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lunes, abril 29, 2024

Madre, torre de marfil

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Mi madre carga un órgano especial en su cuerpo que no tengo yo; que no tiene nadie. 

Es un órgano o un músculo, no lo tengo muy claro. 

No se ve ni se siente. 

No es ombligo ni oquedad.  

No es algo abultado, no provoca que se hunda alguna parte de su piel. 

Tampoco suena, por supuesto. 

Ella es una mujer petisa: completa, con zapatos, cabría perfecto en la imagen de la clase de ballet de Degas. 

Es lo suficientemente pequeña como para no pasar las medidas permitidas hacia los juegos mecánicos más extremos. 

Es madre bonsai: un ejemplar de árbol perfecto, rotundo y poderoso, pero en una escala que le permite dar oxígeno y sombra en cualquier lugar sin estorbar. 

No requiere de un espacio enorme para operar ciertos milagros. 

Todo lo resuelve en la lenta coreografía de las volutas del alquitrán. 

Mi mamá es el primer rostro que conocí en la vida, aunque no pueda recordar el instante. 

Su voz, seguramente, traspasaba la carne y la burbuja de agua y minerales en la que nadé nueve meses. 

Tampoco puedo recordar de qué me hablaba entre esa acuosa e ignora tranquilidad. 

Para muchas cosas, madre aparcó su tren en una adolescencia permanente: nunca he visto a alguien caminando sola con esa oscilación que sólo logran tener los niños que no temen la caída.  A nadie bailoteando por la calle como si fuera ligeramente elevada con hilos transparentes, arrastrando esa alegría incomprensible, casi obscena, que la hace levitar. 

Una calma extrañísima que no sé de dónde mana porque, revisando sus horas de vuelo, se lee en el entrecejo y en las comisuras de sus labios que ha dado varios cambios de ruta, turbulencias fuertes, despegues complicados y aterrizajes forzosos. 

Aun así, madre se alarga del piso a las nubes como una muñeca  gigante de sí misma que no se deforma con el viento y la presión. 

Me observa atenta desde arriba y abre sus manos curtidas sobre mi cabeza para guarecerme del vendaval. Así, cuando el filo del agua está por tocarme (y cortarme), ya no es más que una brizna de pluma que en vez de herir, acaricia. 

Mi madre no utiliza las palabras arbitrariamente. Dice amor cuando es estrictamente explicarlo; de otra forma sólo lo da: un amor alejado de la fantasía novelesca y del pensamiento mágico que promete cambiar todo cuanto le es imposible cumplir. 

Dice “miedo” sólo para acercarlo, medir su tamaño, agarrarle la yugular y ahorcarlo. 

Madre: torre de marfil 

Madre: vigilia permanente 

Madre: presencia luciérnaga 

Madre: rosa mística 

A mis 41 años, madre me ha parido más de una vez. 

Supongo que en cada uno de esos alumbramientos ha renacido y muerto un poco. 

Nunca lo sabrá de cierto. 

Madre es esa máquina de cien caballos forjada en llamas frías. 

Una máquina de valor y entrega no se dobla ni oxida. 

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