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viernes, abril 26, 2024

Los avatares del gusto

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¿El nacimiento de un género?

 

|Jorge Echavarría Carvajal

 

El atosigante banquete de Trimalción, que Petronio recoge en su Satiricón, es tal vez el texto pionero de la presencia de los asuntos gastronómicos en predios de la literatura. Sin embargo, tal presencia no es tan contundente como la pactada por las letras con otros productos captados desde otros registros sensoriales: la música, la pintura o las sensaciones táctiles devienen casi en géneros propios, identificados como poesía, novela ilustrada o literatura erótica. Es cierto que puede rastrearse esta alusión a asuntos relacionados con los deleites del gusto en una plétora de autores, pero no pasa de ser un recurso más para redondear la exploración de un momento, un personaje o una circunstancia, que varían en peso específico de autor en autor, o de piezas episódicas dentro de una obra mayormente “no culinaria”. La primacía del ojo y el oído, sentidos de captación a distancia, en los que no hay una “contaminación” con lo material —viejo (y errado) prejuicio de raíces platónico-aristotélicas, a pesar de que cada sociedad genera su propia organización sensorial, como lo plantea Ong (1987)—, conduce a un auge de la visualidad, estudiada primero por Simmel (2001, 2007) y luego por Foucault y Deleuze. Este auge va paralelo con el surgimiento y la entronización de la ciencia y de los diversos mecanismos ópticos de control de los cuerpos individuales y sociales, apoyado primero en la imprenta y, hoy día, en los diversos dispositivos óptico-auditivos, cada vez más universales.

Esta descarnada relación visual-auditiva se desplaza actualmente al ritmo de un neohedonismo contemporáneo que vuelve a sentir sin culpa la interpelación de otros sentidos mucho más materiales en su contacto con el mundo: oyendo, tal vez, el llamado de Michel Onfray, que le reclama a la filosofía su olvido del cuerpo, tomando el alimento como ariete, los placeres del paladar y lo que ellos evocan y convocan, o reclamando la presencia de esa carnalidad pospuesta, en la estela de un materialismo hedonista que requiere a sus filósofos sepultados por el idealismo platónico y la apropiación cristiana. En lo que respecta a la literatura, conviene recordar la relatividad de este territorio, histórica y culturalmente en permanente proceso de configuración. El teórico literario y cultural Terry Eagleton ilustra esto último cuando recalca que, en la literatura francesa del siglo XVII, al lado del teatro de Corneille y Racine, están las máximas de La Rochefoucauld, las oraciones funerarias de Bossuet, Boileau y su tratado de la poesía, las cartas de Madame de Sevigné a su hija y la filosofía escrita por Descartes y Pascal (Eagleton, 1998). La novela fue, durante mucho tiempo, un género menor, y muchos de los géneros arriba asumidos como literatura configuraban un territorio difuso, donde hoy encontraríamos problemas para aceptar la pertenencia de autores y obras a nuestras formas canónicas de representación. De este modo, es explicable que las ideas que circulan en el siglo xx acerca de la historia prohíjen el nacimiento de la novela histórica, que los librepensadores barrocos engendren sus novelas libertinas, que el optimismo científico acabe derivando en ciencia ficción, o que las 62 novelas escritas por Julio Verne, con propósitos pedagógicos por encargo del editor Pierre-Jules Hetzel (bajo el título genérico de Viajes extraordinarios y durante veintitrés años), den origen a la después llamada literatura “juvenil”, mientras el grueso de la literatura folclórica europea pasa a alimentar los fondos de la “literatura infantil”. Es decir, las diferentes clasificaciones y canonizaciones que tratan de delinear los énfasis y derivas de las textualidades engendran y validan o condenan al olvido de lo no literario a diversos productos, en un proceso dinámico y, en mucho, impredecible. De tener ese discreto papel en la configuración de la llamada identidad cultural de una nación o región, los últimos años testimonian la efervescente y ya insoslayable presencia de la gastronomía. Convertida la cocina en superestrella, impulsa un turismo que se sirve de las guías consagratorias y de las estrellas Michelin o de los tenedores como brújula para los sibaritas.

 

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Satiricón, de Petronio

El exotismo y la exageración pueden ser juzgados por el menú de un primer banquete, pues del que lo sigue, debido a la salida de dos invitados, no tenemos noticia. En las entradas se ofrecen, entre otras cosas, acompañadas con mulsum (un vino mezclado con miel y pimienta), aceitunas blancas y negras presentadas en las alforjas de un asno de bronce, lirones espolvoreados con miel y adormidera, salchichas servidas sobre una parrilla de plata, en la que ciruelas de Damasco y semillas de granada simulan brasas, y huevos de pasta rellenos de carne de ave, rodeados de yemas a la pimienta y al garum, la infaltable salsa de entrañas de pescado fermentadas, presentados bajo una gran gallina de madera que simula estar incubándolos.

El primer plato consta de capones, tetillas de cerda, liebre, pescados ahogados en una salsa de garum, pan caliente, jabalí relleno de salchichas y embutidos, todo ello presentado en una gran bandeja de plata con el zodiaco dibujado, de modo que a cada signo corresponda una vianda.

