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miércoles, noviembre 6, 2024

El “Moby Dick” que todos llevamos dentro

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–¡Oh, Ahab! –gritó Starbuck–. ¡Mira! ¡Moby Dick ya no te busca! 

¡Eres tú, tú, el que la persigues locamente!” 

 

La obra maestra de Herman Melville fue una de mis primeras lecturas novelescas cuando era niño. Me encantan los animales, y los cetáceos, en especial, han tenido una extraña fascinación en mí.  

Mi libro había sido un regalo de fin del año escolar y era una edición ilustrada para jóvenes de Moby Dick. Los detallados tratados de Melville, casi enciclopédicos sobre la caza de ballenas y la vida en alta mar de aquella época (s.xix), habían sido omitidos. Lo cual, sin duda, hizo que mi lectura, fuera más ágil y entretenida. 

Tener frente a mí la novela con imágenes sobre las vicisitudes de toda la tripulación de un barco ballenero, para darle caza a un enorme cachalote blanco, me hipnotizaba.  

Recuerdo haberla leído decenas de veces. Pasaba horas observando las imágenes de la ballena albina, deseando tener la oportunidad de topármela frente a frente, para admirar su blancura y majestuosidad. 

Mi imaginación infantil, me llevaba a acercarme y acariciarla. Me entristecía enormemente, observar todas las heridas que portaba en su piel por tantos arpones clavados. Quería arrancárselos y ayudarle a sanar.  

Los cetáceos son gigantes amistosos, gentiles y muy inteligentes. Sabemos que se protegen, se ayudan y tienen lazos familiares muy estrechos.  

Me preguntaba, ¿cómo es posible que exista un alma tan desalmada como la de Ahab, el capitán del Pequod, con el obsesionado objetivo de perseguir a una gentil ballena?, cuando la única razón de ser de los cetáceos es vivir, convivir, alimentarse y reproducirse en el océano, sin tener un pensamiento de maldad hacia el ser humano. 

Pero la novela de Melville va mucho más allá. Es una gran radiografía de los retos más profundos del ser humano. Profundiza en el ego, nuestro mayor adversario. Nuestro satán. 

Precisamente, lazos familiares, experiencias y relaciones de vida, me han llevado a realizar un análisis introspectivo, teniendo la trama de la novela de Melville como reflejo de mi propio viaje. 

Nuestros miedos y heridas de niño llegan a estar tan arraigados en la profundidad del ser, que nos pueden llevar a la disyuntiva de “matar o morir”, metafóricamente hablando. Nos podemos “morir en la raya” defendiendo opiniones y emociones.  

Sin embargo, en el caso del capitán Ahab, sus emociones y, en consecuencia, sus acciones, lo llevaron a la literalidad de matar o morir.  

Su razón de existir se convirtió en darle caza al demonio blanco”. Al Leviatán que lo persigue hasta en sueños y toma la inefable decisión de que estará en paz consigo mismo, en el momento de dar caza al enorme cachalote. 

¿Qué hacer? ¿Cómo abordar este tipo de traumas, y heridas del alma? Existe una palabra común y sencilla para darle respuesta a temas tan complejos. TRABAJAR.  

La maestría en nuestros oficios, en nuestras profesiones llega con la práctica y la experiencia. Lo mismo tenemos que hacer con la parte más profunda de nuestro ser. Trabajar espiritualmente. 

Lo incondicional no existe. Toda relación es un reto que nos llevará a cuestionarnos. A enfrentarnos con nuestros demonios.  

El conflicto y los altercados surgirán. Las controversias, aparecerán. Los desencantos, nos acecharán. Pero… ¿y qué tal que, en vez de subirnos siempre al cuadrilátero, comenzamos a vernos como un equipo y luchamos por lo mismo? 

Si hacemos un análisis maduro y profundo, caeremos en cuenta, casi siempre, que hay más temas que nos unen que diferencias. Navegar en un mismo barco, implica trabajar en equipo y aprender a ser compañeros de viaje.  

En las relaciones sanas, se discute, se disiente. No se opina lo mismo. Existe la frustración. La inseguridad se hace presente.  

Sano no significa perfecto.  

Lo que verdaderamente hace que una relación sea sana es la manera en cómo abordamos los problemas. No existe relación humana, donde no existan desacuerdos. Esto es así, porque en el planeta, no encontraremos dos personas iguales.  

Siempre enfrentaremos y “encallaremos” con versiones disímbolas de la realidad. Cada cabeza es un mundo. Cada persona aborda su vida y emite opiniones de acuerdo a sus propias vivencias, experiencias y emociones pasadas.  

Esto genera, por naturaleza, roces y fricciones.  

Ya sea relación de pareja, familiar, laboral, social, administrativa, de amistad, o política… lo más importante es aprender a construir acuerdos, a partir del desacuerdo.  

Escribe Daniel Goleman, psicólogo estadounidense y creador del best-seller La Inteligencia Emocional: “Solo existen tres alternativas a partir del conflicto: sumisión, huida o gestión. La primera, nos somete. La segunda no resuelve nada y la tercera es la única opción viable”.  

