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viernes, abril 26, 2024

Pánfilo Ganso y el Conejo de la Suerte platican de literatura y futbol

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– No hace mucho tiempo el deporte más celebrado entre los escritores era el boxeo –dijo Pánfilo Ganso–. Ernst Hemingway creía tener talento en el cuadrilátero luego de haber tomado lecciones con Ezra Pound, y volcó ese interés en retratos de pugilistas que van desde el vanidoso Robert Cohn de El sol también se levanta hasta el apático Ole Anderson, quien aguarda su propio homicidio en el clásico cuento “Los asesinos”.

– A algunos escritores –replicó el Conejo de la Suerte–, a los más aventureros, les gusta que el “profesor” James Figg se haya declarado a sí mismo el primer campeón inglés, apoyado no por un agente y kilos de publicidad, sino por sus puños. Entre ellos estaban Alexander Pope y Jonathan Swift. Cien años más tarde podía verse a Lord Byron en las habitaciones del excampeón John Jackson practicando “el noble arte”, y a William Hazlitt disputando un combate en algún anfiteatro de Londres.

Después de conocerlo todo este tiempo, se dijo a sí mismo Pánfilo, no tenía dudas de que el Conejo habría de ser un practicante de esa forma sublimada de castigar el cuerpo que se llama futbol hasta que sus rodillas lo delaten.

– Y es que este deporte –se aventuró a decir este último– genera la misma expectación en el público y aborda los mismos temas que el boxeo: la lealtad en la cancha/cuadrilátero, el dolor mental y la pericia física, el estrellato y la soledad, como en El miedo del portero ante el penalty, donde el austriaco Peter Handke ve al hombre solitario (el árbitro de liga pueblerina), quien está obligado a tomar una decisión.

Pánfilo le preguntó sobre lo que siente un jugador al patear un balón desde el manchón del penalty.

– Es la idea de equipo –continuó el Conejo–, la sensación de que en ese instante los once de la tribu están enfrentando a un adversario, el cual es una distorsión onírica del que va a tirar… Y, por favor, no menciones ese nombre.

– ¿El nombre de alguien que tomó partido y defendió en público al carnicero de la guerra de los Balcanes, Slobodan Milosevic, no debe ser pronunciado, es decir, deber ser debilitado? –cuestionó Pánfilo.

– Después de todo retiraron su nominación para un importante premio literario en Alemania –aclaró el Conejo.

– Esto implicaría – continuó Pánfilo– que su debilidad, la de los futbolistas pero también la de los escritores y los carniceros y el jurado; el riesgo de fracasar y de ser gravemente heridos, sus cálculos mentales, todo ello podría considerarse como poderes que pertenecen al Otro. Los parámetros de su propio ser no son más que afirmaciones, fronteras del ego que hay en el Otro, como diría Joyce Carol Oates. Haz de cuenta que tenemos a Milosevic y a Handke, frente a frente, sujetos por la pasión hacia las artes adivinatorias, las cuales, a su vez, están ligadas al relato, según lo descubrió el escritor argentino Ricardo Piglia.

Ambos se rieron de buena gana.

– Alguien podría pensar que esto es ir demasiado lejos en materia de cabecear y conectar al adversario, o de patear una esfera de plástico y aire –comentó el Conejo.

– O de amar a una persona –agregó Pánfilo.

– O de honrar la muerte de nuestros padres– añadió el Conejo.

– O defender a un carnicero frente a otros carniceros –aseveró Pánfilo.

– O de juzgar a los demás con relativa facilidad –siguió el Conejo.

– Pero, regresando a nuestro asunto –afirmó Pánfilo–, cuando un boxeador ha sido noqueado, cuando el espíritu material de un equipo ha sido socavado en la cancha, no significa pérdida del conocimiento o incluso mutilación. Quiere decir, más bien, por medio de una analogía, que han sido puestos fuera de combate en el Tiempo.

– Sí –repuso el Conejo–. La cuenta de los diez segundos antes de declararse noqueado, los últimos quince minutos del segundo tiempo constituyen cierto paréntesis metafísico a través del cual deben internarse el boxeador en la lona y la oncena que va atrás en el marcador, si esperan continuar montados en la flecha del tiempo sin retorno.

– Son las mañas de relator para seducir a su escucha con el cuento por venir.

– No debemos engañarnos –matizó el Conejo–. Si a veces parece que los escritores sienten una atracción particular por los deportistas, es porque eso les permite difundir lo que piensan de una manera que otros no podrían hacerlo. Tú mismo me contaste de aquella ocasión en que, en un partido informal, siete amigos les dieron una lección de buen futbol a los primeros brasileños profesionales que jugaron para el Puebla. ¿Aprecias el arte, verdad?

