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martes, abril 30, 2024

Un niño llamado Henry

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Henry Loney —Enrique Lona— era un gordito de los años setenta, cuando, inevitablemente, todos los gorditos eran víctimas de burlas y escarnio. Él y sus dos hermanas —también gorditas— habían heredado de su madre una enfermedad en la tiroides. Nosotros, niños crueles, le cantábamos a Henry una canción clásica de esos años estúpidos: “¡El elefantiiito, el elefantiiito!”. Él nos miraba desde la ventana de su departamento soportando las burlas. ¿Qué pensaba? Nunca lo supimos. 

Salía a andar en bicicleta en el condominio Bancomer absolutamente solo. Iba y venía acumulando rencores. Nosotros, en cambio, jugábamos futbol creyéndonos Enrique Borja o el Chalo Fragoso. 

No sé cómo mi hermano Ofir se hizo amigo de Henry. Empezó a ir a verlo y descubrió que tenía un órgano melódico. Eran los tiempos en que este país sólo tenía oídos para Juan Torres: un organista mediocre que tocaba y cantaba A mi manera, de Paul Anka. Henry quería ser como él. Y cada vez que podía lo imitaba desde su inocente gordura. 

Cuando fui convidado a esas sesiones de órgano, descubrí que la mamá de Henry, doña Yolanda, era una brillante programadora en la Secretaría de Hacienda y manejaba un elefante conocido como computadora. La marca no podía ser otra: IBM. Parecía una lavadora o una secadora. Era enorme. Usaba tarjetas codificadas y programadas para alimentarla. 

Con los años, Henry entró en rebeldía con el estricto yugo familiar y empezó a beber. También se dejó crecer el cabello. Era tan chino que su african look era mi envidia. Sus padres lo corrieron muchas veces. No le importó. Había nacido Henry Loney. Nos volvimos muy amigos. 

Siempre llevaba su Dodge amarillo a todas las fiestas. Algunas veces nos acompañó Lucero. Henry se enamoró de ella y le compuso larguísimas y tediosas piezas para órgano. 

En esos años fuimos a Huauchinango cerca de un mes. Henry se enamoró de las chicas que conoció. Y a todas les hizo su canción. Una noche lo corrieron del bar Manolos, del hotel Rex, donde se presentó con el look de Barry White. A los cinco minutos de haber iniciado una aburrida pieza llamada Mamá Guillitos, en homenaje a mi abuelita, los jugadores del Anfer, que celebraban un título de liga, lo expulsaron con sus abucheos.
Terminamos en el Chachos, el burdelito del pueblo. Ahí pidió permiso para tocar la parodia de una canción de José Alfredo Jiménez: Despacito, muy despacito, /se fue metiendo en el culazón. / Con metidas y sacaditas, / la fue metiendo con mucho ardor. 

A las prostitutas del Chachos no les hizo gracia la parodia, y entre empujones y mentadas lo sacaron a la noche lluviosa. Para entonces, el look de Barry White era un desastre. Nos fuimos caminando hasta la casa de mi abuelita en medio de una bonita tormenta. 

Al regresar al Distrito Federal algo se había roto. Nos dejamos de ver. Yo empecé a escribir mis primeros versos y me volví asiduo de los talleres literarios. Henry, en cambio, siguió bebiendo hasta desgarrarse. 

Alguna vez mi hermano Ofir me contó que Henry consiguió un trabajo en la Ford de Cuautitlán Izcalli. Había estudiado y le iba bastante bien. Se casó, se divorció, chocó varias veces, incluso adelgazó. Entre otras cosas, perdió el sentido del humor. Ahora era cretino, mañoso y egoísta. 

¿Dónde quedó el Henry Loney que fue expulsado de los Chachos y que guardaba la esperanza de ser el nuevo Juan Torres de la música mexicana? 

No he sabido más de él. 

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