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lunes, mayo 6, 2024

Los censurados

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Hace poco vi, por la plataforma de Amazon Prime, una película que me revolvió el ánimo como pocas veces me ha pasado con alguna obra cinematográfica, a excepción quizá de Naranja mecánica cuando la vi en una función de cine de arte en la facultad donde estudié la carrera de comunicación. El malestar que me ocasionó Tár tiene otros matices, no sólo los colores del horror que tiene la película de Kubrick, sino la terrible certeza de estar frente a un fenómeno tan destructivo y real como un accidente de tráfico, un ahogamiento, una muerte violenta: la cultura de cancelación.  

Una broma de mal gusto, editada en un video tomado sin consentimiento y subido igualmente sin consentimiento a las redes sociales, multitud de voces opinando sin conocer el contexto, la censura, el rechazo para quien no sabe qué está pasando hasta que alguien le va con el chisme o lo ve en su propio teléfono celular: de broma de mal gusto pasó a ser un crimen juzgado y sentenciado por una horda de jueces espontáneos e ignorantes. Las ondas expansivas derivadas de aquella piedra lanzada sobre el buen nombre o el prestigio de una persona que tuvo la mala suerte de atravesarse en el camino de un envidioso, mediocre y cobarde, crecen y crecen hasta alcanzar aspectos de la vida personal en verdad delicados. Se destruye el eje en torno del cual gira la existencia completa. Cancelar a una persona es sacarla de grupos de amistades o familia, de su trabajo, de sus centros de reunión. Y que todo el mundo la señale con el dedo invisible del repudio y del silencio.   

Mucho se ha hablado del anonimato como el vehículo perfecto para este tipo de agresión. En lo personal, no creo que sólo el anonimato sea el bastión desde donde se lanzan piedras en las redes sociales. También existe el golpeteo directo, la opinión virulenta contra alguien que alguna vez tuvo la confianza de los demás. Un mal día se acaban la amistad, los años de trabajar en la misma oficina, de planear actividades entre risas y memelas que dejaban apestando a cebolla los recintos y los recuerdos. Cada vez estamos más cerca de hacer una inapropiada acotación a lo que alguien opina, y recibir andanadas de descalificaciones y el baneo de los intolerantes. Peor resulta cuando se nos ocurre subir videos, imágenes o comentarios propios a las plataformas. Cualquier persona que no esté de acuerdo con nuestros contenidos puede llegar a reportar el canal, la cuenta de Facebook, X o Instagram. En mi experiencia, la peor forma de la desacreditación llega cuando alguien defiende a los indefendibles. Caso específico: el MeTooEscritores Mexicanos. En la vida me hubiera imaginado que en ese mar de protestas de mujeres víctimas de abuso por parte de escritores varones emergieran como boyas fosforescentes los reclamos de parte de mujeres que los defendían a punta de groserías y falsedades contra las querellantes. 

Otra forma de la censura y de la cancelación es que te impidan el acceso a una institución de gobierno porque “les caes mal”. Hace muchos años tuve la experiencia en carne propia cuando la secretaria de una directora de área de la Secretaría de Cultura —antes de convertirse en esa institución inoperante llamada Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla— me habló muy preocupada para decirme que su jefa le había ordenado al policía de la puerta negarme el acceso. Y no soy la única en haber sufrido esa clase de atropello. Otra persona me platicó que a ella le negó el acceso la directora de otro instituto de cultura porque “hablaba mal de ella en las redes sociales”. Dichas acciones cancelan la posibilidad del diálogo y abren la puerta a más agresiones y más cerrazón. Esto no sería grave si la discriminación saliera de cualquier pelagatos sin idea de por qué insulta o por qué le sigue el jueguito a los demás. Pero no. La cancelación viene de personas con algún poder temporal para dañar los intereses de ciudadanos y ciudadanas que confiaron en las instituciones en las cuales ellos y ellas son sólo un engranaje más. La cultura de la cancelación se convierte en una muy alta pared de sólidos ladrillos que nos separa de la argumentación, el diálogo, el perdón y la reconciliación. No sólo eso: nada repara el daño hecho al buen nombre, la reputación, la credibilidad de una persona que ha aportado su tiempo, ideas, creatividad y obras a la sociedad. El coro de voces puestas a deshacer el prestigio de una mujer dedicada a la música, a vivir su vida como ella pensaba que debía vivirla, como es el caso de Tár, nos deja pensando en si no habrá alguna vez un antídoto contra ese odio de quienes vienen entrando a las distintas esferas de la vida económica, artística o laboral contra aquellos que han hecho una aportación valiosa pero cometieron un error: ser demasiado brillantes para una sociedad cada vez más oscura. 

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