, lanzaban tajantes anatemas y fulminaban con sus interdictos, “plenos de sabiduría”.

“Nada es más despreciable que basar el respeto en el miedo”, diría Albert Camus.

Sentían que, si Luis XIV viviera, acudiría presuroso a pedirles sus “eruditos consejos” con el fin de aplicarlos en su gobierno absolutista.

La famosa frase del Rey Sol, “El Estado soy Yo”, se queda corta ante la “iluminada y pragmática interpretación de la realidad” de estos semidioses.

Como en la afamada novela de DostoievskiLos hermanos Karamasov– los “serviciales y gallardos” soldados estaban listos a inmolar al propio Jesucristo. Igual que cuando el Gran Inquisidor condena la falta de ambición de poder terrenal del Nazareno; la abierta promoción al libre pensamiento y la tolerancia.

Después de emotivos discursos donde pregonaban que el servicio público era la mayor de todas las vocaciones, terminaban menospreciando y abominando a las personas.

Eran los “prodigiosos creadores y detentores del pensamiento único”. Y peor aún, con necedades como consigna, los necios menores admiraban aquellas y buscaban proponer otras de “mayor envergadura”.

Diría Cristo: “Qué arroje la primera piedra el que esté libre de pecadoy de errores.

Nadie, absolutamente nadie es capaz de hacerlo. Pero… como apuntara en su “Tartufo”, Jean Baptiste PoquelinMolière–:

«La hipocresía es el colmo de todas las maldades».

Añadámosle, como epílogo, otra frase cautivante y demoledora del propio Molière:

«Las personas no están jamás tan cerca de la estupidez como cuando se creen sabias».

La vorágine de crear del Gobierno un modelo de negocios, los corrompió hasta el tuétano de sus huesos y se olvidaron de la gratísima e insondable tarea del servidor público.

Como personas y ciudadanos, debemos aprender a desconfiar de falsos predicadores de la virtud, la verdad y la beatitud.

Se convierten en personajes, como Tartufo, que a través de hipócritas colaboraciones y fingidas alianzas, engañan al cándido y muchas veces al no tan ingenuo.

Muy a menudo, nos vemos envueltos en insanos delirios de “tartufismo”. Y nos vemos confrontados con aquellos que, a partir del severo código de su dogma, juzgan y descalifican a cualquiera.

Simplemente, porque ellos creen poseer la Verdad Absoluta; sienten que son la personificación de la Virtud y presumen encarnar postulados mesiánicos.

¿Qué pensarían las abnegadas madres de estos tartufos si leyeran, con sensata imparcialidad y sin conocer los nombres reales, la novela sobre la vida de sus amados retoños?

Si Molière despertara… seguramente se sorprendería al ver que Tartufo es un imberbe adolescente junto a nuestros “aclamados personajes” de la historia reciente.

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