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viernes, mayo 3, 2024

El Acapulco de La Doña, y el Acapulco de los fifís

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Cada vez que llegaba a esta bellísima bahía pensaba en la canción de Lara, y en María Bonita sorteado su primer desaguisado con el músico poeta por causa de una iguana.  

Sépase que a “La Félix” no sólo fascinaban las iguanas de Cartier, también era una defensora a ultranza de los animales… y no sólo de los reptantes. 

Hace algunos años, mi entrañable amigo Enrique Serna (quien hizo una puntual biografía de María Félix para Clío), me contó que mientras “La Doña” y Agustín Lara pasaban su luna de miel por estos lares, María sufrió su primera decepción amorosa porque Lara, haciéndose el gracioso y seguramente bajo los influjos es equis sustancia, lapidó a una iguana que pasaba por ahí —mientras las olas columpiaban a la diva— cosa que María tomó como una demostración de la más vil crueldad (y cuando Lara le disparó con una Beretta, la “doña” confirmó sus sospechas). 

Ese es el Acapulco que yo tenía en mente cada vez que cruzaba la última caseta, antes de desviarme —irremediablemente— hacia la zona Diamante, que en tiempos de la Félix no existía, por supuesto. 

Acapulco Diamante era, hasta hace unas semanas, relativamente nuevo. Llamaremos “nuevo” a lo que tiene menos de veinte años. 

Fue gracias a los jugosos negocios de Diego Fernández de Cevallos, que la clase pudiente puebló esos terrenos (esas playas) que eran lo “top” de la vieja bahía en donde todavía se vislumbraban los fantasmas de Liz Taylor, de los escritores beatniks y locos legendarios como Howard Hughes. 

Hoy la tragedia del paso de Otis ha uniformado a la gente que tenía casa en Acapulco, pero hasta hace poco, en esa zona, Acapulco Diamante, ser sirvienta era un crimen, aun en tiempos de la película Roma y de la entronización de las nanas (y las muchachas) que se vuelven parte de la familia en las clases media, media alta y fifí. 

Se llamaba “La Isla Residence”. Y hoy es una zona en ruinas.  

Era en ese lugar, ubicado en Diamante, donde se daba una de las manifestaciones más pestilentes de clasismo proveniente, no necesariamente de los propios inquilinos, más bien de los administrativos, que no dudamos ni un minuto que se trataba de gente metida en la práctica del chaca chaca, es decir, del lavado de dinero; teniendo en cuenta que en esta época las grandes constructoras operan a una velocidad sospechosa… 

En la piscina de este lujoso edificio de condominios había un anuncio que decía: “se multará con 5 mil pesos (pago inmediato) a todo aquel condómino que permita que su muchacha de servicio se meta a la alberca”. 

¿Qué pretendían demostrar los administrativos del lugar? 

Que hay personas de primera, segunda y hasta tercera, y que las “chachas” como se les nombra peyorativamente a las asistentes del hogar o a las niñeras, deben por fuerza abstenerse de tocar el agua de una alberca hecha exclusivamente para blanquitos… no vaya a ser que saquen la piedra pómez y el agua se contamine. 

Otra lindeza del ex condominio: “se multará con cinco mil pesos al que cuelgue sus toallas de la ventana o el balcón”. 

Con esa advertencia quedaba claro que en el condominio no se permitía gentuza que viajara al estilo “mecánica nacional”. Nada de anafres ni de toallas con el logo de las Chivas o el Cruz Azul. Para eso estaban los departamentos bien equipados con SE-CA-DO.RAS ¿Okey? 

Leyendo dicha nota venía a mi mente una maravillosa anécdota: 

En Puebla, al final de la década de los setenta, la gente asistía al Club Alpha. 

Al club Alpha entraba todo tipo de gente: desde el obrero que quería ir a nadar y a hacer uso de los baños de vapor, hasta los ejecutivos de la planta Volkswagen. 

Así que en la alberca y en las canchas y en el gimnasio convivían los pobres con los ricos, los popof con los jodidos, los foráneos con los oriundos, los criollos con los arios, el patrón con el infelizaje. 

Como quien dice, se daba una sana comunión del frijol con el beluga. 

Las nupcias del fierro con el aluminio. 

Fuera del club, el comercio informal pululaba. 

Hombres y mujeres chambeadores llevaban sus productos para vendérselos a los usuarios: ora un puesto de salvavidas, ora un carrito con trajes de baño, ora un churrero o la señora que llevaba sus tortas. 

Y el señor de los elotes… ¡tan sabrosos!, con su mayonesa y su queso y su limón y su chile. 

Los anuncios que indican una prohibición pueden parecernos siempre chocantes e innecesarios. 

Uno sabe que, por ejemplo, no se puede dar vuelta a la izquierda en las avenidas principales o gritar en una biblioteca; y a la fecha es impensable poder fumar en un hospital o dependencia de gobierno. 

Pero antes, cuando se pasaba por alto la literalidad de las palabras y se tenía la necesidad de explicar con peras y manzanas las prohibiciones, se veían anuncios como: “prohibida la entrada a menores, mujeres, animales y uniformados” (a los bares). O en algunos salones provincianos de baile el dueño colgaba una cartulina en la que advertía: “favor de no tirar las colillas porque las señoritas se queman los pies”. Lo que desvelaba el estatus del salón. 

Pues bien, así como hasta hace un mes existían anuncios como en “La Isla Residence”, en los que se criminaliza la pobreza, hace cuarenta años, en Puebla, se criminalizaba al elote. 

Cuenta la leyenda que, de las paredes lloronas del cuarto de vapor del ya mencionado Club Alpha, pendía un surrealista anuncio: “Favor de no entrar con elote”. 

Y es que la gente que llegaba al club lo hacía por lo general después de una intensiva jornada de trabajo duro en la fábrica textilera o luego de asistir al colegio, por lo tanto la gente llegaba hambrienta, o si no hambrienta, con antojo de algo, y ese algo no era la torta, sino el elote, por lo tanto, de la entrada del club al cuarto de vapor olvidaban tirarlo, o si no lo olvidaban, lo hacían a propósito; así que no faltaba el cabrón goloso que se encueraba en el vestidor y no soltaba el elote hasta que el último diente fuera desprendido del palmito, o sea, del cuerpo del elote. Y ese cuerpo iba a parar al suelo del vapor, ocasionando a veces accidentes entre los bañistas. 

No dudamos ni un momento que dicho anuncio se haya colgado no tanto por el desagradable olor de un elote aderezado, pues la peste a mayores rancia se puede camuflar con la peste que exudan los crudos o los imbañables. No. Lo que se concluye es que esos elotes eran elotes sospechosos: elotes sospechosos de intento de homicidio. Elotes malandros, maloras. Elotes sigilosos y alevosos, y a que el vapor, al nublar la visión a corta distancia (y ni se diga la visión de la cabeza al suelo), esconde el hueso del elote, y cualquier hueso de elote en el vapor se puede confundir fácilmente con un pie o con un estropajo (aunque el estropajo es blando). 

Sin embargo, poco tiene que ver la intención del anuncio que colgaba en “La isla” con la intención del anuncio del elote. 

La primera era una manifestación fascistoide execrable. 

La segunda no era más que la prevención de una muerte absurda a manos (o a granos) de un miembro de la comunidad vegetal. 

Lo paradójico del asunto es que el democrático Club Alpha sigue ahí, en pie, mientras que La Isla Residence hoy es un campo de batalla, un esqueleto que deja por sentado una cosa: frente a la catástrofe, nada puede hacer la exclusividad.  

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