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lunes, abril 29, 2024

La literatura carnal de José Agustín

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Se dice que la violencia criminal y la crisis de los valores sociales conforman una tendencia literaria hoy en día. Pero se trata de vino tierno en vasijas antiguas. No son originales para la literatura esos ambientes y tramas sangrientos, llenos de traiciones, por desgracia.  

Ya Manuel Payno, Vicente Riva Palacio, Manuel Gutiérrez Nájera, Francisco Zarco, Luis Spota, Carlos Fuentes, José Agustín y Fernando del Paso, cada uno en su momento y en su estilo, se ocuparon de evitar que los lectores pierdan la memoria de ciertos hechos dolorosos para la sociedad. 

También se asevera que el humor es una característica novedosa. Nada más lejos de la realidad, pues desde tiempo atrás existe una notable tradición por elevar la picaresca al rango de gran literatura.  

En el siglo XVII Sor Juana y Carlos de Sigüenza atemperaban su neurosis barroca con el humor sardónico; en el XIX hicieron lo suyo Vicente Riva Palacio, José T. Cuéllar; en el siglo XX exploraron la socarronería Jorge Ibargüengoitia, Carlos Fuentes, José Agustín, Parménides García Saldaña, Juan Villoro, Daniel Sada, Luis Zapata. Todos emplearon en su literatura el humor en diversas formas y tesituras, de la ironía a la burla insana.  

Otro clisé considera a algunos novelistas de los años de 1960–1970 como “literatos de la onda”, término acuñado por Margo Glantz, profesora universitaria de literatura mexicana y escritora. José Agustín, quien es un individuo intolerante, en particular con las actitudes esnobistas, detestó esta etiqueta. Es justo decir, porque me consta, que Margo trató de encasillar a lobos esteparios como el mismo José Angustias y el frenético García Saldaña de una manera inocente, honesta, si bien precipitada. Love in vain. 

La potencia narrativa de José Agustín radica, sobre todo, en haber aprendido a leer al novelista norteamericano J. D. Salinger; a replicar de forma magistral la indomable furia de Guardián entre el centeno, Franny y Zooey y Los Nueve Cuentos. Relatos del guerrerense como Inventando que sueño y Cerca del fuego son joyas que nos muestran el endemoniado acontecer humano, su cruel ternura; la novela Se está haciendo tarde resulta ser un periplo modernista, el canto tragicómico a un Acapulco dantesco, irrepetible. 

En lo personal, haberlo leído a temprana edad significó un catalizador de la imaginación; me contagió del primer impulso franco, diáfano, incorruptible (o debería decir, inrockuptible) de contar historias como un bálsamo ante el dolor provocado por el embate del fascismo y el oscurantismo. 

No puedo olvidar una breve serie de programas televisivos que él produjo con el nombre de República de las Letras, donde se pitorreó de los intelectuales de cuello duro y líquido anodino en su pluma, rucos de espíritu. Fue odiado por embutidos periodistas; conoció un mundillo mentes enredadas y comportamiento pintoresco, donde supras e infras goliardos se disputaban el cetro de la estridencia.  

Por cierto, otro clisé es considerar estridente la obra literaria de Agustín, afirmación insulsa. La misma ligereza con la que Glantz echó la estética narrativa agustiniana al saco roto de la onda, algunos pajaritos del intelecto quieren ver gimnasia donde hay magnesia. Como buen ludófilo, Agustín supo saborear cinco de chocolate y una de fresa sin chorrearse. 

Cuando lo invité a escribir algo para Crines, lecturas de rock, vino a mi casa a comer, pues, entre otras cosas, quería conocer mi colección de LPs. Pasó la vista de águila por el jazz, el free jazz, la música concreta, la música clásica, romántica, modernista, se saltó el Huapango de Moncayo y se dirigió sin más miramientos al rock. “No se tarda uno tanto en recorrer tu discoteca”, me dijo, “pero puedes quedarte semanas deleitándote con cada álbum. No sobra nada, no falta nada, manito”.  

Y es que el rock le llegó como un relámpago (escribió en Crines), sin que se diera bien cuenta. Contaba 11 años cuando lo sedujo irremediablemente la versión de Bill Haley y sus Cometas a la pieza clásica de Freedman y Myers, Rock Around the Clock, lanzada en mayo de 1954. “No tenía ninguna duda de que había nacido para ejecutar el rockciano”, exclamó.  

Para el libro Crines necesitábamos fotos de los autores, así que mi familia y yo lo visitamos en Cuautla. Carmen Landa le hizo retratos memorables, hubo sopa de la milpa y tamales recién cocinados; junto con Margarita, su esposa, y sus hijos, entonces unos niños, pasamos una tarde sabrosa escuchando Grateful Dead y Jefferson Airplane. 

Hicimos migas gracias a una pasión compartida por el legendario grupo Lovin’ Spoonful. Coincidimos en que palabras mayores era la obra de Frank Zappa. Confesó que dejó de seguir las novedades musicales en 1974, aunque continuó parando oreja a algunos destellos en medio de la debacle promovida por la disco y demás basura sentimental. 

Así que las novelas y cuentos de este vagabundo del dharma no responden a ninguna onda (¿cuál, maese? ¡Dímelo y te levanto una estatua!). Se trata en realidad de una literatura carnal, profunda, desgarradora, salpicada de risas estentóreas entre prisiones, carreteras, atardeceres frente al mar, agandalles, gestos solidarios, amaneceres infernales en las ciudades desiertas, ritmo, sobre todo mucho ritmo. 

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