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martes, mayo 7, 2024

Columna en la que no se mencionan jamás los apellidos de Gertz Manero

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Un fiscal acorralado es como un tiburón blanco en busca de un lobo marino. 

El lobo marino es la obsesión de éste. 

Sueña con él, piensa en él —si esto es posible—, se obsesiona con él. 

Pero los tiburones blancos se caracterizan por atacar no sólo lobos marinos sino también a otros mamíferos, algunos peces, ciertos botes o kayaks. 

Incluso, redes de pesca, aves y personas.  

Un fiscal obsesionado es como un tiburón blanco en cuanto a la rapidez, la agresividad y el vigor de su ataque. 

Salta incluso fuera del agua para capturar a su presa. 

En algunas ocasiones, los tiburones —o el fiscal— atacaron una colchoneta inflables de color amarillo. 

Obviamente, dicen los especialistas, ésta no tiene ninguna similitud con la silueta de un lobo marino.  

Una posible explicación a este hecho es que las aguas que rodean las islas están relativamente limpias (sin algas) en alguna época del año y, por lo tanto, todo lo que los tiburones ven puede ser considerado un lobo marino. 

El fiscal y los tiburones blancos no atacan objetivos ni muy pequeños ni muy grandes.  

El tamaño anhelado siempre es similar al de un lobo marino (de entre uno y tres metros), por lo que se deduce la importancia del sentido de la vista para discriminar los objetivos en su estrategia de depredación. 

Últimamente, el fiscal ya no busca lobos marinos. 

Menos aún colchonetas inflables amarillas. 

Busca, por lo pronto, no ser crucificado este miércoles cuando tenga que comparecer ante los senadores. 

Vela bien sus armas. 

Pelotea con Juan Ramos, su segundo a bordo, para trazar los posibles escenarios. 

Sabe que la actitud de sus antiguos aliados —los ministros de la Corte— no fue gratuita. 

Ese cambio de ruta en el tema que lo desvela y ocupa —el caso de su cuñada y la hija de ésta— lo tiene francamente preocupado. 

Y es que sólo hay alguien en este país que puede mover los hilos de la Suprema. 

Y ese alguien es quien lo defendió la semana pasada. 

El tiburón blanco que despacha en la Fiscalía General de la República ya no quiere lobos marinos. 

Ya ni siquiera busca aves, peces o kayaks. 

Quiere, en este momento, una señal que le permita saber qué ocurrirá en el acuario del Senado de la República, donde sus pasos lo llevarán, este miércoles, a algo que bien podría ser una emboscada. 

Ufff. 

Cosa difícil ser un tiburón blanco en estos días. 

Cosa verdaderamente complicada. 

Trama en la que El Bronco aparece y desaparece. Un exgobernador viaja a una parte de su estado acompañado de los escoltas de siempre, quienes forman parte de la Agencia Estatal de Investigaciones. 

Bromista como siempre, les habla del clima y de la vida. 

De pronto, sin que pase por su mente alguna contingencia, sus escoltas sacan armas de grueso calibre y le apuntan al grito de “¡está usted detenido! ¡Tiene derecho a guardar silencio, a informar a alguien de su detención y, en caso de no contar con abogado, a ser representado por un defensor público!”. 

Al exgobernador le dará, inevitablemente, diabetes e hipertensión. 

¿Dónde quedó la moral en el caso de la detención de El Bronco? 

Nosotros, los culpables. Leo estas reveladoras líneas en la columna que Marianna Mendívil publica todos los martes en Hipócrita Lector: “Primero fueron los esclavos, luego el marfil, luego el caucho para hacer girar las primeras ruedas de los automóviles, luego el cobre, y finalmente el uranio, que se usó en las bombas que explotaron sobre Hiroshima y Nagsaki.  

“Ahora es el coltán, un mineral necesario en smartphones y muchas otras tecnologías que usan baterías. La República Democrática del Congo (RDC) posee el 80 por ciento de las reservas del coltán del planeta. El mundo se ha desarrollado durante décadas a costillas de este país que sigue sumido en la peor de las miserias” 

Toda la columna, dedicada a El Congo, es conmovedora y lleva a la indignación. 

No puedo dejar de recordar al legendario lingüista y activista Noam Chomski cuando dijo que Steve Jobs y otros fabricantes de teléfonos inteligentes eran, a su modo, culpables de la desgracia de El Congo. 

Inevitablemente, todos los que usamos iPhones y otro tipo de celulares también tenemos nuestra parte de culpa en esta terrible trama. 

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