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jueves, mayo 16, 2024

Censura y creación

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Acaso la pregunta más importante que un artista tenga que hacerse frente a la obra que produce (lo mismo si se trata de una película, una pintura, una sinfonía o una novela) sea su libertad intelectual, moral, vital, religiosa, política. Si bien la libertad total es una falacia, el artista sí que está obligado a desatarse de todos los nudos sociales para producir una obra duradera.  

Me ha cuestionado sobremanera este hecho debido al debate entre lo woke y la cancelación. Un debate que no podemos dejar de lado si escribimos o creamos en estos tiempos. Los escritores, decía Doctorow, el autor de Ragtime, trabajamos en el negocio de la libertad de expresión. Para él no se debe temer a la vigilancia -lo mismo del estado que de los ofendidos. Y esto viene a cuento porque, según el PEN Club de Estados Unidos, los escritores norteamericanos viven presas del pánico de la vigilancia. El 85% de los encuestados viven temerosos de la intromisión de las organizaciones policiales y de espionaje en sus vidas y en sus escritos, el 75% afirma que nunca habían estado tan asustados por la vigilancia y la sospecha del estado –no habrán encuestado a ningún sobreviviente del macartismo, claro-, pero lo más preocupante es que 18% afirma que no escribe ni habla ya sobre ningún tema polémico y el 11% dice que se lo piensa dos veces antes de encarar cualquier escrito o conversación que pueda levantar alguna sospecha. 

Por su parte, J.M. Coetzee ya había demostrado que la autocensura es la peor de las censuras. Su libro al que me he referido muchas veces, Giving Offense, es una constatación brutal de lo anterior. El reporte del PEN concluye que el miedo a ser dañados simplemente por investigar en internet ciertos temas polémicos previene a los escritores norteamericanos actuales de navegar en las páginas que puedan levantas “banderas” de alerta en los sistemas de espionaje de la vida cotidiana. Los temas que “evitan”, son los que tienen que ver con asuntos militares, Medio Oriente, África del Norte, encarcelamiento masivo, políticas sobre las drogas, pornografía, y un sinfín de etcéteras. Por ejemplo, ahora nos despertamos el sábado ante la atroz incursión de Hamas en Israel. Muchos escritores temen afirmar que están con Israel porque sienten que eso es ser anti-palestinos. Nada que ver. El reportero y escritor Trémoris Greko lo dijo bien en su cuenta de Facebook. Este ataque no es de los gazaítas ni de los palestinos, es de un grupo fundamentalista islámico que ha aprovechado su presencia en el territorio para aterrorizar a los propios palestinos. No les importan un bledo. Los usan, adoctrinan, manipulan e incluso desvían fondos para escuelas y hospitales para bombas y municiones. Estar con Israel sin dejar de criticar los excesos del propio país o de su primer ministro que ha exacerbado el odio es fundamental para un artista que siente que la libertad de expresión es su casa, no su coraza. 

William T. Vollman –polémico escritor que lo mismo ha escrito una moderna enciclopedia sobre la pobreza que libros enteros sobre migrantes mexicanos o la prostitución y la trata en el mundo, ha dicho en Harper que también tiene miedo, que lo han vigilado, espiado, acusado. “No tengo remordimientos. No tengo miedo por mí, sino por el modo de vida americano”. Más claro, el agua: tiene miedo por la libertad. No sólo la libertad de expresión –de la que los escritores deberíamos ser siempre garantes-, sino por las libertades individuales. 

¿Y los escritores autocensurados, que no piensan más en la libertad de expresión sino en sus cómodas vidas burguesas que ojalá no sean alteradas por el panóptico de la vigilancia electrónica? ¿Ellos qué, me pregunto? ¿De qué sirven? No creo que de mucho. Es la nueva torre de marfil, la autocensura. Lo verdaderamente paradójico es que de todas formas son vigilados –y castigados, si seguimos a Foucault-por su propia cobardía. Nadie se salva ya de la intromisión a sus vidas. El Gran Hermano –el capitalismo corporativo y financiero, feroz-se alimenta de tu historial de compras lo mismo que de tu historial de internet, es un algoritmo. Somos eso, los lugares por los que pasamos la vista mientras estamos en nuestros navegadores, las páginas y las redes sociales que nos estrangulan en lugar de liberarnos. La paradoja de la democracia global no es la igualdad económica, inexistente, sino la igualdad frente a ese ojo omnipresente que se entromete en nuestras vidas y espía su absoluta banalidad. Foster Wallace –antes de suicidarse-lo supo ver, aunque creyó que el monstruo estaba dentro del IRS, el gigante burocrático que vigila y cobra los impuestos. Estudiando su aburrida maquinaria en la novela inconclusa y póstuma el gran escritor buscó entender a ese dios aburrido y omnisciente. Ahora sabemos que no es allí, sino en la National Security Agency donde se oculta, apenas agazapado, el tedio de la absurda vigilancia de nuestros más mínimos movimientos digitales. 

Más que una reflexión, lo anterior quiere ser una provocación. 

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