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viernes, abril 26, 2024

La Amante Poblana 23

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Capítulo 23

Jaque a la reina

 

Anais llegó al despacho de Senderos como a las tres de la tarde. Antes de entrar ya escuchaba sus gritos del otro lado de un muro lleno de fotografías y cuadros.

 

–Vas al juzgado, te le plantas a ese pendejo y no regresas hasta que puedas ver los libros.

 

La voz de su interlocutor no se alcanzaba a oír; era como si el licenciado estuviera solo, haciendo un monólogo.

 

–Ya que hayas accedido al libro, anotas bien el número, ¿llevas lapicero? No vaya a ser que una vez que estés ahí te apendejes. Es muy importante: escribes el folio, sacas lo datos que te pedí y si puedes mejor busca a Lolita Sánchez, es la secre que está ahí frente al archivo; una gorda pintada de güero que lleva toda la vida ahí. Dile que vas de mi parte. ¡Me ama la pinche Lolita! La he sacado de mil broncas, por eso sigue ahí. Llévale unos chocolates o algo. No vayas a ser mierda y le compres allá afuera un tamal de dulce porque te lo va a aventar en la cabeza. Le dices: vengo de parte de Manuel Senderos, y me pidió que si por favor, ¡que si poooor favor! (no se te olvide el por favor) te puede sacar de volada una copia del acta. No te va a decir que no, a menos que te quieras parar la nalga y no le digas que vas de mi parte, ahí sí te va a mandar a la chingada de inmediato. ¿Sí me cachas? Bueno, ya vete para el juzgado, y por ahí me traes unos tacos de esos que venden afuera: no de los de fiambre del ruco de la bicicleta. De los otros, de los de doña Tifo, la ñora que está a lado de la caseta. Tres de guisado con papás, sin aguacate. Si me los traes con aguacate te los aviento, eh. Así que no te apendejes porque la vieja guanga siempre les echa aguacate. Confío en ti.

¿Qué más?

 

La secretaría había entrado para anunciar a Anais.

 

–Pásala al privado, alcanzó a escuchar ella.

 

La secretaria la condujo por una puerta que no había traspasado antes, ya que las veces anteriores, Senderos la recibió en su sala de juntas.

Entró. Se topó con un inmenso y nutrido librero, y muchas obras de arte. No se sentó de inmediato. Más bien dejó su bolsa en la sala y recorrió lentamente las paredes viendo los cuadros y tocando las esculturas que estaban en las mesas, para después recargarse en una mesita que tenía dispuesto un tablero de ajedrez.

 

Senderos cruzó la puerta que divide la sala de juntas del privado. Iba acomodándose un abrigo de lana gris. Hacía frío, pero no tanto como para ponerse dicha prenda.

Hasta ese momento, Anais no había reparado tanto en el físico y en el estilo del abogado, pero al verlo cruzar la puerta tuvo oportunidad de darle un recorte completo: le pareció atractivo.

 

–Qué elegante, Manuel. ¿A dónde vas o qué?

–Eh… no, pero hace frío, ¿a poco tú no tienes?

–Te sienta bien ese gris, resalta con tus ojos.

–Uy, sí, me veo galansísimo. En fin, ¿qué pasó, reina? ¿Cómo vas con tus temas? ¿Lupe? ¿Sigue siendo un callo de vieja?

–Esa mujer va a dejar de joder el día que se muera, y eso quién sabe. Me llamó hace rato, quería que la dejara entrar a mi casa para llevarse un santo.

–¿Un santo?

–Sí, una figurilla que le regaló a Fernando hace años. Un santo pachón horroroso que por supuesto lo he de haber echado hace siglos al desván. Le dije que lo buscaría. Me colgó.

–No le digas así a los santos, te va a castigar Cristo redentor.

–Manuel, no chingues. No empieces de mocho de nuevo, por favor.

–¿Trajiste los papeles que te pedí?

–Sí, a ver, los tengo en mi bolsa.

 

Anais se levantó de la silla. Manuel la siguió con la mirada mientras se servía una copa de wiski.

 

–A las mujeres de ahora ya no le gustan las medias ni las zapatillas. Qué bien que a ti sí. Las hace ver más largas, elegantes. No sé por qué insisten en ponerse tenis y zapatones de plataformas, les adelgazan la pata.

–Jajaja, qué fijado, licenciado.

