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sábado, abril 27, 2024

Dar clases

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Comienza el año. Comienza el semestre. Estudiantes y profesores han retomado sus actividades escolares después de la pausa decembrina… Nada más en Puebla, nada más en educación básica, casi un millón cuatrocientos mil estudiantes han regresado al aula, ese “espacio complejo en el que ocurren muchas cosas que no vemos”, como dice Daniel Cassany en El arte de dar clases (según un lingüista) publicado por Anagrama en 2021. Un libro con nueve capítulos que ha sido bien recibido, como era de esperarse teniendo en cuenta al autor y a la editorial. En año y medio alcanzó cinco ediciones en español. 

¿Qué implica dar clases? Para empezar, angustia, formación, planificación, preparación y gestión del estrés. “Cada curso, en el momento de entrar en clase por primera vez, sentimos cierta angustia”, sin importar cuánto tiempo haya pasado desde que uno se estrenó en la docencia, recuerda el profesor de la Universidad Pompeu Fabra. Hay que pasar horas en la biblioteca de la institución o “gastarse el dinero construyendo poco a poco una biblioteca personal”.  

Al rememorar su trayectoria, apunta que decidió escribir para tranquilizarse y reconoce que “el diario de clase aprovecha el poder epistémico de la escritura para reflexionar sobre la práctica educativa”. No hace falta decir mucho al respecto, porque en el ámbito educativo se sabe de sobra —a partir de la obra de Donald Schön— que la práctica reflexiva y la reflexión sobre la práctica están en la base de la comprensión, la formación y la transformación de la docencia. 

Es lógico pensar que, si habitamos un mundo cambiante y las ciencias de la educación se desarrollan al igual que otras disciplinas, el arte de dar clases se renueva casi naturalmente. Si alternan los partidos políticos en el gobierno variando la retórica, si las canciones pasan de moda y se olvidan, si la inflación se dispara y hasta el salario mínimo aumenta, es imposible que la práctica de los profesores permanezca inmutable curso tras curso.  

“En definitiva —señala Cassany— dar clase hoy no significa dar lecciones magistrales, sino planificar actividades para que los alumnos usen la lengua. Esto significa situar al aprendiz en el centro de la clase y asumir que nuestro rol consiste más en gestionar la dinámica, curar los contenidos (elegir y adaptar los más apropiados para ellos) o mediar los significados (mostrarles cómo los deben utilizar”. Mañana significará algo diferente porque las experiencias serán otras y pondremos nuevas realidades sobre la mesa. Pero no debemos olvidar las lecciones ya aprendidas, entre ellas que “hablando poco conseguiremos que los alumnos aprendan más”. 

Desde luego, para dar clase no basta con pararse frente a un grupo de estudiantes y exponer un tema. Si así fuera, la profesión no sería tan desgastante (se estima que después de los médicos y los policías, el profesorado experimenta los niveles más altos de burnout y depresión). Tampoco sería tan apasionante y, en muchos casos, gratificante. Hay que contagiar el gusto por la ciencia, adaptar el currículum a las características de los alumnos, negociar los significados (y el poder). 

“Hay que tratar al aprendiz de igual a igual”, reconocer que “cada aprendiz trae su carácter a clase” y aceptarlo. Hay que anticiparse a las dificultades. Trabajar en equipo a sabiendas de que no se trata de repartir el trabajo o delegarlo, sino de “una filosofía educativa y un modelo metodológico”. Y como no son extraños los desencuentros cuando se busca la cooperación, también hay que desarrollar habilidades para la mediación y solución de conflictos.  

Hasta aquí lo fácil. Luego, hay que hacerse entender. “Dar clase es conseguir que 30 aprendices hagan a la vez, con coordinación, acciones complejas como formar pareja o grupo; asumir un rol particular; negociar con los compañeros; leer y resolver un ejercicio; anotar en un cuaderno algunos datos, decir o callar otros, deducir los que faltan… No es sencillo. Para nada”, reconoce Cassany.  

Hay que diseñar las instrucciones, distinguiendo la consigna de las condiciones. Hay que dar la instrucción de forma asequible. Hay que lograr que los aprendices se autorregulen. Hay que usar la palabra y también el lenguaje no verbal. Hay que dominar el espacio, combinar el tacto y la mirada. Dejar que el gesto diga y responderlo. Ya después se podrá enriquecer la experiencia y potenciar el aprendizaje con el uso de las tecnologías digitales… y a pesar del furor que ha desatado la inteligencia artificial generativa es importante decir que aún “hacen falta recursos tecnológicos, algoritmos analizadores y programas para visualizar datos de manera comprensiva. Todavía hay mucho camino por recorrer”. 

Exacto. Dar clase es ayudar a otros a comprender el mundo y a hacerse cargo de su libertad. “Quien no sabe leer difícilmente podrá vivir en plenitud en el actual universo letrado”, dice el autor de La cocina de la escritura y Afilar el lapicero. Y no es poca cosa lo que dice si pensamos que se han incrementado los años de escolaridad y se mantienen altos índices de analfabetismo. Dar clase es ceder la palabra y dejar hablar. Dialogar, conversar, platicar para aprender. Sin embargo, “no es fácil hacer hablar al alumnado, que quizá proceda de una cultura de silencio y clase magistral. La vergüenza, el miedo, el temor al ridículo o la falta de experiencia provocan que muchos digan claramente: ‘no me gusta hablar en clase’”. También hay que invitar a escribir para aprender, cosa nada fácil: “según los especialistas redactar un escrito de dos páginas (coherente, cohesionado, adecuado) es tan complejo como llevar la contabilidad de una tienda, coreografiar un baile o diseñar una casa”. Vale. Dar clase también es evaluar con justicia y llevarse bien con todos. 

El libro se lee rápido y se disfruta. Recuerda, más allá de la complejidad de la Educación, que estudiantes y profesores, mujeres y hombres de nuestro tiempo, debemos estar a la altura de los retos que se nos presentan sin ofrecer respuestas simples a problemas múltiples aristas, siendo fieles a la historia, por un lado, y cultivando una mirada prospectiva, por otro, sin separar la escuela de la vida cotidiana. Una tarea de tal magnitud requiere, sin duda, talento, experiencia y formación. Pero, sobre todo, participación. 

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