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jueves, abril 25, 2024

Sigilo 49

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Capítulo 49 

 

Trompetas en el cielo

 

La bebé entró a urgencias casi sin respiración. Alrededor de sus labios se había formado una especie de halo azul, el mismo que tantas veces había visto en la boca y ojos de su hermana.

Sentía que me estaba dando un ataque de pánico. Ni siquiera cuando me subieron mis secuestradores a un vehículo desconocido me sentí tan aterradoramente indefensa. Los médicos corrían de un lado al otro con cara de preocupación.

Al cabo de dos horas, una enfermera salió a avisarnos que la beba se hallaba fuera de peligro. Sin embargo, debía permanecer hospitalizada por cualquier complicación derivada de los minutos que estuvo sin oxígeno su cerebro. Esas palabras rebotaban en mi cabeza con la persistencia de una pelota de goma pegando una y otra vez contra una pared. En cierto momento, Antonio ofreció ir a la cafetería por un café. Acepté, segura de que no habría más información en el lapso de las siguientes horas. Cuando mi marido se alejó por el pasillo, intenté repasar lo ocurrido en los últimos dos días. Solo recordaba que Maribel me había platicado sobre unas cadenas de Whatssup que se habían viralizado. Al parecer, madres asustadas decían que había una fórmula para evitar que los bebés se contagiaran con la cepa Delta -casi igual de mortífera que la original pero más contagiosa- del Covid 19. Mi amiga enfermera se acordaba que doña Estolia le prestaba mucha atención a esos informes falsos. De hecho, cada vez que Antonio salía de la casa ella se hincaba a rezarle a todos los santos que se lo trajeran de regreso sano y salvo porque había escuchado una grabación donde los narcos amenazaban con matar a cualquiera que circulara después de las 10 de la noche. Y ya una de las Hijas de la Luz había muerto en una explosión dentro de un OXXO.

—¿Y eso qué tiene que ver con esto que le pasa a Amaris? -preguntó Antonio cuando le
conté mis preocupaciones.

Siempre se ponía de malas cuando le tocaba a su tía adorada.

—Que a lo mejor le puso algo en la leche, Antonio. Para evitar que se contagiara de Covid.

—Estás loca. La verdad no entiendo cómo siendo madre de dos niñas no estés consciente de que los bebés sufren accidentes, se meten canicas en la nariz, chupan plantas tóxicas o les dan a probar Cheetos …—esto último me lo cantó con un retintín de reproche porque justo hacía unas semanas yo me puse a ver la tele con mi consabida bolsa de Cheetos y la niña quiso probarlos. No pasó nada. Entonces, ¿cuál era el punto de reprocharme algo como eso en estos momentos?

Claro, le había pisado un callo muy sensible: la tía Eustolia.

Me alejé de él. Le marqué a Maribel para que me fuera a acompañar un rato y no tener
que compartir mi preocupación con ese hijo irredento del patriarcado.

Mi amiga llegó una hora después. Rutilante y fresca como si fueran las primeras horas de la mañana y no las 11 de la noche.

—Mira, Vale, lo que te decía.- Dijo y me mostró una grabación de una supuesta madre joven que “compartía” la infalible receta contra el Covid 19. Específicamente para los
menores de 5 años.

Casi me desmayo. No podía creer que alguien en su sano juicio pudiera llevara a cabo la sugerencia de ese audio. Parecía manufacturado para crear pánico.

Estábamos revisando los comentarios de las redes sobre el asunto cuando vimos llegar al área de cuidados intensivos pediátricos a tres niños en la misma situación de Amaris. Los doctores se afanaban por hacer su trabajo, pero también debían atender a la preocupación de los padres y parientes presas de la histeria. En los grupos familiares nunca faltaba alguna abuelita o mujer con cara culposa. En ese momento me dije:

—Fue la tía Eustolia.

—¿Qué Eustolia qué? —preguntó Antonio, que curioseaba a la gente y salía de tanto en tanto a fumar más allá del vestíbulo del hospital.