El segundo plato ofrecía, previo cambio de mesas y después de esparcir sobre el suelo aserrín teñido de azafrán y de polvo de mica, tordos de pasta rellenos de pasas y nuez, membrillos atravesados por espinas, para parecer erizos, oca gorda rodeada de pescados y de toda clase de pájaros, confeccionados con cerdo, entre otros platos. A los invitados se les perfumaron los pies al entrar y se les pusieron coronas de flores, ya que se creía que estas impedían que el vino se fuera a la cabeza.

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Los realities en los que chefs malhumorados destrozan a los participantes, y sensuales “cocineras” despliegan sus encantos en canales de televisión completamente dedicados al arte de preparar alimentos. Además, al lado de los recetarios y coffe table books lujosamente dedicados a las cocinas del mundo, aparece una abundante producción que podría ser denominada y reconocida como “literatura gastronómica”, es decir, no la que hace una ocasional mención dentro de una obra, sino “aquella en la que la cocina, los restaurantes o los chefs centran el nudo argumental”.

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La Feria del Libro de Madrid 2014 ilustró generosamente esta emergente tendencia: El Festín de Babette (Nórdica) de la danesa Isak Dinesen (1885-1962), en la sexta edición que conmemora el 25 aniversario de la película, consagra una especie de obra canónica, mientras que bajo sus alas se agrupan propuestas recientes.

La cocinera de Himmler (Alfaguara) de Franz-Olivier Giesbert, una historia de venganza, humor y chefs.

El último banquete (Alevosía) de Jonathan Grimwood, donde un epígono gastronómico del protagonista de El Perfume está a la caza del sabor perfecto.

Deseo de chocolate (Planeta), de Care Santos, que ilustra la historia de Barcelona en tres momentos relacionados con este producto culinario.

Reyes Calderón y sus Tardes de chocolate en el Ritz (Planeta), una historia de amistad en torno al lujoso hotel y su gastronomía.

El restaurante del amor recuperado (Alevosía), de Ito Ogawa, donde la salvación de un pueblo japonés corre por cuenta de una talentosa cocinera.

La coci-nera (Ediciones B), novela en la que Coia Valls pone a su protagonista a viajar de la Lima colonial a Barcelona con un recetario como único salvavidas.

El amor es un bocado de nata (Suma de Letras), donde Elisabetta Flumeri y Gabriella Giacometti recorren la crisis europea y alaban el slowood y el romance en la Toscana.

En el capítulo autobiográfico, resalta Días de champán (Planeta), una novela en la que el periodista Rafael Naval narra la historia de una familia propietaria de la fábrica de corcho para vinos espumosos, mientras, cercano ya a la historia de la vida cotidiana, el jefe de cocina de los jefes de gobierno español revela en La cocina de la Moncloa los gustos y desafectos culinarios de estos.

Incluso para el público juvenil hay un libro, Killer Pizza (Hidra) de Greg Taular, una especie de cruce entre el relato acerca de un chico que sueña con llegar a chef mientras trabaja en una pizzería y la película Men in Black y sus cazadores de monstruos.

A esta reciente cosecha habría que añadir, a modo de ejemplos de una muy amplia producción, de Irvine Welsh, Secretos de alcoba de los grandes chefs (Anagrama), donde un muy peculiar inspector de sanidad de restaurantes se debate entre ejercer limpiamente su oficio o hurgar entre la intimidad de los cocineros inspeccionados; los descarados y divertidos libros autobiográficos del chef estrella de televisión Anthony Bourdain (A Bloody Valentine to the World of Food and the People Who Cook, Kitchen Confidential, Typhoid Mary, No Reservations: Around the World on an Empty Stomach).

Los recetarios literarios (Sopa de Kafka: un recorrido por la literatura universal en 14 recetas, de Mark Crick, EDAF).

Los de historia y cocina (Conquista y comida: consecuencias del encuentro de dos mundos, editado por Janet Long, UNAM) o de cocina y cultura (Notas y apostillas al margen de un libro de cocina de Eugenio Barney Cabrera —Univalle— y Fogón de negros, de Germán Patiño Ossa y Andrés Bello, son dos muy buenos ejemplos, en nuestro medio, y ambos del ámbito vallecaucano.

Los blogs dedicados a valorar y proponer recetas halladas en diversas novelas, más cercanas a lo que podría denominarse bestsellers, además de una reciente muy nutrida, valga el término, oferta de películas con la cocina como centro. Este interés en otras latitudes tiene aún débiles correlatos entre nosotros. Falta todavía hacer recorridos gustativos por las páginas de nuestros clásicos nacionales y regionales: no tenemos, ni de lejos, algo parecido al trabajo de la académica americana Lorna Piatti-Farnell (2011).

Y cómo olvidar las odas al tomate, a la cebolla y al caldillo de congrio de Neruda, el parco menú de Don Quijote, el desmedido apetito en Gargantúa, la tacaña despensa de Papá Goriot, la carne de cetáceo asada y la sopa de almejas en Moby Dick, la abundante cena que comparten Levin y Oblonsky en Guerra y paz, las entrañas saboreadas por Leopold Bloom, los olores a viandas que atraviesan la obra de Ítalo Calvino…

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