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viernes, abril 26, 2024

La Amante Poblana 18

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Capítulo 18

LA CAVA DELATORA

 

Parecía haber pasado un mes, pero sólo fueron tres días.

El velorio había sido un viaje alucinante. Lidiar con el despecho de la suegra, con las vociferaciones del respetable público que asistió al funeral más por morbo que por un sentimiento de verdadera pérdida; las palabras y pedradas del cura, y una cierta  y nueva agitación cuando llegó Senderos.

Fernando no tenía en vida tantos amigos. Anais se había encargado de hacerle ver con el tiempo que menos siempre es más.

Los que fueron realmente querían atestiguar el espectáculo de la miseria ajena: el performance de una madre que sufría por su hijo muerto, y al mismo tiempo agitaba una bandera roja, una advertencia.

La mitad de los curiosos se congregaron también para enterarse de las diferentes versiones de los hechos: pensaban que, de pronto, iban a apersonarse los narcos.

En Puebla se sabe inmediatamente quién se ha ido por el camino fácil. Una cuestión de kilos, monogramas y metros cuadrados de cemento. Y de la aparición repentina de autos de alta gama en garajes que antes albergaban sólo modestos Volkswagen.

 

Dos días que dejaron a Anais con los nervios de punta.

Al tercero amaneció vestida con la ropa del velorio sobre su cama conyugal. Se levantó con ganas de que todo aquello hubiera sido una pesadilla. Pero era cierto: Fernando habitaba en el pasado. Un pasado que le había acomodado bien gracias a sus habilidades a la hora de negociar, tanto familiar como profesionalmente.

 

Se dio un baño y contestó el mensaje que había dejado en visto, el de Pedro.

“Entiendo que los ánimos estaban muy caldeados y por eso arremetiste contra mí. Todo eso lo puedo comprender, incluso tus miedos rancios de salir o no del closet. Lo que no me cuadra es cómo si creías conocerme tanto, tuviste que armar una puesta en escena tan infantil para revelármelo. Te lo hubieras ahorrado. No eres ni el primer ni último amante que tengo con masculinidad frágil. Pensé que tu inteligencia te precedía. Me equivoqué. No pasa nada. No tengo un mal sentimiento hacia ti, sin embargo, yo necesito un hombre que, aunque lleve faldas, las tenga bien puestas. Ahora no estoy en disposición de discutir ni aclarar nada. Lo único que me interesa es que las aguas retomen su nivel y para eso debo prescindir de toda distracción que me genere ruido o estrés. Cuídate”.

 

En el piso de la entrada del departamento había una buena cantidad de sobres y tarjetas ridículas que enviaban los políticos dando el pésame. Anais tomó el altero y lo aventó al boiler antes de regresarlo a piloto.

 

No recordaba bien cómo o quién le había devuelto las pertenecías que llevaba consigo Fernando: su cartera, el celular, su reloj de mano.

Tomó el celular e intentó abrirlo aunque no se supiera la contraseña. Nunca había tenido la curiosidad de hurgar en su teléfono puesto que eso lo hacen, por lo general, las mujeres que intentan cachar en alguna movida a sus maridos. A ella no le preocupaba en lo más mínimo si Fer salía con alguien o si se texteaba mensajitos calientes con alguna empleada o si era asiduo a puteros como sus compadritos. Pero dadas las circunstancias, quería saber cuáles habían sido sus últimas llamadas, con quién. Indagar en las conversaciones pasadas… ¿en dónde había estado el error? ¿A quién le quedó mal o con quién se había involucrado al grado de ser objeto de una ejecución? y lo más importante, si ella corría peligro.

 

No hay esposa que no sepa o intuya al menos lo que hace su marido.

Los últimos tres años habían sido cruciales en la vida profesional de Fernando. Casas y casas que levantaba en meses, y no cajitas de leche, sino verdaderas mansiones. Todo el dinero en efectivo. Un tren de vida que rebasaba por mucho lo que, de estar dentro de lo legal, un arquitecto cualquiera se podría dar.

Nunca preguntó. Nunca vio gente rara en su casa, aunque sí alcanzó a ver de pronto comitivas de camionetas blindadas llegando al estacionamiento del despacho, sin embargo, a esos personajes no los recibía ahí, más bien, luego del desfile de Suburbanes prietas, él tomaba su saco y bajaba al estacionamiento; tomaba su carro y el desfile se retiraba tras él.