–Pues sí, siempre es grato ver a una dama bien vestida. ¿Te sirvo un wiskito?

–No, gracias, Manuel, porque si no me sigo, y como estoy tomando algunas pastillas para dormir no me vaya a hacer corto circuito.

–¿Te gusta el ajedrez?

–No sé jugar.

–No te lo puedo creer. Ven siéntate acá enfrente.

–Pero no sé jugar.

–Ya sé, y no me voy a poner a enseñarte ahorita. Aparte cuando entré ya estabas aquí sentada, te latió el lugar.

–Está muy bonito el ajedrez.

–Los colecciono. Yo jugaba desde chavillo, aunque no tenía uno propio; me iba al portalillo a ver jugar a los viejitos y hasta que me daba chance de jugar… La vida es como el ajedrez. A veces no sé si Dios creo a los hombres jugando un ajedrez.

–Dios… Dios. Un Dios bastante sádico entonces.

–No digas eso, reina. En fin, ya sé que eres una hereje, pero aun así me caes bien. A ver, lo que procede es muy sencillo: primero me voy a sentar pacíficamente con el abogado de los Amaro, ya lo viste en el funeral, se caga de miedo cuando me ve. Trataré de llegar a un acuerdo. Si no, pues me les voy encima. No vale la pena que te explique, tú confía en que nadie te va a tocar, okey.

–Sí, te creo. Oye, ya que estamos hablando en serio, ahora sí dime por favor cuánto te voy a ir pagando o cómo está la cosa.

–Nada. Cero pesos. Yo no soy de esos abogados chupasangre que te empiezan a exprimir a sus clientes y que al final no resuelven un carajo y ya los encueraron. Deja que trabaje, y el día que te estemos frente a un notario escriturando a tu nombre, ese día hablamos de dinero. ¿Estamos?

–No se me hace justo… yo sé que tú cobras y cobras bien.

–Sí, pero tú eres mi amiga y estás sola, sería un hijo de puta si aparte te empiezo a abrumar. Además, este asunto, no es que no sea importante, pero es muy sencillo.

–Bien. En verdad que cada día me sorprendes más, Manuel querido.

–¿Y empezaste a trabajar de nuevo?

–Ya, tengo citas para retomar todo a partir del jueves. Lo que te iba a decir es que una vez que ganemos quiero vender el departamento.

–Pues lo vendes y ya. Va a ser tuyo y puedes hacer lo que se te pegue la gana. Están bonitos, ¿no? Ha subido mucho por allá.

–Está bonito, sin embargo, yo quiero una casa, me quiero ir a Cholula. Siempre me gustó más, pero Fer insistió en que fuera ahí. A la única que voy a extrañar a mi vecinita Narda.

–¿Narda Velázquez?

–Sí, sí. ¿La conoces?

–Por supuesto que la conozco.

–Ah ah, ¿y por qué esa sonrisita?

–¿Cuál? No… yo.

–Manuel, no me digas que tú también has pasado por ahí.

–Soy un caballero, reina. Lo único que sí te puedo decir es que Narda es una mujer excepcional, porque no hay otra como ella en Puebla. Era un cuerazo de mujer. Y muy lista, y divertida y culta. Fue mi clienta.

–Ajá, ajá. Si hasta te cambió la cara cuando la mencioné.

–Porque la estimo. Cuando le gané un pleito nos frecuentamos mucho. Venía acá, y ella sí le metía duro al Wiski. Luego me invitaba a su casa y hacía de cenar. Cocina que te mueres: un risotto con trufas maravilloso. Escuchábamos música, bebíamos vino, pero de ahí no pasó. No… yo no sé si hubiera podido tener una relación con una mujer así, tan dominante, tan machota. Además que anduvo con varios míos. Yo ahí para que veas no me meto.

–Haces bien, pero no te creo. Le voy a preguntar a ella, seguro sí me suelta la sopa. Tú por “caballero” no me quieres contar, sin embargo, me la imagino aquí mismo sentada, con esas piernas y su blusa abierta… nadie se le resiste.

–Yo sí, aunque no me lo creas.

–O sea que sí se te lanzó.

–Tampoco, niña, tampoco. Y ahora que la sacaste al tema, fíjate, no sabía que eran amigas, y te voy a decir algo: te le pareces.

–¿Crees?

