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jueves, abril 25, 2024

Casa Puebla y el Gran Hermano

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En aquellos tiempos, a los periodistas poblanos les encantaba presumir que fueron a Casa Puebla. Incluso, en algunas comidas, los escuchabas decir: “Fui a ver a Mariano (Piña Olaya), a Melquiades (Morales), a Mario (Marín), a Rafa (Moreno Valle) o con ‘mi gober terrenal’”. Todos por su nombre de pila, como si siempre hubieran sido sus cuates, sus carnales, sus amigos del alma. Esos periodistas lo vociferaban, mientras se rascaban una nalga y se apoltronaban en su silla.  

Se sentían parte del bendito “sistema”. 

Habían ido a Casa Puebla. 

Nada más y nada menos.  

Ni a la Gran Manzana ni al Museo del Prado. Ni siquiera a admirar la Capilla Sixtina.  

A-Ca-sa-Pue-bla, señoras, señores y señeres 

Es decir, “el gober los tocó. Los escuchó. Los bendijo. Les besó la frente y hasta los becó”. 

Ya que no se podía ser un sector del PRI, al menos, iban a ver “al amigo, a su amigo, a nuestro amigo”.   

¡Oh my dog! —god— 

Ya eran una estrella más del canal de las estrellas.  

Cada seis de junio era tradición ir al salón de belleza, sacar el traje y la corbata del ropero —con manchas o restos de alguna fiesta anterior—; algunas compañeras de la prensa se ponían hasta un vestido largo de noche y en la comida por el día de la “Libertad de expresión”, que se realizaba en el anexo de Casa Puebla, aplaudían al orador y al final de la comilona, hasta el centro de mesa se llevaban, cual si hubiera sido una fiesta de 15 años, una graduación de preparatoria o la cena baile de la Sección 23 del SNTE en el ya desaparecido Club de Leones del centro. 

El gobernador en turno saludaba de mano a cada uno de los asistentes. Y como si los periodistas fueran aspirantes a puestos de elección popular se formaban para que ahí en Casa Puebla, el mandatario les llamara por su nombre, les diera un golpecito en el hombro, bromeara con alguno de ellos y si había más cariño, hasta un buen abrazo de caguamo, para sellar con broche de oro. 

Supongo que algunos no se lavaban la mano derecha, al menos tres días. Y cuando llegaban a su casa le decían a su esposa: 

—Vieja, no me toques la mano ni dejes que uno de los niños me la agarre.  

—¿Por qué, viejo? — preguntaba sorprendida la esposa del reportero. 

—Me saludó mi gober—, decía todo orondo el compañero de la prensa. 

 Seguramente la señora trataba de abalanzarse para besarla, pero el marido la retiraba bruscamente y le gritaba: “¡Que no!” 

En la comida en Casa Puebla, no faltaba quien se guardaba el pan de la mesa de centro y hasta los cubiertos. Tampoco quien le dijera al mesero: “me pone la comida para llevar y si se puede póngame otro servicio, por favor”. 

También había clases sociales en las reuniones con el gobernador: los que se sentaban a su alrededor a comer, casi siempre los directores de medios electrónicos y el columnista del momento.  

En las mesas cercanas estaban los también importantes y a los malqueridos los mandaban hasta atrás: por las bocinas o los baños. 

No faltaba algún director de medio que no era convocado y se colaba en la comida o que de plano se arrellanara en los asientos principales y no se movía ni, aunque lo amenazaran los guaruras o los policías. En cada mesa estaba un secretario de despacho. Si no te tocaba con el gobernador, pero tenías suerte, te tocaba con el de Gobernación o el de Finanzas. 

Mala suerte que, si te mandaban con el de Desarrollo Rural o el de Cultura, aunque era peor, que te mandaran al que calentaba la barbacoa en las giras del gober. Había rifas “para los compañeros de la prensa”, parecía que había gente que esperaba fin de año para sacarse la pantalla LED o el reproductor MP3 o hasta uno de los viajes que inauguraban a cada rato en nuestro aeropuerto de Huejotzingo. 

Había otros que agarraban la fiesta. El alcohol rondaba por todas partes. Cantaban el karaoke con su amigo el Secretario de Desarrollo Social y si era época de sucesión, el delfín o el favorito se quedaba hasta tarde con los chicos de la prensa. 

Después de todo, no es lo mismo emborracharse en un restaurante o en un table dance, que en el centro del poder y a costa del erario.  

El poder y el erario tienen ese aroma a cochupo y a patas. 

Ya saben que el poder trata a la prensa de una manera muy elegante, diplomática y políticamente correcta y todo para decirnos: 

 “¡Órale pinches mugrosos!, ¡coman y beban porque hoy sí hay carne!”. 

Por eso, no es de extrañarse que en los tiempos de Tony Gali alguien dijera jubiloso y en estado arácnido —beodo, pues— ahí en Casa Puebla: “este sí es un gober terrenal, ¡hip!”. 

Alguna vez, a la entonces redacción de El Universal de Puebla (habrá sido en el año 2000), Melquiades Morales invitó a desayunar al director, diseñadores, secretaria y hasta reporteros de todas las fuentes. Obviamente los reporteros nos trajeamos, boleamos zapatos y al término del desayuno se nos dio un tour como si fuera un parque de diversiones. Casi casi nos llevaron a la Ciudad de México y nos dijeron “eso que ven ahí es la Torre latinoamericana”.  

Y todos respondíamos: ¡Ooooooh! 

 Casa Puebla era ese centro del poder en el que se veía menos a los que no ocupaban el puesto del gobernador.  

Ahí habitaba nuestro Gran Hermano 

La versión orwelliana made in Puebla. 

Y en esa relación de prensa y poder, muchos colegas aspiraban a estar ahí, como si fuesen líderes de la CNC, la CNOP, la CTM, presidentes de algún partido político, aún si fuera satélite; empresarios, charros y sino hasta la fichera de cabaret que se sienta un rato a reír de los chistes malos del señor gobernador. 

Eso era para muchos ese símbolo llamado Casa Puebla. 

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