—Tu tía le dio algo a la niña y ya la estaba matando.

—¿Hasta cuándo dejarás de acosar a mi pobre tía, Valentina? -me contestó Antonio, ceñudo. —Ella solo quiere lo mejor para Amaris.

—Lo sé, pero a lo mejor se le pasó la mano.

—Pues para qué le dejas a la niña todo el día, Vale…—sentenció mi marido, ya francamente molesto.

Maribel y yo nos miramos. Acordamos que iría a investigar en la casa qué jijos le había administrado la tía a mi hija. En los audios se escuchaba una variedad de mezclas de cosas absurdas, desde vinagre, pasando por leche con betabel, naranjas verdes con higos y aspirina molida, yodo, vaporub diluido, entre otras sustancias por demás cuestionables.

El médico tratante salió voceando mi nombre. Corrí a su lado. El facultativo evitó mi mirada cuando me dijo:

—A su hija le dieron algo que la intoxicó. Ya le lavamos el estómago. Ahora estamos haciéndole análisis.

Aunque lo acababa de confirmar el médico, mi intuición estaba en lo cierto. Ahora había
que averiguar cuál sustancia había sido.

—¿Recuerda usted qué fue lo que le dio y para qué? ¿Algún medicamento de adulto?

Lo miré como si me hubiera enseñado un ratón muerto.

—¡Oígame no! Tengo estudios universitarios. ¿Me cree tan estúpida como para envenenar a mi propia hija?

—No se enoje, señora —me dijo mirando hacia el frente. —Las mujeres que trabajan o tienen la necesidad de salir, a menudo dejan a sus hijos en manos de terceros. Por eso lo digo.

—Pues me pareció que la pregunta era en realidad una acusación. Impertérrito, el pediatra puso su mano en mi hombro y me dijo, ahora sí viéndome a los ojos:

—Averigüe qué le dieron, por favor. Aceleraríamos su recuperación.

Y se dio la media vuelta. Enojada, le indiqué a Maribel que iría a la casa a hablar con la tía enteca.

—Recuerda que los oscuros andan sueltos. No vayas a hacer algo de lo que después te
arrepientas —sentenció muy seria.

Sus palabras aturdieron mi cabeza con imágenes catastróficas.

Al llegar a la casa, entré como una tromba y me fui directo al cuarto de la doña.

—Doña Eustolia -le dije al tiempo que prendí la luz —¿le dio a la niña algo distinto a su leche en la merienda?

La señora se levantó de un brinco, como conejo lampareado.

—Sí, hija. Le di su leche con algo de yodo…

—¿Para qué? —Estaba haciendo esfuerzos por no perder los estribos.

—Pos vi en los mensajes que era bueno para evitar la Covid. Y se lo di con aceite de ricino. Ese es muy bueno pa limpiar las tripas…

—¿Recuerda cuánto yodo le dio?

—A lo mejor media botellita…

Corrí al baño y ahí estaba la botella. Casi 100 mililitros de yodo.

—Regresé y al ver su cara de tuza famélica le dije:

—Haga el favor de agarrar sus cosas y de irse…

La doña me miró, parpadeando sin parar.

—¿Está mal la niña?

—Ya está fuera de peligro, pero se pudo haber muerto. Cuando regresemos no deseo encontrarla aquí.

—Pero es muy noche…

—No me importa. Váyase. Ya está grandecita para cuidarse.

—Está bien. Pierde cuidado, niña. Ya me voy.

Eso fue lo último que le escuché decir a la tía. Poco o nada sabía que había estado rondándola Catalina desde el día de su visita. Menos aún imaginé que esa noche la doña tomaría un taxi para ir a casa de mi perseguidora. Y que, pese al amor que le tenía a su sobrino, haría lo que estuviera en sus manos para entregar a Amaris al sigilo.

Aquella noche, unos ruidos provenientes del cielo me estremecieron en el camino de regreso al hospital. Sonaban ominosos, profundos. Maribel comentó como al pasar que esa primera trompeta del apocalipsis anunciaba la caída de sangre, granizo y fuego.

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