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viernes, abril 26, 2024

Trozos de realidad y el hijo de la Toscana/II

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Sierra Oscar Uniform November Yankee Alpha, cambio… Sierra Oscar Uniform November Yankee Alpha… ¡demonios, aiuto, Sounya!  

Io sono al terzo cerco, de la piova 

etterna, maladetta, freda e grevve; 

regola e qualità mai non l´è nova 

El hijo de la Toscana sabía bien que esta ciudad nos había tomado por sorpresa. “Casi pierdo la vida ante tanta hospitalidad”, le confesé a Sounya cuando nos encontramos. Venía acompañada de Pepe Porras y Teofagia. “Hagamos algo innolvinable”, sugirió ella, pocha, neopolka, nalgapronta de escupitajos linguales como “resiliencia”, “satinizar”, “empoderar”, “en tiempo y forma” et alia. Porras, por su parte, era un mercenario contratado por Tragos, según reveló Sounya. Teofagia nos hizo escuchar a Pepe antes de ser inmolado a Baco, tonos que solían pronunciarse en ditirambo, aunque ahora quién sabe qué chingados versos salían de su boca. 

– ¿Qué te pasó en la cara? –preguntó la devoradora de divinidades. 

– Quise entrar al ejército, mi jefe me dio una carta de recomendación, pero me mandaron por un tubo fabricado en la nación.  

Entonces busqué irme de mojado.  

En la ruleteada, enmuinado, conocí a unos indios mixtecos que parecían muy salsas.  

Me dieron contactos falsos, pero al jefe le dije: “¡A mí no me alcanzas!”.  

Y me crucé. 

– ¿Nadando, carnal? 

– Brother, ¡andando!  

Fui a la calle Revolución, ahí le pagué una lana a un escuincle que esperó a que se hiciera de noche para hacerse el teocintle.  

Me llevó por vados y hondonadas, luego por un sendero lleno de conejos, serpientes, hasta que llegamos a las orillas de San Diego, bien pendejos.  

Era mediodía. Me estaba muriendo de sed.  

El cabroncito había tendido bien su red. 

Me cambió cien pesos por dos dólares,  

¡Órales!, justo para una soda chica y un hat dag, el muy hijo de su merced.  

Me sobró un centavo, el primero; lo guardé y lo hice troquelar con la imagen de la Guadalupana, para todos los días rezar.  

Días después llegué a Riverside.  

En la orilla de la carretera había huellas de tenis, papeles, plásticos, y, a la distancia, un sembradío de elotes fantásticos.  

Me metí por la vereda, donde, creí, tenía chance de encontrar un campamento de trabajadores agrícolas en trance.  

Metí las patas en un trozo de tierra cultivada con calabaza, pero no había gente trabajando ahí, ni qué transa.  

Fui a Hemet, con riesgo de que la migra me echara el guante.  

Había muchas casas móviles alineadas, gente galante. 

Lucían, casas y gente, de un solo color, propiedad de jubilados aficionados al ardor, y a la jardinería.  

Un vecino permaneció, inmóvil, sin sudor, con unas tijeras en las manos, esperando la fechoría, mientras giraba su cabeza para verme pasar.  

Se mantuvo de espaldas a la calle, a la sombra del porche de su casa, bajo la bandera que se escurrió cuando el vientecillo hizo una pausa. 

Me detuve al descubrir un caserío de mexicanos.  

Tampoco encontré rastro de algún contratista ni de sus hermanos.  

A unos metros se veía un automóvil de terceras manos.  

Tenía puesto sobre el parabrisas un letrero de venta por cien verdes. 

A ver si muerdes. 

Un poco más adentro había un tendedero, cerca de una lavadora eléctrica, y una casa de ladrillo y madera, tétrica.  

Una señora de mediana edad dejó por un momento sus quehaceres, se apiadó de mí, me juró que pronto vendría un propietario chicano, a procurar sus menesteres. 

“Muy buena gente”, aseguró “y muy cumplidor”.  

Esperé un mes, durmiendo en un barrancal, entre el hedor, debajo del tambor de una vieja cama, a manera de techo, y una colcha para no olvidar el pudor sostenida por un palo como puerta, y una rama.  

El piso lo fabriqué con pedazos de triplay medio ensamblados, sobre ellos puse una alfombra de trozos gastados.  

Coloqué piedras y pedazos de carrizo debajo del triplay para abrirle paso al agua, por si llovía, ¡qué caray! 

Abajo, en una altura menor a la de un féretro y tan ancho como una gran lata de sardina,  

guardé las monedas que me quedaban, ropa, trastes de cocina.  

Días después se asomaron misioneros católicos.  

Me regalaron un colchón de desecho de hotel, junto con cobijas, una Biblia, siempre apostólicos.  

A un lado tenía un palo macizo “para espantar a los cholos”.  

Era el término que utilizaban los indios cuando estaban solos. 

Se referían a cualquier crápula que los hostilizaba.  

En los cuarentas, los cholos eran bandas formadas por chicanos dispuestos a defenderse de la agresión de otros villanos. 

Décadas más tarde, nuevos cholos los asediaban y vejaban.  

No quería despertar sospechas ni alimañas de la Migra atraer, por eso lavaba todos los días unos tenis blancos, sin ganas de joder, pantalones jeans, una camisa Polo roja.  

Caminé con la Biblia en la mano, como se me antoja, y un fólder azul tomado prestado a un gandul que me había encontrado en el basurero de Pantoja, de paso a mi covacha, al igual que el trozo de espejo y el cepillo que empleaba para rasurarme y quitarme lo añejo. 

Quería que vieran a una persona de bien, de perdida a un estudiante desenfadado, no a un mojado frijolero, maldito tunante.  

Sobre la calle principal de Vista me topé con un viejo indio mixteco que recogía latas. Pero no cualquiera, solo las que brillaban, no era meco.  

Se las compraban por peso, a 15 centavos de dólar la libra.  

Entramos en una iglesia bautista que regalaba comida al que no la rifa.  

Pero era magra y monótona, de manera que con el viejo indio y otros paisanos nos fuimos a pescar a una laguna cercana, sin parar.  

Improvisamos la caña con una vara pulida, los gusanos los sacamos de un pozo de agua fluida.  

Lo único que debíamos comprar en la ciudad era sedal y el anzuelo.  

Bien comido, di las gracias y le dije adiós al abuelo. 

Me apersoné en “la marqueta”, la tienda de abarrotes de la esquina, me quedé a esperar a que un contratista llegara a ofrecer job para trabajar la tierra de su tata, love, quien había muerto en la Marina.  

De última hora llegó el tipo. Así conocí a Johnny Tapia, un señor como de cuarentaitantos, bigotón y mal encarado.  

Me habló de un sueño perturbador, tratando de pescar lapia. 

Veía salir del mar a sus hijos en el momento en que una bola de fuego impactaba sobre la autopista de Ventura Highway, y no era juego.  

El barrio de Bel Air ardía en llamas.  

Docenas de personas abandonaban sus camas.  

Sedientas, bajo el sol ausente y, sin embargo, abrasador, deambulaban sobre las aceras de Hollywood, espectáculo sobrecogedor. 

Atrapados en un inmenso embotellamiento, los conductores rezaban a San Judas Labrador.  

“Por eso”, me dijo, “nos piramos a Nuevo México, ¿me entiende?”.  

Yo quería chamba, y si había que ir al infierno, pos ya qué, ¿comprende?.

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