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domingo, abril 28, 2024

Ataque a la Gioconda. Belleza e ilusión

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Al grito de: “¿Qué importa más, el arte o el derecho a alimentarnos de manera saludable?”, el sábado 27 de enero de este año un par de furibundas despistadas ambientalistas adquirió su boleto para ingresar al Museo de Louvre de París y arrojaron la sopa que llevaban escondida en mochilas al famoso cuadro de Leonardo de Vinci, Mona Lisa, en permanente exhibición, protegido desde hace años por un muro de cristal. ¿No es pretender culpar al agua por la existencia del aceite? 

Como quiera que sea, resulta inútil tratar de deshacernos de la atávica necesidad que nos empuja a representar artísticamente lo que nos sucede. Desde que nuestros antepasados alcanzaron la Edad de Piedra, hace unos 35,000 años, y sobre todo hacia el periodo Neolítico tardío (10,000 años), nuestro sentido de lo estético ha cambiado, claro está, pero la necesidad es la misma. Las pinturas prehistóricas son una muestra de que la representación del mundo exterior siempre desempeñó un papel importante en el tejido de realidad y belleza que caracteriza la vida de los seres humanos. Bien decía el escritor científico y museógrafo Jorge Wagensberg, gozar y comer van de la mano. 

Dichas representaciones (o formas ilusorias) nos han ayudado a sobrevivir en este mundo desde el principio. No solo eso, con el paso de los siglos nos reconfortan cuando flaqueamos o cuando sentimos que el fin está cerca. En su propia búsqueda de realidad y belleza, los artistas que han ocupado su imaginación en estos menesteres, en ocasiones mezclándola con los descubrimientos científicos, lo han hecho para convencernos de que este mundo es un lugar valioso donde vivir, o bien para darnos razones sobre lo inútil que resulta tratar de entenderlo.  

La ilusión, producto de la fascinación por el espacio, el tiempo y la luz, ha sido el sustento de dicho tejido entre la realidad y lo que consideramos bello cuando asistimos al nacimiento de un nuevo organismo, siempre que nos rendimos al sueño y el momento en que nos preparamos para morir.  

En 2013 hubo un descubrimiento inesperado en una cueva de la región sudafricana de la Estrella Creciente, sitio en el que se han hallado fósiles de diversos homínidos, por lo que es considerado como la cuna de la humanidad. Un equipo de “astronautas subterráneos”, entre ellos varias mujeres con experiencia buscando cadáveres de personas desaparecidas durante los años de Apartheid o segregación racial, se toparon con restos enigmáticos.  

Hay que hacer notar que dicha cueva presenta dificultades extremas para llegar a ella. Primero hay que descender hacia una espaciosa galería, enseguida debe remontarse la llamada “garganta del dragón” y bajar hacia el obstáculo final, una rendija de apenas 17 centímetros entre la mole rocosa y el suelo.  

El antropólogo a cargo de la expedición tuvo que perder alrededor de 23 kilogramos de peso corporal a fin de poder deslizarse por ahí. Luego, para alcanzar el fondo del agujero rocoso, debieron bajar unos 15 metros. Ahí encontraron 1500 huesos, creyendo que se trataba de antepasados nuestros, pues había restos óseos de animales cocinados a fuego. Además, se descubrió una vasija enterrada con un cuerpo ovillado adentro, apretando con su mano una herramienta, probablemente de cultivo. 

Para sorpresa de todos, al agrupar dichos huesos, 17 de ellos no correspondían a ninguna familia de homínidos conocidos. Se trataba de otra especie, cuya antigüedad se calcula entre 250 mil y 300 mil años. Las manos y pies son parecidos a los de Neanderthales y humanos modernos, aunque su cráneo albergaba un cerebro pequeño, de aproximadamente un tercio comparado con el nuestro; por tanto, en ese aspecto se acercan más a los australopitécidos. A esta especie intermedia se le llamó Homo naledi. 

 Ahora bien, ¿habrán existido otros grupos en nuestro pasado, como éste, de los que no sospechábamos que existían? Semejante hallazgo ha obligado a repensar el árbol de la vida entre los homínidos. 

Nos guste o no, la realidad está ahí, y aprender a diagnosticarla puede ser de vital importancia. Supongamos que vamos caminando por un sendero oscuro y, de pronto, observamos dos faros que se aproximan. Podemos percibirlos como un par de motocicletas o como un automóvil, podemos quedarnos quietos en medio o  

dar un salto afuera del camino.  

Si fallamos y se trata de una ilusión, las consecuencias serán fatales. Y siempre dependeremos de nuestra apreciación. Gran parte del poder de la ciencia y el arte radica, precisamente, en que son apreciaciones sobre algo en que todos estamos de acuerdo que existe, nos gusta y provoca cambios en nuestra psique, incluso en la realidad social.  

El cambio que había generado la ciencia desde Newton a Descartes provocó una reacción inflamada por parte de quienes querían ver en la experiencia artística un poder autónomo, un sentimiento indescifrable que era, al mismo tiempo, subjetivo y universal.  

Ya desde el Renacimiento se había desarrollado una teoría de las artes visuales, en la que se prefería atribuir al “ingenio innato” el dominio y desafío de la perspectiva, las trampas visuales, las distorsiones de las lentes y los espejos, las ilusiones escénicas y los objetos imposibles.  

Como sabemos, no todo es genético, pero tampoco puede afirmarse que todo es adquirido. Por tanto, ya se trate de una experiencia artística o de comer sano, los objetos de la realidad, al igual que sucede cuando miramos por un espejo retrovisor, siempre estarán más cerca de lo que parece. 

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