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viernes, abril 26, 2024

La Amante Poblana 28

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Capítulo 28

Sexyseidi

 

Narda se apresuró a abrir la puerta. Senderos estaba del otro lado junto con dos ujieres. Uno cargaba una caja, el otro un bulto alargado negro.

 

–Licenciado Senderos, ¡venga para acá, tanto tiempo, carajo!

 

Narda le extendió los brazos y él, osco y esquivo, se metió en esos brazos que acabaron estrujándolo. Manuel no era para nada un tipo que se prestara a los apapachos. Era más bien como un felino arisco, seco.

 

–Ya, ya, reina, ni que fuera para tanto… ¿cómo has estado?

–¿Cómo me ves? Estupenda, buenísima como siempre, ¿o no?

 

Manuel caminó hacia el comedor y dejó sobre la silla más próxima una maletita donde siempre cargaba sus teléfonos, papeles importantes y dinero.

 

–A ver, don huevón, ponga usted eso allá en la cocina, y saque lo que hay dentro. Y usted, don viejo, desate eso y píquelo en su base. ¿Y dónde está la anfitriona?

–¡Voy, voy, un minuto!, gritó Anais desde su cuarto.

–¿Qué tanto trajiste, Manuel? Siempre tan espléndido, carajo. Eso nunca se te va a quitar, lo malo es que ya no me visitas, ¿pues qué mala cara viste en mi casa?

–Noo, te juro que no sé por qué de pronto ya no nos vimos. Más bien tú que te ocupas con tus machetes y te olvidas de los cuates. A ver, te veo bien. Pus la neta, la neta, sí te conservas, mi estimada.

–El amor, Manuel. El amor de mis chicos.

–¿Cuáles chicos? Puro vejestorio apestoso a brillantina Wildrot, o no me digas que ya andas de cougar.

–Se oye mal eso de cougar, querido,  digamos que me propino mis dosis mensuales de colágeno.

–¿Te inyectas o qué?

–No, querido, así se les dice ahora a los amantes jóvenes: colágenos.

–Uta mano, pero cuídate, reina, no te vayas a topar un yogurín garañón que te baje tus pesitos.

–¡Manuel, crees que soy nueva o qué! Me conoces; sabes que soy la mujer más marra del planeta. No, mis chicos vienen a mí porque les fascina que les enseñe cosas.

–Bueno, bueno, no entres en detalles que me da ansias. Yo no podría andar con una chamaca, francamente.

–No, pero sí con alguien a quien le lleves unos… que será, ¿20 años? Digo, tú sesentón con una de cuarenta, a esa edad las mujeres ya no estamos mensas…

–No lo sé, me da hueva. ¿Ya acabó usted de sacar las cosas, don Lino? ¡Tráigalas acá para que escojan las damas!

–Lic, ¿en dónde acomodo esto?

–Si quiere póngalo allá junto al boiler, ahí está bien, ¿no? ¡Cómo que donde, mano? ¿En dónde cree que pueda ir un jamón? Métalo al baño, si quiere, para cuando entre la gente a lavarse las manos y a mear diga “ay, pásenme el cuchillo para darle un llegue” ¡Pues en la mesa o ahí en el trinchador!

 

Narda se retorcía de la risa recordando el carácter tan peculiar de Manuel. Siempre ironizando y tratando de “don” a sus empleados, aunque después de ese “don” viniera un insulto. Pero a su gente le complacía trabajar con él porque, pese a su rudeza, era un jefe generoso y de gran corazón que nunca los mandaba a otro lado para comer, los trataba de igual a igual y si había motivos, les permitía replicar a alguna de sus necedades.

 

–Ay, ay, ay querido, ¡qué espléndido! Se me olvidaba que eras tan basto. Acá ni Anais ya tenía puesta la mesa con su jamón, pero bueno, ya que trajiste la pata completa, habrá que atascarse. ¿Y qué hay por acá?

–Abra usted el vino que le indique la señora, don Lino, se apendeja usted.

–Sí, licenciado. Dígame, señora, ¿cuál le gustaría?

