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sábado, abril 27, 2024

Los senos de Dulchi

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Varios lectores me han preguntado sobre el destino de Dulchi, una vecina que llegó durante la etapa más dura de la pandemia, al fraccionamiento donde vivo, con una insolencia absoluta. 

Rescato de mis archivos estas líneas que escribí sobre ella en esos tiempos, y luego pasaré a narrar lo que vino después: 

Este martes por la tarde apareció Dulchi, mi nueva vecina, muy quitada de la pena, y muy quitada también del cubrebocas. 

Muy quitada de todo, de hecho. 

Por su muro de Facebook me enteré que tras salir positiva de Covid se declaró lista para enfrentar ese peligroso virus sin cuidado alguno. 

Eso implica que llevará su desafío como un etarra en Bilbao desafiando a la monarquía española y a la República. 

Es decir: sin tomar paracetamol, acetaminofén o iboprufeno. 

No se lavará las manos ni recurrirá a ese higiénico, pero espantoso verbo: sanitizar. 

No usará cubrebocas ni sostén. 

(Esto último me lubricó el alma y me pareció acertadísimo). 

No llevará un gel en su bolsa Ricky de Ralph Lauren. 

No se lavará la cara ni guardará la sana distancia. 

En pocas palabras: hará lo que todo López-Gatell que se precie de serlo haría en una situación similar. 

(Un vecino me dijo, por cierto, que su primo —el epidemiólogo— le ofreció una vacuna de las que acaban de llegar a México para el personal médico que atiende en los hospitales Covid, pero ella rechazó dignamente la oferta). 

Al aburrido de su esposo quiso someterlo a sus extravagancias, pero resultó inútil. 

El hombre prefirió internarse en el hospital Ángeles pagando una fortuna por el tratamiento y una eventual intubación. 

(Intubar, ufff. Otro horrible verbo puesto de moda en esta temporada de Covid). 

Al tiempo que espero los próximos movimientos de Dulchi López-Gatell, la veo pasar por todo lo alto con su Covid a cuestas a unos pasos de mi casa. 

Va, muy Margarita Gautier, sin cubrebocas y sin sostén. 

El espectáculo oscila entre el horror y la fascinación. 

No sé qué hacer con ella, aunque lo intuyo. 

(Suspiros). 

Tras ese brutal desafío, Dulchi enfermó gravemente y el murciélago de Wuhan se la fue chapando a todo lo largo y lo ancho. 

Cuando entendió que el mundo no se movía al ritmo de sus senos, por fin se puso un cubrebocas (y un sostén). 

Demasiado tarde: su saturación era de menos 70. 

El marido la llevó al IMSS donde otros murciélagos con bata la dejaron exhausta. 

Al tercer día de su ingreso, un cura de pueblo le dio los santos óleos. 

Hoy, Dulchi es sólo un recuerdo efímero de lo que algún día fue la pandemia que acabamos de dejar. 

Sus senos, por fortuna, fueron donados a la ciencia para que en un futuro cercano una nueva Dulchi pueda pasearlos como su dueña original lo hizo. 

Descanse en paz quien nos dio tanto a cambio de nada. 

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