–No en el físico. Ella es exuberante por todos lados, tú muy finita. Aunque, con todo respeto, ahorita que te levantaste por los papeles noté que tienes estupendas piernas. Con tooodo respeto, eh. No, me refiero al carácter. Tienen ambas una forma desafiante, atípica por estos lares. Lo cual puede ser muy seductor, pero ojo, reina, los poblanos somos raros: Narda tuvo comiendo de su mano a media clase política, fue amante de los más poderosos y la adoraban eh… no creas que nomás se la cogían y ya.

–Más bien ella se los cogía, Manuel. No friegues; pones demasiado en alto a los poblanos, pero con toooodo respeto, como tú dices, son en su mayoría unos edipientos traga hostias.

–Ahí vas a descalificar.

–No, es que es cierto. ¿Por qué si amaban a Narda, si los traía locos, por ejemplo, al rector, no rifaron por ella?

–Porque se los agarraba casados.

–¿Y eso qué? ¿Eran felices con las esposas? ¡No! No se puede feliz con mujeres de ornato, Manuel.

–Eran las mamás de sus hijos.

–Ajá… eso es lo que más escucho en Puebla. Y déjame decirte que es una mamada. Por un lado, las endiosan por ser las madres de los hijos, pero por el otro las hunden el lodo con sus romances externos y bien conocidos. Son unos hipócritas. Algunos ya viven con las novias, pero siguen llevando a la mamá de los hijos a los eventos sociales. ¡Qué patético! Indignas ellas y ojetes ellos.

–Tienes razón, y sí, así es como se estila acá.

–“Protegen” una familia inexistente. Es lo que hacen, y cuando aparece una Narda, se orinan de miedo y acaban más castrados de lo que estaban.

–Sabes mucho.

–Lo suficiente. Y es ridículo. Absolutamente anacrónico su pensamiento, porque esas parejas podridas ni siquiera les piden parecer a los hijos, y los hijos tiene que heredar esas costumbres bárbaras para seguir replicando el modelo miserable.

–Asumadre… te apasiona el tema.

–Lo he platicado mucho con Narda.

–Narda tiene un lado luminoso muy grande, pero le gana la oscuridad.

–¿Según quién? Los pinches Torquemadas que entran y salen de acá todos los días.

Mira, Manuel. Voltea a tus propias paredes. ¿Ves ese cuadro? Tú lo compraste, es bello, te gusta y por eso lo tienes acá. ¿Qué ves además de la escena pastoral?

–La técnica, la perfección de los trazos.

–Ajá… y esa luz maravillosa que entra por las nubes y pega con la ermita. ¿Sabes por qué esa luz es tan impresionante y es al final, lo que define el cuadro?

–A ver, dime.

–Porque tiene una sombra intensa al lado, porque el negro que la rodea es tan rotundo que la hace resplandecer. Así Narda y su oscuridad. Lo que pasa es que en este pueblo todos quieren estar del lado de la luz sin saber qué es aquello que la provoca. En fin… me clavé, Manuel. Ya me voy.

–No, no, es muy interesante lo que dices. Me sorprendes gratamente, aunque no concuerde con algunas cosas.

–Oye, ¿te parece que organice una comida con Narda en mi casa? ¿Irías?

–Sí, avísame un par de días antes y ahí estaré. Me va a dar gusto verla. Yo llevo el vino.

–Excelente. Y perdón por el rapto furibundo; lo que pasa es que no acabo de entender la incongruencia de tus coetáneos.

–Anda, ya vete que empieza a llover. Organiza eso y me avisas. Y tranquila: yo no te voy a dejar sola.

–¿Nunca?

–Nunca, reina.

 

Anais se levantó de la silla. Manuel se quedó sentado y ella se aproximó a él para despedirse. Se agachó y le dio un beso en la mejilla. Él le respondió el beso de vuelta sin mayores aspavientos. Ella dio la media vuelta y desapareció en el pasillo.

Senderos se levantó entonces para admirar la escena pastoral del cuadro que hace unos minutos había sido el ejemplo de Anais. Se sirvió otro wiski y encendió un cigarro cuando su auxiliar entró con los papeles del juzgado en orden.

En la otra mano llevaba su encargo.

Manuel tomó la bolsa y se fue a su mesa en la sala de juntas. Abrió la bolsa y empezó a bufar como un toro.

Los tacos estaban rebosantes de aguacate…

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