–Ah, pues cómo cuál, este, este. Mire, ahí junto a los cuchillos está el sacacorchos.

 

Manuel daba de vueltas entre los sillones de la sala viendo la decoración del departamento. Narda se fue junto con el ujier a la cocina para llenar las copas y hablaba de algo que Manuel no alcanzaba a escuchar porque estaba embebido viendo las fotos de las mesas laterales.

 

–Esta niña se casó bien chavita. Sinceramente no sé qué le vio a este güey. Igual de guango que su padre, ¿no?

–Perdón, Manuel, no te oí. Toma, te serví una copa.

–No, reina, les traje a ustedes el vino. A mí me cae muy mal. Mejor sírvame usted un wiskito, don Lino. Con un hielo nomás. ¡Uno, uno, uno! no le vaya a poner dos porque se lo toma usted; uno, uno, si no me da la ronquera.

–Y cuéntame, Manuel. ¿Qué te has hecho en todos estos años?

–Chambear a lo perro como siempre, aunque no me lo creas.

–¿Sigues llamándole por teléfono a tu gente a las 4 de la mañana  como si fuera mediodía?

–Jajajaja, ¿cómo sabes eso si nunca estuve en tu casa hasta esa hora?

–Todo el mundo lo sabe. Workaholic..

–No, ya no. Le he bajado mucho a mi intensidad, ¿verdad don viejo?

 

Sus secretarios asentían desde la cocina con una mueca digna de aquel que está dando el avión.

 

–Oye, tú, acá entre nos… Lupe odia a nuestra amiga, pero la detesta en serio. Hace rato me habló mi contraparte para decirme que la vieja no quiere negociar nada, se me quiere ir a los chingadazos. ¿Pues qué sí hizo sufrir mucho al Fernandito?

–Para nada. Fersito y ella tenían sus acuerdos. Jamás los vi reñir. Es cierto lo que dices, que era un guango como el babotas de su papá, pero Anais lo que hizo fue espabilarlo un poco, cosa que Lupe no toleró. Ya sabes que a esa loba disfrazada de oveja le gusta ser la que manipule a todos y con mi niña se topó con pared.

–Entiendo, y luego con una institutriz como tunas verdes, ya me imagino. Le has de haber dado unas clases magistrales. Pero ni digas nada, porque bien que anduviste tus añitos con el babotas del Fernando papá. Qué hueva, nadie nos podíamos explicar qué hacías con ese Susanito Peñafiel.

–Jjajaja, qué malo eres, Manuel. Sí, sí, era bastante collón y súper apoblanado, pero tenía sus secretos.

–O sea, estaba bien dotado el putón.

–Algo así. Por algo me entretuve tanto tiempo ahí.

–Quién lo viera; me cae que caras vemos….

 

La puerta de la habitación de Anais se cerró aparatosamente y se empezaron a escuchar sus pasos sobre la duela del pasillo. Cuando llegó a la sala, se encontró con Manuel y Narda sentados y platicando caldeadamente.

Manuel dejó su trago sobre la mesa lateral, pero por la brusquedad del movimiento, tiró la foto de bodas y el wisky se derramó sobre el marco.

 

–Manuel, ¿qué trajiste? ¿Qué es todo eso?

–Reina, primero déjame saludarte y decirte que tienes un extraordinario gusto, por lo menos para los cuadros, porque para los hombres…

–Jajaja, Manuel. No es cierto eso. Tú qué sabes.

 

Se saludaron de beso en la mejilla, absolutamente casual. Ella pensó que el abogado le daría un recorte de pies a cabeza, sin embargo, pareció ignorar por completo su arreglo.

Anais volteó a ver a Narda un poco nerviosa porque ella le había aconsejado ponerse la boca roja, cosa que nunca hacía. Se sentía extraña, disfrazada.

 

–Ay, pero qué guapísima mi amiga, ¿no crees Manuel?

–Siempre anda impecable.

 

Pero Manuel seguía sin escanearla como ella pretendía. Parecía como si su aspecto fuera de lo más ordinario.

