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viernes, abril 26, 2024

Nikola Tesla en el claroscuro de la civilización

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El siglo XIX fue el verdadero siglo de las luces. La ciencia y su herramienta fiel, la tecnología, habían alcanzado un punto álgido, inigualable hasta entonces. El 30 de abril de 1897 Joseph John Thomson descubrió el electrón. Un año más tarde, el físico, ingeniero y matemático escocés, lord Kelvin, artífice de las transmisiones mediante cables submarinos, afirmaba que la civilización se encontraba en su momento más lúcido y que no se vislumbraba una época mejor para la humanidad. El electromagnetismo, la termodinámica, la hidrodinámica comenzaban a hacer de las suyas, catapultando el desarrollo de la civilización a un pico insospechado.

Los inventores estaban de moda. Estos personajes han tenido vidas azarosas, agitadas, en ocasiones tristes dada su obsesión por subir cada vez más alto en la colina de la fama. En la invención no existe el segundo lugar. Por eso viven trayectorias salpicadas de glamour, se revuelcan en el tapete de lo tragicómico, esclavizados por un solo problema: el del diseño contra el tiempo y los rivales. Es, en muchos casos, una actividad humana contaminada de excentricidad enfermiza, si bien su deseo es materializar un artefacto, un ingenio que nos permita llevar una vida mejor y, en el mejor de los casos, más bella.

Aun así, el poeta y dramaturgo Alfred de Musset advertía que el siglo XIX no tenía forma. Los apartamentos de las personas acomodadas parecían más bien gabinetes de curiosidades: una antigüedad aquí, algún objeto gótico por allá, algo del Renacimiento en aquel rincón, un mueble Luis XIII frente a esa pared, todo entremezclado sin propósito claro. Su única intención era deslumbrar a sus invitados.

Nikola Tesla fue uno de esos inventores eclécticos, aunque con un objetivo claro: adquirir fama y ser rico. Bajo la sombra de las contradicciones Tesla nació en una región del imperio autohúngaro hoy llamada Croacia, en 1856. Su padre fue ministro de la iglesia ortodoxa serbia. Tal vez por eso se obsesionó por el número tres (la santísima trinidad) y adoraba a las palomas, según él, únicos seres que valía la pena acariciar. Su madre fue una talentosa inventora de enseres domésticos, de manera que Nikola adquirió un gusto temprano por crear objetos, aplicaciones útiles. Desde muy chico podía memorizar libros enteros, tablas logarítmicas e idiomas. Se dice que trabajaba días enteros, durmiendo apenas unas horas. A los 19 años de edad, mientras estudiaba ingeniería eléctrica en el Politécnico de Graz, Austria, se enfrascó en una agria discusión con uno de sus maestros, quien era defensor de la transmisión de corriente eléctrica directa. Según contaría Tesla más tarde, para el profesor era una mera cuestión académica, mientras que para él se trataba de un asunto de vida o muerte.

Pasó los siguientes años pensando en la naturaleza de los campos electromagnéticos y la manera como podría construirse un motor impulsado por corriente alterna. Abandonó los estudios, se volvió adicto a los juegos de azar, sufrió su primera crisis nerviosa. Más tarde se mudó a Budapest, donde comenzó a tener visiones sobre el futuro de la transmisión de energía eléctrica. A diferencia de otros inventores, dibujaba poco, la mayor parte de sus ideas permanecieron en su cabeza. Fue empleado por la sucursal de compañía de Thomas Edison en París. Insatisfecho, en junio de 1884 se embarcó hacia Nueva York.

Llegó con unos cuantos pesos en la bolsa y una carta de su jefe en París dirigida al mismo Edison, en plena depresión económica y social. La leyenda cuenta que tuvo que trabajar picando piedra en las calles de la ciudad. Entonces otro magnate caído en desgracia se dio cuenta de su genio y lo animó a apersonarse en las oficinas de Edison. La carta decía algo así: “Mi estimado Edison, conozco dos grandes hombres en este mundo; uno de ellos es usted, el otro es el joven portador de la presente misiva”.