El éxito de cualquier relación se reduce a la capacidad de las partes a gestionar el conflicto. Y hay que entender que el conflicto es la norma, no la excepción. 

Las discordancias se hallan a nuestro alrededor. Si no existen, entonces, es muy fácil discernir lo que sucede. No se tiene vida y se vive aislado de cualquier tipo de contacto humano.  

La manera de abordar los desencuentros es lo que hace la diferencia. Cuando el camino nos presenta una discrepancia, tenemos la oportunidad de decidir que la ocasión se convierta en una oportunidad de aprendizaje y crecimiento.  

Si encauzamos el proceso de manera correcta, es posible salir fortalecidos de cualquier disputa. 

Una actitud positiva, nos permitirá abordar con apertura la problemática. Nos impulsara a conocernos más a nosotros mismos. Y nos ayudará a descubrir puntos de vista alternos y divergentes.  

Debemos educar nuestra mente. Hay que aprender a soltar. Es infructuoso, imposible, tener control de todo. Menos aún, de las opiniones ajenas… Un río, sigue su cauce sin esfuerzo. Su propia esencia lo hace fluir y lo lleva a desembocar en el océano. Y aprender a fluir es esencial en la vida, valga la redundancia. 

Comprender que nadie tiene la verdad absoluta y que cada opinión o juicio personal emitido, lleva incluido las propias experiencias y emociones, es inherente a un verdadero y real proceso de crecimiento. Asimilar nuestras diferencias y gestionar nuestros conflictos, forman parte del desarrollo del SER 

Tener la capacidad de analizar, de hacerse cargo de sus propias culpas, responsabilidades y en su caso, de no ahogarse en los errores ajenos, debe volverse parte de nuestra evolución. 

Construir relaciones sanas, es entender que lidiamos juntos contra los problemas. No pelear por definir quién gana o quién impone “su propia razón o verdad” a los demás. Debemos procurar tener muy bien ubicado a nuestro ego, quién es el que nos juega las peores pasadas. 

Es trascendental para una sana existencia, comprender y asumir que al final, la causa de nuestra infelicidad la encontraremos mirándonos al espejo.  

Ignorar nuestras heridas y no trabajarlas, solo nos conducirá a un laberinto de desesperanza y frustración vivencial. Seremos participantes en la carrera de la rata. La soberbia nos puede hacer pensar que le ganaremos a las Leyes del Universo.  

Nuestro “demonio blanco” no tiene prisa. Si lo repudiamos, nos esperará pacientemente a las puertas de nuestro propio infierno 

Ahab siempre miró a Moby Dick como la causa de todas sus frustraciones, enojos, desventuras, dolor e infelicidad. La culpaba de la pérdida de su pierna y solo era un cachalote, existiendo. Viviendo en paz. Al cetáceo lo obligaron a luchar por su vida.  

Era el propio Ahab, quien quería asesinar a la ballena blanca para llevarla como trofeo. La pérdida de su pierna fue consecuencia de sus propias acciones. Jamás quiso asumir su responsabilidad y respiraba por la herida.  

¿Era solo la falta de su pierna o había otras pérdidas mucho más profundas y dolorosas?  

¿Sería herida de abandono; de rechazo; de traición o de violencia…? ¿Alguien lo había humillado, maltratado o lo habían tratado injustamente? ¿Qué carencias había tenido en su infancia, el obstinado capitán?  

¿¡Cuánto dolor no trabajado llevaba a cuestas el comandante del Pequod!? Tan grande era ese dolor, que hundió a su propio navío en una inmisericorde y brutal persecución, carente de toda sensatez.  

¿Qué tan pesada era el ancla de su tristeza y desasosiego, qué a pesar de su gran experiencia marítima, su ofuscada estrategia condujo a su equipo a un estrepitoso fracaso? 

No quiso mirarse al espejo de su realidad.  Nunca discernió y trabajó para encontrar la herida de su Niño Interno. Nunca acogió y sanó a su pequeño “demonio blanco”. Y con el tiempo se convirtió en un enorme monstruo.  

Ahab y su propio leviatán, terminaron por llevar al Pequod y prácticamente a toda su tripulación, al desastre existencial.  

El TRABAJO INTERNO es imprescindible en la vida. Cada quién tendrá la responsabilidad de dilucidar y desentrañar a su propio Moby Dick.  

La razón primigenia del alma es trabajar y sanar a sus demonios, con el fin de evolucionar en nuestro intrincado proceso espiritual.  

Como dice Yehuda Berg en su extraordinario libro Satán, una autobiografía: “En el momento en que admites tus errores, permites que la Luz entre en la situación. Y con la Luz, todo –absolutamente todo– se puede arreglar”. 

Si no lo hacemos, correremos el infalible e incontestable riesgo de que nuestro “demonio blanco”, nos arrastre a los abismos del océano, como al propio Ahab. 

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