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domingo, abril 28, 2024

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Dos años y medio de pandemia nos cambiaron para bien y para mal. 

No somos los mismos; engordamos o enflacamos, nos enfermamos; los que pudimos sobrevivir quisimos arreglar, corregir lo vivido, aunque sea una labor complicada.  

Nuestra generación no había vivido lo que tal cual se conoce como “un gran momento histórico”, o sí, pero por territorios. En algunos puntos del mundo hubo guerras, y hay algunas que no ha parado en realidad desde que nacimos; siguen ahí, sólo que se vuelven algo cotidiano y lejano.  

La Covid arrasó con todos. Nos golpeó con su coletazo furioso, directa o indirectamente. Y lo hemos seguido, lo hemos vivido en tiempo real. Casi, casi desde que la sopa de murciélago fue consumida en Wuhan.  

Y en esos dos años y medio participamos activamente: opinando, cayendo, reflexionando, criticando o apoyando de alguna manera. Todo se puede ahora, menos contener la catástrofe. Ésa no se detiene con voluntades. No en un tema de salud.  

Nuestra mente se trastocó, la de todos.  

Muchos pasamos por periodos de tristeza; deambulamos de la paz al desasosiego, y de regreso.  

En la mayoría de las casas del mundo falta alguien. Somos parte de esa historia que el tiempo trasladará a novelas. En unas décadas se leerán relatos en los que algún protagonista murió por SARS-COV 2. Complicado y anti-romántico nombre.  

En los libros viejos la gente moría de influenza, de tuberculosis. Al hijo de Shakespeare supuestamente se lo había llevado una pandemia, cuando en realidad murió accidentalmente.  

La crónica de estos días es más absurda dado el contexto; esta enfermedad nos remitió a las mismas medidas que en 1918. Se enfrentó igual, lo único novedoso fue la rapidez con la que se crearon las vacunas.  

Y, en medio de este caos, todos detrás de las máquinas: pontificando, cuantificando, señalando y arremetiendo.  

Tenemos el derecho a hacerlo y el peligro de errar. Pero ahí está y es maravilloso, y al mismo tiempo aterrador, ponernos en el lugar del experto. Es muy humano, lo más humano, creer que nuestras versiones, nuestra traducción de la realidad, es la verdad.  

Con la Covid se jugaron a muchos arcanos. La novedad trae como consecuencia la falta de método, de respuestas. Por eso la irrupción y el descarte de la Ivermectina y los ridículos tapetitos con antisépticos.  

Después de casi tres años, Rusia contra Ucrania.  

¿Qué sabemos todos (y nadie) sobre lo que realmente se mueve ahí?  

Pienso sólo en un nombre: Svetlana Alexievich y sus crónicas sobre el desastre nuclear en Chernóbil.  

Fuera de eso, no sé nada más. Y no me atrevo a opinar.  

Aún así, a comparación de una enfermedad inédita, la guerra es un monstruo viejo, el más.  

Pero los medios que la cubren ahora son tan distintos y rápidos, y tan poco confiables.  

La guerra está en dos espacios: en el terreno de fuego y en las redes sociales.  

Es confuso y a la vez alucinante observar, escuchar las voces ahí dentro. Algunas locuaces, otras verdaderamente demenciales.  

Pasamos de ser expertos en virus y manejo de pandemia a ser expertos en guerra. 

La nota más viral del fin de semana es el perfil del mandatario de Ucrania: de actor cómico a héroe de guerra.  

Y de inmediato las comparaciones y los chistoretes con lo que hay en casa.  

Y los actores de Televisa y los influencers llorando porque no entienden cómo la humanidad es una mierda. Y se avergüenzan de ser parte de esta especie.  

De estas personas se desprende el veneno más letal: la desinformación.  

Lo que debería indignarnos no es la falta de empatía, sino la abulia para adentrarse en un tema, para después poder opinar… y siempre bajo reserva.  

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