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viernes, abril 26, 2024

Sigilo 46

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Capítulo 46

 

Faisanes y manzanas

 

Salimos del Stabucks hacia la zona donde la gente se sienta a tomar su café al aire libre, en mesitas con su veraniega sombrilla de jardín. El día explotaba en el horizonte; el calor ascendía en oleadas constantes. Empecé a sentir asfixia. Sudaba de los nervios, de la desesperación. Pensé en mis hijas, en Antonio. ¿Y si ya no volvía a verlos?

Los muchachos me iban empujando como si fuéramos un grupo de fiesteros en busca de más diversión. Miré directo a los ojos a una chica que se removió incómoda en su asiento al escuchar la estridente marcha. Rogué porque se percatara de lo anómalo de la situación. Fruncía el ceño, molesta. Al vernos más de cerca nos dio la espalda. Con ese gesto murió la esperanza de poder transmitirle un mensaje de auxilio.

Seguimos caminando por la explanada. En cierto momento intenté zafarme, y el que parecía el líder se volvió hacia mí y me besó en plena boca. Me agarró la cabeza con fuerza. Sentía su lengua gorda y su aliento acedo, producto quizá de una resaca en busca de una nueva borrachera. Poco a poco el tipo retiró su cara de la mía. Bajito, casi de manera imperceptible, me advirtió:

—Si intentas zafarte, te meteré una bala en la espina dorsal.

—La espalda está atrás —dije sin poder evitar el sarcasmo. —Tu pistola la tengo en el costado…

—Faltaba menos —contestó con una sonrisa de dientes bien alineados. —Aquí mi compa me hará el paro. ¡Jimmy! La dama me pide que le pongas la pistola en la espalda. Pero la fusca, ¿eh?

—Chale, mi Faisán, se me hace que nos dejarás las puras sobrinas…

Cerré de nuevo los ojos y me concentré en Maribel. Deseé con todas mis fuerzas que viniera a buscarme, que se acordara de que yo estaba aquí y podíamos pasar al súper las dos.

Pero Jimmy ya me había puesto el arma en la espalda.

Dando vuelta a la rotonda se acercaba una camioneta Pilot. Era vieja aunque bien cuidada. Mi cabeza daba de vueltas y sólo pensaba en que ojalá me dejaran con vida después de divertirse conmigo. Dejaría de forcejear. Haría lo que me pidieran. Todo con tal de no terminar en una zanja o en un pozo donde nunca podrían encontrarme.

El Faisán me echó un brazo sobre los hombros y me susurró al oído que nunca debí ponerme a ver videos porno en un lugar público y con ese nivel de sonido.

—¡Sí, wey! —remachó el Jimmy—. Me cae que andábamos rete aburridos, pero empezó el ruidero de tu video, empezamos a ir al baño para checar lo que veías, y pos nos calentaste, mi reina…Y aquí estamos, a tus meras órdenes. Haremos realidad tus cachonderías. Por eso te escapaste de tu casita de La Vista, ¿verdad?

—¿Qué? —Me detuve en seco.

—¡Camínale, pendeja! —me empujó el Jimmy con el cañón del arma.

—No veía porno, bola de enfermos… —reviré, sibilante.

—¿Esos sacudidones qué chingados eran, entonces?

—No les importa lo que yo veía. Además, estaba escuchando con audífonos. ¿No me vieron quitármelos cuando amablemente me secuestraron?

Los tipos soltaron la carcajada.

—¿Secuestrarte nosotros? Estás aquí por tu propia voluntad, mamita… El Faisán se volvió hacia mí. Intentó besarme de nuevo. Ahora sí pelearía, me resistiría…

—No te enojes, nena. Ya perdóname, mi amor, ¿sí?

—No soy tu nena y más te vale dejarme ir, imbécil –le grité, ahora sí decidida a matar o a morir.

—Bueno, eres mi vieja, pero no te enojes. Ya vámonos a la casa, ándale, sabrosa, que tú y yo nos comeremos juntos un pollito.

Los demás soltaron una carcajada violenta, rasposa, de ansiedad contenida.

El Faisán, divertido, me estrujó una nalga y me empujó al interior infestado de latas de cerveza y botellas de licor de la Patriot.

El auto arrancó. Yo solo me repetía: “Maribel, márcame, checa mi ubicación, haz algo”.

Pensé en Antonio, en qué pasaría si me asesinaban como a Debany en Monterrey, como a Katalina en Veracruz, como a Fany en Chihuahua . Pensé en mis hijas y el estigma de ser víctimas eternas. Sollocé. No quería dejarme vencer pero no veía cómo zafarme de la situación. El Faisán, al verme llorar, me susurró al oído que si no sonreía me iba a cargar otra peor de grande que la calibre .38 del Jimmy.