Se sentó en el sillón junto a Narda, frente a él, y continuaron hablando sin parar de lo aburridos que eran los Amaro.

Anais se levantó de súbito y fue hacia la cocina; no había reparado en la presencia de los ayudantes del licenciado.

 

–Ay, muchachos, me asustaron. ¿Qué hay por acá?

–¿Gusta vino, licenciada?

–Jajaja, sí, sí. Muchas gracias, pero no me digan licenciada, se oye rarísimo.

–Es que así les dicen a todas las señoras estos zonzos. No es licenciada, niños, es maestra, díganle, maestra a doña Señora.

–No es cierto, no se preocupen. Anais está bien.

–Te traje unos vinos y una pata de jamón, reina. Ya vi que coincidió con lo que tenías puesto en la mesa.

–Manuel, te excediste. ¿Qué es todo esto? Me viste cara de damnificada o cómo.

–No, es para que tengas ahí de reserva.

–Bueno, pues entonces tendré que convocarlos más seguido porque acá no entra nadie más.

 

Narda se levantó para seguir a Anais y servirse otra copa. Manuel la imitó, pero antes de llegar al comedor se quitó el saco y lo dejó sobre el sillón.

 

–¿Nos sentamos ya?, digo, para ir picando y estar más cómodos, añadió Narda.

–¿Dónde me toca?, terció Manuel.

–Si quieres en la cabecera, eres el único hombre.

–Ya oyeron, canijos. Que dice la señora Anais que se vayan ya.

–No, no. Yo no dije eso.

–No, es broma: a ver don Lino, váyanse a echar unos tacos o algo y yo les marco para que vengan a recogerme. Pasen acá las botellas de vino para no tenernos que estar levantando.

 

Los asistentes del licenciado se retiraron. Narda tomó el cuchillo y le levantó la primera capa de grasa de la pierna.

 

–Mmmm qué buena pata, Manuel. En serio te luciste. ¿Anais? ¿Te sirvo?

–Ya, claro.

–A ver, Manuel, dame tu plato.

–No, no, yo ahorita. Déjame acabarme mi trago primero. Coman, la traje para ustedes.

 

La conversación giró en torno de la añeja amistad entre Narda y Manuel. Anais no estaba fluyendo como siempre. Sintió que había sido un despropósito ataviarse con aquel vestido y traer los labios tan rojos era el pináculo de su repentina inseguridad. Pensaba en lo que estaría pensando Manuel. ¿No le gustó? ¿Le había dado lo mismo? ¿No le había dicho su amiga que, al vestirse de ese modo, Manuel no podría dejar de mirarla?

Todo lo contrario, Anais sentía que Manuel estaba absolutamente concentrado en la charla pícara de Narda, cuando de repente se cachó a sí misma atípicamente callada, bebiendo demasiado rápido para no participar.

Se levantó a la cocina para traer hacia la mesa una jarra de agua, cuando al fin, Manuel dio señales de cierto interés en ella cuando comenzó una canción.

 

–Tenía años sin escuchar esa canción. Fíjate que nunca me volvieron loco los Beatles; se me hacían medio noños, pero mira, qué gran tino que cuando te paraste empezó a sonar Sexy Sadie. Te quedó al tiro, reina. ¿Apoco no se ve bellísima tu carnalita, querida Narda?

–¡The world is waitting just for youuuuu! –canturreó Narda mientras alzaba su copa y, como siempre, sus senos decidieron rebelarse ante la resistencia de la camisa. Manuel Arqueó las cejas al ver la escena de la camisa– A mí mis amigos me decían la “Sexyseidi” en la preparatoria, aunque lo dude acá el abogado.

Anais sonrió maliciosa de espaldas a ellos y sacó el agua del refri pasando la lengua sobre sus labios para darles lustre.

Dio media vuelta y se encontró con los ojos de Manuel mirandola directamante hacia esa leve avertura del vestido por donde se asomoaba apenas un fragmento tímido del herraje dorado del liguero.

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