Edison lo contrató a regañadientes, pues Tesla, ingenuo, le hizo saber de sus conceptos acerca de la corriente alterna, a la que Edison, paladín de la corriente directa, se oponía de manera terminante. Según cuenta Tesla, Edison le ofreció 50 mil dólares si conseguía perfeccionar sus plantas de generación eléctrica. En unos cuantos meses Tesla mejoró sus motores. Entonces Edison se negó a pagarle, diciéndole: “Cuando usted se convierta en un genuino norteamericano, entenderá las bromas que se gastan en este país”. Tesla respondió: “Si a él le pidieran buscar una aguja en un pajar, procedería como laboriosa abeja, escudriñando vara por vara, en vez de formular una teoría basada en cálculos. ¡Cuánto  tiempo se ahorraría el señor!”.

Contrariado, Tesla se alió a otro lobo del capitalismo salvaje, George Westinghouse, quien lo financió no porque creyera en sus ideales inventivos, sino porque le convenía en su guerra despiadada contra Thomas Edison. Más tarde, Tesla convenció al chacal de las finanzas, John Pierpoint Morgan, de financiarlo. Pero en una fiesta donde asistían personalidades de la crema y nata neoyorquina Tesla cometió un desliz. Aseguró a quienes lo escuchaban, azorados, que mediante sus ingenios ofrecería electricidad gratis a todo el mundo. Al día siguiente Morgan lo despidió.

Muchos lo admiraron, otros lo trataron como a un bufón. Asistían a las veladas que Nikola ofrecía a fin de ver cómo hacía pasar rayos electrostáticos a través de su cuerpo. No obstante, algunas figuras de la veleidosa intelectualidad trabaron amistad con él, entre ellos, Robert Underwood Johnson y su esposa, Katharine, por quienes Tesla conoció a Rudyard Kipling, los compositores Anton Dvorak e Ignace Pederewski y el novelista Mark Twain.

Este último estaba fascinado por la luz eléctrica y los artilugios que la generaban. Tesla le confesó que cuando sufrió una crisis nerviosa, 25 años antes, leyó algunos de sus libros que le ayudaron a sobrellevar el trance. “Sus historias eran tan cautivadoras que me hicieron olvidar mi deplorable situación emocional”, le aseguró. En agradecimiento, Tesla le advirtió que no invirtiera en un motor inventado por James W. Paige, pero Twain no hizo caso y perdió una fuerte suma de dinero. Finalmente, el creador de las aventuras de Tom Sawyer y de Hucleberry Finn se dio cuenta de que el motor diseñado por Tesla era superior y se volvió su ferviente incondicional. Se dice que Twain padecía de estreñimiento. Entonces Tesla le propuso utilizar uno de los tantos aparatos inventados por él. Consistía en un oscilador electromecánico, el cual generaba una corriente alterna de alta frecuencia. La persona debía colocarse en una plancha de metal que se hacía vibrar. Dicho ingenio era conocido como la máquina de los terremotos debido a las violentas sacudidas que provocaba y el terrible ruido que hacía. Twain se prestó a probarla. Luego de unos minutos el novelista salió corriendo al baño.

Si bien Tesla ganó la “batalla de las corrientes”, su vida estuvo marcada por agrios reveses, como la disputa con Guillermo Marconi por la invención de la radio. Luego de que un incendio destruyó su laboratorio en Nueva York, en 1895, durante dos años se refugió en Colorado Springs, donde siguió investigando la transmisión de datos de forma inalámbrica. Estando allí creyó haber recibido señales de vida inteligente extraterrestre. En 1912 comenzó a retirarse de la vida pública, en parte porque repudiaba el contacto físico con los otros. Siguió viviendo en una habitación del piso 33 del hotel Nueva York de Manhattan, pagada por Westinghouse, rodeado de palomas, con quienes hablaba y a quienes apreciaba más que a ningún humano.

Nunca se casó, pues pensaba que las relaciones amorosas solo lo hacían perder el tiempo y el alma. Se enamoró de una hembra, blanca como la espuma, cuyos ojos eran más brillantes que cualquier lámpara que él había inventado en su laboratorio. El día que esa paloma dejó de respirar, supo que su misión en este mundo había terminado. Tal vez su obsesión por el número tres (solía dar tres vueltas a la cuadra del hotel antes de entrar) tenía que ver con la figura geométrica más estable del universo, el trípode, y no con la santísima trinidad, vaya usted a saber. Nikola Tesla murió el 7 de enero de 1943, solitario, abandonado, maltrecho como la civilización que ayudó a edificar.

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