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domingo, abril 28, 2024

Napoleón y Barbie, emperadores

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Este jueves se estrena en nuestro país la película más reciente del venerado, odiado, portentoso narrador visual, Ridley Scott. Famoso por sus tétricas cintas de suspenso y ciencia ficción alrededor del maligno híbrido, Alien (1979) y el anti–héroe apocalíptico, Blade Runner (1982), en realidad el cineasta británico es un enamorado empedernido de los pasajes históricos, como lo demuestran sus magníficas películas Los duelistas (de 1977, basada en un cuento del gran escritor, Joseph Conrad), Gladiador (2000), El reino de los cielos (2005) y Robin Hood (2010). 

Pocos saben que Scott es un dibujante muy capaz, de manera que posee un ojo privilegiado para distribuir a sus personajes en el espacio, manteniendo un ritmo, digamos, cabalgante. Ejemplos son la picture road de 1991, Thelma y Louise, así como la tensamente frenética Black Hawk Down (2001). Esto le permite adelantarse a lo que podría suceder en el desarrollo de la trama y, por tanto, estimula la improvisación y admite el consejo de sus actores.  

En una entrevista concedida a la BBC de Londres asegura que sus bocetos podrían venderse muy bien en forma de cómics, cosa que muchos otros directores no pueden hacer. Con ello Scott le da cuerpo a los motivos e intenciones plasmadas en el papel, y ofrece a sus actores, fotógrafos, editores, músicos, posibilidades de movimiento mediante un storyboard elocuente a la vista. 

Algo que Scott ha tratado de evitar a toda costa es el “factor de la nalga dormida”, como lo llama él. Una película que ronda las tres horas de duración es mala señal para la espalda. No obstante, promete una versión más larga de Napoleón cuando la original deje las salas cinematográficas y pase a la plataforma de Apple TV+.  

Ha sido también testigo de los cambios drásticos en la tecnología que hace posible el cine. Gladiador la filmó con cuatro cámaras durante cinco meses de rodaje, Napoleón la realizó con 11 cámaras en 61 días, pues no tuvo que repetir innumerables escenas para conseguir la continuidad requerida en pantalla. El paso de lo analógico a lo digital, los novedosos efectos visuales, el número de cámaras a su disposición son herramientas que Scott ha sabido utilizar a su favor, cuidadoso de que estos impresionantes artilugios no se lo coman. 

Hoy, a sus 86 años de edad, nos ofrece un vigoroso, caprichoso, lírico fresco acerca de un personaje crucial en la historia de fines del siglo XVIII y principios del XIX, y la tormentosa relación que sostuvo con su amada, Josephine de Beauharnais. Se trata de una puesta en escena (la enésima), cuya duración es de 2 horas y 38 minutos. Pero, a diferencia de muchas otras, ofrece el refinamiento estético de un artista que sabe cómo ofrecernos poesía en movimiento sin distorsionar (mucho) el curso de la historia. 

Novelistas “puros”, como Conrad, a diferencia de los historiadores que incursionan en la ficción, entienden mejor que nadie lo que significa “licencia narrativa”. En cambio, los atribulados, histéricos académicos azuzan la polémica, como la que se dio hace unos días en los medios de Francia con respecto a la precaria fidelidad histórica que guarda la cinta. 

El diario Le Figaro pidió renombrarla como “Barbie y Ken bajo el Imperio”; la revista GQ afirmó que algo profundamente estúpido, torpe y cómico sin proponérselo resulta de escuchar a los soldados franceses entonar, en 1793, Vive la France con acento gringo; un conocido biógrafo del teniente segundo de artillería que llegó a ser emperador de media Europa la destrozó en Le Point, considerándola un burdo intento de reescribir la Historia, al ridiculizar a los franceses y ponderar la valentía y sagacidad de los británicos. 

En su acostumbrado tono sardónico, Ridley Scott respondió aseverando que existen 14 mil volúmenes escritos sobre el asunto de uno más sabio que el otro, lo cual significa que a la fecha ¡se ha publicado un libro cada semana desde que murió el corso revolucionario!  

Después de todo, se pregunta él, ¿alguno de estos críticos e investigadores estuvo presente en ese entonces? He aquí el quid del asunto. ¿Son los historiadores realmente imparciales? La memoria se distorsiona, se desvanece apenas han sucedido las cosas, solo quedan maneras de creer cómo fue en la cabeza de quienes estuvieron presentes, luego unos cuantos fragmentos en la memoria de quienes no estuvieron y solo vieron pasar esquirlas de lo acontecido.  

Y luego están los perseguidores de documentos, fechas, datos, testimonios, quienes responden a los intereses de la escuela a la que pertenecen, sin olvidar sus gustos filosóficos, políticos, estéticos. 

Es cierto que los acontecimientos se pueden reconstruir casi al dedillo. Pero siempre se necesitará de la imaginación que solo el novelista sabe exponer. Carlos Marx lo dijo de manera contundente: si quieren entender el 18 Brumario, lean sobre todo a los novelistas de la época. Ni siquiera el pintor oficial del bonapartismo, Jacques Louis David, respetó el “cientificismo” histórico; la historia la escribe, la visualiza, el que traga más pinole. 

Si el lector desea saber un poco más acerca de la controvertida figura de Bonaparte, puede consultar en Hipócrita Lector el número 18 de Mercurio Volante, en el que un notable historiador de la ciencia y la tecnología, colaborador nuestro, el doctor José Manuel Sánchez Ron, nos ofrece una semblanza muy poco conocida de dicho personaje, esto es, su gusto y comprensión de las ideas y descubrimientos científicos. 

“Aquí estoy, conquistando Egipto”, cita José Manuel al artillero, “como hizo Alejandro; sin embargo, me habría gustado más seguir los pasos de Newton”. 

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