Solamente en una ocasión Anais increpó a Fernando. Una tarde cuando estaban cenando en un restaurante de carnes, de repente se les fue a instalar a la mesa un norteño. Se sentó sin pedir permiso. Fernando se puso algo nervioso, pero trató de disimular. El hombre pidió que mandaran a su mesa el vino más caro que hubiera en el lugar. El sommelier llegó con un Petrus. Anais se sorprendió, miró de reojo a su marido. El norteño le hablaba con camaradería, con demasiada confianza. Le dijo: “Oye, compa, pues hasta que se me hace conocer a tu señora esposa. Anais, ¿verdad? Ella asintió pateándole debajo a Fernando. Ah, pues es de que acá mi Fer es muy envidioso con sus bisnes, pero ya anduve indagando y me dijeron que tú eres muy picuda para decorar las casas. ¿No te ha invitado Fernando a que vengas a conocer la que me está haciendo?

Anais, insólitamente tímida, sólo sonrió y negó con la cabeza mientras daba el primer trago al vino. ¿No te ha dicho ah? Bueno, pues la próxima semana que nos veamos en la obra que te lleve, que no sea ojeis. Ya estamos terminando y quiero que mi casa sea la más padrota de toda Puebla. Allá los espero”.

Anais se ruborizó y volvió a asentir esbozando solo una sonrisa nerviosa.

El norteño se levantó y se fue seguido de sus guaruras, que permanecían sentados en una mesa aparte de la que él había estado.

Cuando tuvo la certeza de que todos los personajes se habían trepado en las trocas, Anais encendió un cigarro y le dijo a Fernando: Aguas. Yo no quiero tratar con estas personas. Es más: nunca se te ocurra mencionar mi nombre.

Fernando le aseguró que no se trataba de nada malo. “No es lo que crees. No todos los norteños son malandros”.  Anais apagó su cigarro y volteó los ojos hacia arriba, señal innegable de que no le creía nada.

Pidieron la cuenta. El mesero se acercó y les informó que ya había sido pagada por el señor que acababa de retirarse.

Ah, añadió el mesero, permítame un segundo porque el capitán quería comentarle algo.

Anais respiró hondo y comenzó a masticarse las uñas con ansiedad.

El capitán llegó a la mesa con una cajita azul en las manos.

–Arquitecto: el señor Pastrana me encargó que antes de que se retiraran les entregara esto. Es para su esposa, la señora Anais.

–¿Qué es?

–Es la llave que les damos a nuestros clientes VIP; el señor me pidió que le diera el nombre completo de su esposa para mandar a grabar su nombre en la cava que le acaba de obsequiar; esta es la llave. Lo que sea de cada quien, mi arqui, es un regalazo: me pidió que se la llenara con sus mejore licores y wiskis, y que siempre tuviera este vino que se acaban de tomar.

–Capitán, le agradezco mucho, pero no la quiero, dijo Anais.

–No, señora, el señor Pastrana no me va a aceptar esa explicación.

Fernando tomó la caja, le agradeció al capitán y le extendió en la mano una generosa propina.

Al subirse al carro, Fernando…

–Te la regaló. La aceptas y ya. No le veo problema. Aparte nada es verdaderamente gratis ni un regalo; yo le he dado mucho a ganar.

–Ah, ah, ah… ¿Cómo está eso?

–Mira, tú disfruta la cava y ya. Tus amigas se van a cagar cuando la vean. Eres la única mujer que se pone sus moños con un regalo así.

–No me pongo mis moños. Solamente te repito lo que te dije ahí adentro: no menciones ni mi nombre. Y no regreso a este restaurante nunca, puedes bebértela tú con los parásitos del golf.

–Ni modo, como que se le olvidó al capi y ya no insistió en lo de tu nombre para grabar la placa de la cava.

–Ni se te ocurra hacerlo. Es de lo más new rich que hay. Eso y la nacada de que te graben los cuchillos con tu nombre como si fueras un Zar ruso son mamonerías de poblanos wannabe.

–Le tengo que dar tu nombre para que no diga que fuiste una pelada.

–Ah ya sé: dale el nombre de tu chingada madre y ya. Asunto resuelto. Ella feliz de que sus amigas vean que tiene una cava. Como si fuera en el Maxims y se le hubiera regalado Dodi Al-Fayed, solo que acá va a estar en el Emiliano`s y se la regaló un…

–¡Te quieres callar ya!

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