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viernes, abril 26, 2024

Maximiliano, el Tragón

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Héctor Gil (Candelilla)

 

En su época, las monarquías europeas eran sólidas y existía un sentimiento llamado “nacionalismo”. Por lo que cada casa imperial defendía sus costumbres “nacionales” a capa y espada. 

La casa Habsburg en Viena tenía una especie de corporativo que dictaba en los castillos y propiedades oficiales de la monarquía elementos como la decoración, los banquetes y por supuesto, los platillos emblemáticos que se consumían. 

En el caso de Maximiliano, el desayuno se hacía al terminar su cabalgata (sobre las 7:00). Le gustaba tomar chocolate de agua (en el siglo XIX se preparaba además con un poco de masa para darle algo de espesor) y un par de bollos vieneses (panecillos de leche). 

El almuerzo vendría sobre las 9:00, justo antes de salir hacia la plaza mayor. Se ofrecían platillos de origen austrohúngaro con un marcado afrancesamiento (casi metido con calzador). Resaltaban los consomés con knödeln (de papa o sémola), los huevos tibios con sus guarniciones y las crepitas deshechas con crema de queso y coñac (pariente cercano del actual kaiserschmarrn austriaco). 

Por la tarde, de regreso al castillo, la comida era el momento de mayor cantidad de alimentos; se solían comenzar las comidas (en las que siempre había invitados) con ensaladas frescas en tiempos de calor (marzo a junio) y consomés o sopas compuestas en lluvias (julio a noviembre). 

Se presentaban los platos de caza o de lechón, ternera o carnero. En salsas extraídas de los jugos del animal, a la francesa. Los acompañamientos solían seguir la tradición austriaca de los knödeln, gachas de sémola, verduras torneadas o incluso (por petición de Maximiliano) calabacitas tiernas con sus flores. 

El momento predilecto de Maximiliano era fumar un tabaco y beber coñac, era también el espacio propicio de dialogar más en corto temas de interés político (no le gustaba hablar de cosas serias en la comida). 

Por la noche, si no había recepciones o cenas oficiales, la cena se limitaba al chocolate o café con bizcochos y mermeladas, pues él era muy aficionado al cacao y gustaba del Magnolia; una génoise enriquecida con cacao y avellana hechos mantequilla en el metate. 

A pesar de que la casa Habsburg decidía las comidas, Maximiliano tuvo una gran afección por los sabores de México. Pretendía llevar muy bien su papel de soberano y sabía de la importancia de conocer a fondo el folklor de sus súbditos. 

A pesar de que el primer contacto con el picante y el mole fueron difíciles, haber dedicado casi 16 meses a viajar por el país le generó una gran curiosidad sobre nuestra botánica e ingredientes. 

En su llegada a México, al pasar por Puebla dijo sobre el mole y el pipián: “Son sabores poco amigables que requieren adaptar al cuerpo y al paladar, como la mostaza inglesa y el queso suizo”. 

Pero esto cambiaría con el paso de los pueblos, de los picnics, de las visitas a cada hacienda y de su desmedida curiosidad antropológica. Maximiliano solía tomar un copioso bocado de medianoche (lejos de la vista de la sociedad) y gustaba mucho de pedir que le prepararan lo que habían tomado los sirvientes. Tenía un particular afecto por el adobo dechiles secos, las tortillas de comal y las salsas delicadas como el pipián de semillas de melón. 

En el campo de las frutas, Maximiliano amaba disfrutarlas en los jardines de Olindo (jardín Borda), en Cuernavaca. Hay registros de su petición de piña fresca de forma recurrente, pero el que robó su corazón siempre fue el mamey. 

Por otra parte, Maximiliano comprendió en sus viajes la importancia del pulque en su época y destinó una parte importante de su tiempo de descanso en investigar más sobre sus propiedades, su gente hizo destilaciones y análisis para determinar la pureza de sus alcoholes. 

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