—Oye –dije de repente–. Pero si tenía puestos los audífonos, ¿cómo dicen que escucharon lo que yo veía?

—Ño, ño, ño, mamacita. No salgas con esas mamadas. Estabas en pleno agasajo y a todo volumen. Ya hasta nos estaba dando pena ajena…–dijo el Jimmy, abriendo toda la boca para meterse un puñado de Fritos.

—Mentirosita, la señora. A ver, dinos cómo te llamas. Preséntate ante tu público –rio el Faisán. Su mano se coló por debajo de mi carísima blusa Marc Jacobs hasta alcanzar los encajes del sostén. Odié la idea –tan alabada por mi marido– de no haber podido perder las dos tallas de más que mis pechos ganaron con el embarazo. Al tener las manos libres y la pistola lejos de mi espalda retiré la mano del asqueroso tipo.

—¿Cómo te atreves? –le grité.

—Pues así…

—Infeliz marrano –escuché en mi cabeza. No sabía si la voz me insultaba a mí o al tipo.

—¿Quién dijo eso? –brincó el Faisán.

—¿El qué?

—¡Fuiste tú! ¿Verdad, pendeja?

—Alucinas. Déjame ir o lo lamentarán tú y tus cerditos…

—¿A quién le dices cerdo, estúpida? –respingó el Jimmy.

—¡Ahí, da vuelta! –ordenó el Faisán–. Llegábamos a la entrada del Paraíso, un motel al que Julieta solía venir cuando se enfiestaba con algún guarro en los antros de Angelópolis.

Sobre lo que siguió, sólo recuerdo al Faisán soltándome una bofetada que me dejó ardiendo la mejilla.

—¡Deja de hablar así de mi madre, carajo! –me espetó.

—¿Yo? ¿Ya te volviste loco de pronto o te metiste algo? –pregunté. El dolor del golpe se hacía cada vez más intenso.

El chofer se detuvo a la entrada.

—¿Quién paga? –dijo como si estuviera pasando la canasta del diezmo.

El Faisán me miraba con ojos rojos, llenos de ira.

—¡Sáquenla de aquí! ¡Fuera! –repetía enloquecido–. ¿No escuchan cómo ofende a mi mamá? ¿Quién te contó todo eso? ¡Ni me conoces, pinche puta!

La sirena de una patrulla fue como el punto final de la tragedia que se verificaba sólo en la mente del Faisán. Detrás de la patrulla llegó una camioneta. Eran los escoltas de Antonio. Maribel les había pasado mi ubicación. Detrás de la patrulla llegaron otras tres. Los secuestradores volvieron a ser muchachos de 20 años tratando de salvar el pellejo.

Al bajar de la camioneta, uno de los escoltas corrió a cubrirme con su saco. Yo no paraba de llorar. Escuchaba a los policías insultar y golpear a los chamacos. Los pobres sólo se miraban, desesperados. El Faisán barritaba, aunque yo pienso que no era por la detención ni porque sus planes de divertirse conmigo se hubieran truncado.

—¿Los desaparecemos, mi jefe? –preguntaron los efectivos policiacos a los escoltas de Antonio.

—Dice el patrón que los dejen tullidos nada más. –Era la voz de Romualdo, el escolta principal y quien más tiempo había trabajado al lado de mi marido.

—Señora, no deje que nos hagan eso, porfa…–se dirigió a mí por primera vez el joven que venía manejando.

—Por su mamacita, jefa. No le hicimos nada, déjenos ir.

Los chicos rogaban, presas del pánico

Antes de subir a la camioneta de mi marido, le dije a los polis:

—No los dejen tullidos. Llévenlos a la comisaría y que les finquen responsabilidades. Por intento de secuestro y violación. Con eso tendrán para el resto de su vida, sanos aunque quién sabe si salvos en la cárcel.

Cuando me alejaba, dentro del refugio de la camioneta en la cual campeaba el aroma de la loción de Antonio, escuché los gritos de súplica, sus ofrecimientos de dinero.

Mi celular sonó. Me pregunté por qué razón nadie me había llamado desde mi llegada al Starbucks. Muy quitado de la pena, ajeno al borlote y a la casi tragedia que no se suscitó, Amazon me avisaba que ya había llegado el cuadro de faisanes y manzanas que pedí a una galería de Nueva York. El cuadro lorquiano que vendría a sustituir al arcángel como regalo para Antonio.

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