Sin darle tiempo a Pánfilo para replicar, el Conejo continuó:

– Entonces sabrás por qué digo que cualquier semejanza entre ambas ocupaciones es un acto de pura y genial imaginación premeditada. “La soledad de cada uno al ponerlo todo en juego”, “la ostentación del ego al desnudo” y otras frases como éstas, que tratan de relacionar la suerte del escritor con la del deportista, contienen juicios del deseo y la realidad de sus respectivos propósitos.

– Sin embargo –interrumpió Pánfilo–, es precisamente la condición del escritor sobre el insalvable abismo que existe entre su profesión y las contiendas deportivas lo que impulsa estas comparaciones. A veces gana, a veces pierde. El futbol no es un encuentro estético o una danza erótica; es un trabajo riesgoso, como el del gladiador. Hubiera sido bueno preguntarle a Albert Camus sobre lo que se aprende respecto de la naturaleza humana a través del futbol.

– Tal vez mi padre habló en alguna ocasión de eso con él –comentó el Conejo–, no podemos saberlo. Lo que sí puedo asegurarte es que los jugadores profesionales son la versión moderna de los gladiadores de la Roma imperial. Y por eso algunos despistados los insultan desde las gradas.

– Dices verdad, ya el chileno Antonio Skármeta resumió la suerte de los hinchas en Soñé que la noche ardía: “Experimentaron primero los estragos de la ira y en seguida la resaca amarga de la desesperación”.

– Un encuentro es un encuentro –aseveró, enfático, el Conejo–. Y en los mejores la habilidad de los protagonistas, su coraje y gracia pueden hacernos olvidar por momentos el fin hacia el que están siendo arrojados. Si no me crees, tú que lees, échale un ojo a las memorias de otro “carnicero”, Toni Schumacher, el arquero de la selección alemana que destrozó las piernas de la delantera de Francia en aquella semifinal de España 1982. Schumacher relata con paso firme las corruptelas de la liga alemana en ese entonces. No alcanza a ser gran literatura, pero la intención es clara y provoca el efecto esperado. Muchos jugadores alemanes lo tomaron personal y se volvieron más profesionales… y cautelosos.

– Claro –añadió Pánfilo–, en un tono similar, y en donde la crónica toma la batuta se encuentran las memorias de Denis Howell, el árbitro inglés que condujo la final entre Alemania e Inglaterra, en 1966. Howell nos regala en el capítulo “Tiempo extra” una espléndida narración desde la óptica del juez en la cancha, en una época de crisis galopante.

– Como hoy, cuando transcurre un Mundial basado en la esclavitud y el dinero sucio, en un país sin tradición futbolera, donde todo está prohibido excepto rezar.

Hicieron una pausa para abrir dos botellas de vino blanco.

– Entonces, ¿qué piensas? –preguntó el Conejo.

– La Copa del Mundo es como Bobby Robson –respondió Pánfilo–, quien tuvo la fortuna de dirigir a Trevor Francis y a Gary Lineker, y aun así nunca llegó a ser campeón.

– ¿Quieres decir que el Mundial no es el rey de los eventos deportivos?

Pánfilo negó enérgicamente. Agregó:

– Mejor déjame decirte que Trevor fue el primer jugador británico en ganar un millón de libras esterlinas. Y Gary, qué te puedo decir de ese muñeco, al que todos los machines envidiamos por sus nenas, el caballero de la cancha que nunca recibió ni una tarjeta amarilla en toda su carrera.

– Aun así –caviló el Conejo–, Dios es redondo, ya lo sugirió un escritor mexicano que a ti te gusta su estilo.

– Tengo todos sus libros –aseguró Pánfilo.

El Conejo asintió, luego dijo:

– Su pluma es nítida, puntillosa, y sabe ver las cosas con humor y filosofía. Por eso los canallas lo envidian.

– Pues hace cuatro siglos Beltrán, el personaje de otro gran contador de historias, Juan Ruiz de Alarcón, dijo para recordarnos este loco propósito en Las paredes oyen:

“Si el cuero fuera de vino,

aun no fuera desatino

sacarle el alma a porrazos.

Pero, ¡perder el aliento

con una y otra mudanza,

y alcanzar, cuando se alcanza,

un cuero lleno de viento;

y cuando, una pierna rota,

brama un pobre jugador,

ver al compás del dolor ir brincando la pelota!”

Volvieron a brindar, esta ocasión para festejar la ocurrencia del chileno Gonzalo Rojas cada vez que sucede una Copa del Mundo:

“Qué desmadre, Mundo; todo lo futbolero, pelotas

y patas, se jerarquiza hasta la cresta

del Aconcagua: ¿metáfora

de patear por patear, o exhibición

de cuero del Testículo

en el césped hinchado así: Mayúsculo; que eyacula y

hace eyacular

estadios enteros y salpica

retórica y grasa por

satélite en

los idiomas todos: el maya,

el etrusco incluso?

Pensar

que hubo toreros, gladiadores

en la apuesta, y ritmo.

Píndaro

hubiera llorado.”

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