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viernes, abril 26, 2024

Dos Swingers en apuros

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Toña era swinger y monógama. Es decir: sólo engañaba a su marido a sus ojos en las famosas fiestas a las que iban, entre otros, el periodista Ricardo Rocha y Paco Gruexo, protegido de Carlos Hank González y operador de los hoyos funky del Distrito Federal. Fuera de esas fiestas e intercambios de parejas, Toña le era absolutamente fiel a su esposo Goyo.

En otras palabras: el hecho de que Goyo viera que, por ejemplo, Paco Gruexo la penetraba de a perrito no era sinónimo de infidelidad, sino de protocolos. Esos protocolos que le permitían a Goyo, por ejemplo, sodomizar a la novia de Paco Gruexo frente a los ojos de Toña. Eso —lo tenían clarísimo— no era signo de infidelidad alguna. 

En ese mundo vivían cada quince días, cuando tocaba fiesta. Estamos en el México de los años ochenta, época en la que las reuniones Swinger se pusieron de moda y todo mundo quería sentirse parte de una élite sexual. En otras palabras: una élite de primer mundo. Qué cool era ver a tu mujer en la cama con otro o a tu marido metido en las piernas de la esposa de ese otro. 

Toña y Goyo se sentían brutalmente modernos y cosmopolitas, y miraban a los asquerosos monógamos como seres inferiores provenientes de un paleolítico aldeano. De hecho, cuando organizaban fiestas normales en su casa tenían un aire de superioridad que hacía sentir inferior a cualquiera. 

El conflicto entre ambos se dio cuando Toña empezó a coquetearle a Beto, que no era swinger sino amigo de la pareja. Todo se dio un día que Goyo andaba de viaje de negocios y no alcanzó a llegar a una cena organizada por las hermanas Chilorio, así llamadas porque su abuela materna había nacido en Culiacán, Sinaloa. 

Ya con copas, Toña le tocó una pierna a Beto mientras contaba una de las anécdotas de las fiestas swinger. Que le tocara la pierna no tenía nada de malo. El problema es que dejó la mano en la pierna de Beto alrededor de cuarentaicinco minutos. En ese lapso, la mano de Toña se movió de arriba abajo, de abajo a arriba, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, y en pequeños círculos que terminaron invadiendo la zona más blanda —pero más dura— de Beto. 

Éste salió primero de la cena y fue a esperar a Toña en cuclillas entre los tanques de gas de su zotehuela. Ella llegó taconeando, abrió la puerta de su casa y la cerró con aire de frustración. Beto salió de su escondite, tocó el timbre y espero a que Toña le abriera. Cuando estuvieron frente a frente, sobrevino la lujuria y ese deseo nacido en los círculos concéntricos dibujados por Toña en uno de sus muslos. Tuvieron sexo tres horas sin parar. Ahí descubrió Beto que Toña era multiorgásmica. Escucharla gemir hasta venirse cada cincuenta segundos inflamó su ego y, horas después, su fatigado glande. 

El adulterio tomó forma. Los encuentros sexuales se multiplicaron. Todos los días querían verse. Un amor apasionado surgió en las refriegas. El entusiasmo de Toña por las fiestas swinger decreció. Una noche le dijo a Goyo que ya no quería ir a las reuniones. Éste supo que algo se había movido de lugar. Sospecho que algo pasaba. Semanas después descubrió que su mujer le era absolutamente infiel. Montó en cólera. Y su enojo creció cuando supo el nombre del amante. 

Todo fue lo que se dice abrupto. Goyo no mató a Beto pero pensó hacerlo. Una noche, frente a su mujer, lo invitó a su casa. Tenía la clásica sonrisa de “lo sé todo, hijo de la chingada”. Beto declinó la invitación. 

Una semana después supo que Toña y Goyo se divorciarían. Así lo hicieron. Toña tuvo que irse a vivir a Querétaro, exiliada por el exmarido. Ahí conoció a Tony, una lesbiana declarada. Se hicieron novias y amantes, y engordaron. Hoy viven muy quitadas del sexo y de la pena. Beto también se exilió y olvidó a Toña. El único que no olvida a ninguno de los dos es Goyo. Cada dos o tres días recuerda a los multicitados y jura que cobrará venganza en algún momento. 

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