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sábado, mayo 4, 2024

Escritores sin pluma

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Como cada vez que visito una tienda departamental, paré en el área de plumas y relojes. Siempre me detengo a ver las plumas –más que los relojes– pues prefiero escribir que llegar temprano o saber cómo es que pasa el tiempo.  

Así que me detuve frente al aparador de Montblanc para mirar las novedades. Cuando visito el departamento de plumas, todas se me antojan, pero luego veo mi cartera y me topo con la realidad.  

El que escribe, desgraciadamente, pocas veces puede tener una pluma así, pensé. ¡Qué mente infernal mandó a hacer esas plumas! Plumas que pueden usar y comprar los funcionarios, los magnates, los políticos, los lavadores de dinero, los bandidos de cuello blanco, pero no las pueden ni comprar ni usar quienes de verdad serían felices comprándolas y utilizándolas: los escritores. 

¡Qué mala jugada! ¡Qué broma tan cruel! Y recordé al personaje que mandó a diseñar esas plumas. Una mente siniestra, sin duda. Pero más astuto y siniestro fue el propio diseñador de la primera Montblanc, pensé.  

Pues el ser abyecto y caprichoso que mandó a diseñar esas bellas plumas fue El Führer. Ese enano acomplejado que también mandó a diseñar los trajes más hermosos y elegantemente negros para su panda de asesinos con un sastre que hoy todo mundo conoce y alaba, un tal Hugo Boss, pensé.  

Y al igual que esas plumas maravillosas, los trajes negros del señor Boss son incomparables para el ciudadano promedio. Las plumas Montblanc son incomparables para los escritores, como los trajes Hugo Boss son incomparables para los oficinistas, esos que tienen que llevar traje por la fuerza a sus jornadas de trabajo. Sólo una mente macabra y ruin como la de Hitler pudo haber tenido la mala leche necesaria para jugar esas bromas.  

Sin embargo, la broma pesada que el diseñador de la primera Montblanc hizo bien en hacerle al Führer, se merece un aplauso de pie, ya que cuando Hitler tuvo en sus manos la primera pluma Montblanc, quedó fascinado por la belleza del artefacto, que más que artefacto era una pieza de arte. Una pieza artística y no artesanal.  

Lo increíble de este hecho fue que el mago que cumplió su capricho era un judío, cosa que Hitler ignoró hasta tiempo después, como también ignoró que el sello de la casa no era una alegoría de las puntas nevadas del Monte Blanco, sino la célebre Estrella de David, sólo que redondeada de los picos. Eso Hitler no lo supo cuando tuvo la primera pluma en sus manos. La tomó, se la acercó al rostro, se retiró sus lentecillos ridículos para admirar su perfección y casi casi pidió un “hip- hip-hurra” por el genio que había materializado sus sueños. Esa es la verdad.  

Hitler, en el fondo era un tipo fácil de engañar. Los tipos narcisistas y megalómanos son fáciles de engañar porque su narcicismo y su megalomanía los excita a tal grado que son incapaces de ver más allá de sus narices. Esa es la verdad.  

Entonces pensé, parada frente al aparador de Montblanc, que otra forma de comprobar que la vida es injusta es esa precisamente: ver cómo los objetos que cada oficio requiere están fuera del alcance del interesado en aquellos objetos. Un escritor o un aspirante a escritor necesita dejar de comer un mes para poder tener en sus manos una de esas plumas.  

Y los que pueden comprarse una o hacerse de una colección de esas plumas se las pagan, ¡oh, qué ironía!, con dinero que sale de otros lados, no de sus trabajos como escritores. Se las compran con dinero que viene de puestos burocráticos o del periodismo o del medio de la publicidad. Las regalías que un escritor promedio recibe por su obra van destinadas a la sobrevivencia, no a los lujos, y una Montblanc es un lujo, sin lugar a dudas. ¡Qué triste! 

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