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domingo, diciembre 8, 2024

Renacentistas retro

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Los creadores del Renacimiento querían maravillarnos y, al mismo tiempo, instruirnos acerca de lo que significa nacer, soñar, morir. Combinaban los principios clásicos griegos, basados en un naturalismo selectivo cuyas proporciones matemáticas cumplían con la estética aristotélica, según la cual la obra de arte debía conservar unidad de tiempo, lugar y acción.  

Siglos más tarde aparecieron los retro renacentistas, quienes se apropiaron del legado de aquellos filósofos naturales, poetas y artistas que buscaron renacer luego del incierto medioevo. A un aburrido periodo de paisajes y naturalezas muertas le siguió el despertar de las vanguardias artísticas, cuyos militantes empezaron a soñar con un arte más constructivo, el cual apelaba a la inteligencia y, a veces, al sentido del humor de los espectadores. “La desintegración del átomo fue para mí como la destrucción de todo el mundo”, dijo alguna vez el pintor ruso Vassily Kandinsky.  

Muchos de los creadores decimonónicos y de la primera mitad del XX intentaron divorciar el arte de las ideas científicas, al menos en teoría, como se había hecho en la literatura. Las matemáticas al paredón, larga vida a la intuición, clamaron. Para ello se deshicieron de cualquier estilo discursivo y emprendieron el arduo camino de abstraer conceptos e ideas.  

Arte abstracto o no, retro o no, es irónico que vanguardias del siglo XX como el expresionismo, el suprematismo y el futurismo no solo se sirvieran de las ideas científicas y de los artefactos tecnológicos, sino que constantemente los hicieran tema de sus propias obras.  

Una magna exposición en el Museo Reina Sofía de Madrid nos muestra cómo los avances en las neurociencias y la introspección psicoanalítica estuvieron fuertemente representados por el expresionismo de los alemanes Erich Heckel y Ernst Ludwig Kirchner. Notamos la manera en que los progresos en la química de grandes moléculas se ven reflejados en las obras de Constantin Brancusi; la forma como las ideas relativistas sobre el tiempo y el espacio están plasmadas en el cubismo de Georges Braque, Pablo Picasso, Juan Gris y Fernand Léger. Asimismo, nos enteramos de la intención estética de suprematistas que adoptaron Kasimir Malévich y Vassily Kandinsky al recrear clásicas alegorías sobre la nueva realidad física de principios del siglo XX.  

Buena parte de estas obras pretenden ser críticas, inflexibles, si bien sus autores no pueden ocultar la fascinación que sus corazones retro renacentistas alberga de manera irremediable. El camino que siguió el arte abstracto hacia la ausencia total de representación figurativa también condujo a autores como Piet Mondrian y Robert Delaunay a visitar el universo einsteniano. La realidad fue cuestionada hasta sus más profundas raíces y las respuestas vinieron pronto. Conceptos como masa, lugar, espacio, tiempo y luz ya no eran absolutos.  

Apareció la abstracción geométrica y el estudio probabilístico de la estructura de la realidad, tanto al interior del átomo como hacia las estrellas. Sin duda, varios hechos de la nueva física de partículas (la paradoja onda–partícula de la luz) y otros aspectos clave, como el que la mecánica relativista de Einstein no desechara las ideas de Galileo y Newton, sino que las incluyera como un caso más de un sistema más complejo y vasto, todo ello provocó que se pusieran de moda visiones reduccionistas de la realidad.  

A principios del siglo XXI, por el contrario, un tipo de holismo ganó terreno, conforme se alcanzaron límites en los paradigmas de muchas ciencias y las artes plásticas acusaron una nueva fatiga estética ante la incapacidad de descifrar aún adónde nos llevan los meandros de la vida cibernética. Esto se ha agudizado con el arribo de la inteligencia artificial al dominio público. Como decía el poeta norteamericano T. S. Eliot, los seres humanos no soportamos mucha realidad, el tejido debe contener gruesos hilos de ilusión y belleza, de sueño y temor a la muerte.  

Pero, ¿qué es bello en este mundo? ¿La perspectiva a dos puntos de fuga para evocar el medioevo?, ¿o la perspectiva a múltiples puntos de fuga para imponer una moda retro renacentista? ¿Podemos decir que la habitación de Ames nos engaña y entonces es bella? ¿Los edificios perfectos, las ilusiones en el teatro, los dioramas, qué son? ¿Una lata de cerveza atravesada por una bala de plata es bella? ¿Y los estenciles de Banksy plasmados en muros y bardas urbanas? 

Finalmente, los retro renacentistas se impusieron en el favor del público y la crítica. Cuando observamos un objeto imposible, como los dibujos de Mauritus C. Escher, reconocemos cierta belleza, pero sabemos que es extraña, un tanto irreal. Nos gusta su aire retro. De hecho, el artista Shigeo Fukuda construyó una maqueta de La cascada, en la que se demuestra que la estructura es coherente si se mira desde cierto ángulo, aunque aparecen sus distorsiones cuando la miramos desde otro. El gusto por lo irreal, por las alteraciones oníricas, no es algo nuevo; ya William Hogarth (1697-1764) había explorado las imágenes ambiguas, ese umbral entre lo apolíneo y lo dionisiaco en el que se mueven tanto el arte lo mismo que la ciencia.  

El cubo del profesor de mineralogía suizo del siglo XIX, Louis Albert Necker, fue uno de tantos ejemplos retro renacentistas que siguieron a la explosión de las matemáticas, desde que en el siglo XVII juristas como Pierre de Fermat, el príncipe de los aficionados, hiciera contribuciones brillantes al desarrollo de esta disciplina. Las matemáticas pueden ser imaginativas y bellas porque no usan jergas innecesarias, pasajeras, ni se apoyan en elementos oscuros; una prueba es que los términos usados por Euclides en sus Elementos aún se emplean hoy en geometría. Las matemáticas son lúdicas; permiten la ironía, como el hecho de que los números llamados trascendentes sean, en realidad, los más comunes.  

Y en cuanto a su separación del sentido común, los alcances de las matemáticas son mucho más vastos que los de la física. Hay quienes piensan que se ocupan de las cosas raras, así como el arte contemporáneo tiene que ser cínico y críptico, aunque, de hecho, casi siempre ambos quehaceres, matemáticas y arte, se ocupan de cosas cotidianas de una forma extraña. La geometría, el estudio de diferentes formas imaginarias, pero materializables, muchas de ellas de una hermosura profunda, es una pieza fundamental si queremos descifrar lo que realmente es bello para nosotros.  

La idea del infinito, por ejemplo, con la que coquetean muchas obras de arte, es un problema que ha desafiado con seriedad la mente humana, pues es algo que nos resulta extraño y familiar al mismo tiempo; algunas veces parece escaparse a nuestra comprensión y otras se muestra como algo natural y fácil de entender, ya que en realidad no existe. Después de todo es solo una manera de decir: “Eso es de una magnitud tal que no alcanzo a comprenderlo”. Si dejamos pasar el tiempo suficiente descubriremos que todo es finito. 

¿Qué tienen en común las anamorfosis de Holbein, las metamorfosis de Arcimboldo, los objetos imposibles de los surrealistas y las ilusiones ópticas de M. C. Escher; la percepción del movimiento y la memoria visual de Dalí en su Abraham Lincoln; la relatividad, las imágenes consecutivas, los estereoscopios y los hologramas? Todas son manifestaciones retro renacentistas alrededor de la ilusión del infinito. Para conquistar esta tierra inexistente tanto artistas como matemáticos han puesto en juego toda su capacidad de raciocinio, fantasía poética y afán de saber.  

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