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lunes, mayo 6, 2024

La Amante Poblana 43

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Capítulo 43

 

El asalto  

 

Manuel no era muy afecto al vino tinto porque le causaba estragos. Algo tenía el caldo de uva que, en vez de colocarlo en un estado de placer y goce, le sacaba los demonios. A sabiendas de esto, decidió pedir vodkas para evitar contratiempos.  

Pero la botella estaba puesta, abierta ya. Había que bebérsela y Anais se encargó del trabajo sucio, de no dejar una sola gota. 

–Siempre hablamos de mí, o si no, tú hablas y hablas son parar de tus asuntos jurídicos, pero realmente no te conozco.  

–Te llevo una vida. La mía ha sido muy distinta a la tuya: una infancia complicada, pobreza, familia grande, un padre súper chambeador al que rara vez veía. Mi santa madre, lo mejor que he tenido.  

–¿Tus mujeres? 

–Muchas, pero sólo una formal. La madre de mis hijas. No quiero hablar de ella.  

–¿Por qué tanto hermetismo? A ti te encanta rascarle al pasado de los otros, y tú no sueltas prenda. Se dicen muchas cosas de ti, a veces no tan buenas.  

–La gente cree que soy un hijo de puta, pero no lo soy; sin embargo, es mejor que se crea eso. En mi trabajo es preferible ser temido a ser amado.  

–Yo creo que eres temido y respetado.  

–Respetado por los que he defendido, temido por las contrapartes. No es fácil litigar, te ganas demasiadas afrentas. Las secesiones testamentarias son un calvario, y si ganas, eres el diablo en persona a la hora de cobrar. Los perdedores te señalan como el pillo de la historia, porque, por lo general, esos juicios tan largos son insostenibles económicamente para el cliente, así que acaba pagando con bienes. De ahí la fama, o más bien la mala fama, de los abogados.  

–¿No te cansas de todo esto? Por ejemplo, mi asunto es muy pequeño, no tendrías ni que haberlo tomado. Lo vas a sacar fácilmente y no te llevas casi nada.  

–Conoces a gente interesante. A veces con eso ganas más. Ya ves, si no tuvieras un pleito con tu suegra, no estaríamos sentados acá. ¿Quieres más vino? 

–¿Me quieres embriagar acaso? 

–Ya estás medio zaraza, arrastras la voz.  

–¿Y tú? Has estado fichando, Senderos.  

–No por otra cosa, quiero disfrutarte, reina, y además siento que en cualquier momento se nos va a venir a aplastar Fernando.  

–No lo soportas.  

–Me da flojera. Siempre me causó conflicto su falta de huevos. En la escuela era un tipo a todo dar; educado, le entraba al desmadre con cierta moderación, pero no se rajaba. Su problema comenzó cuando le empezaron a gustar las viejas. Se lo hacían como un trapo, siendo que no tenía necesidad porque aparte era galán. Pero hay hombres así, a los que les gusta el yugo. Fernando es uno de esos.  

–Fíjate que desde que Narda me contó lo de su romance, cambió un poco mi percepción del señor. Finalmente, cuando alguien tan alineado se atreve a dar ese tipo de pasos es porque en el fondo lo habita alguien más. Yo no tengo quejas de él; al contrario, hasta ahora, cuando su mujer comenzó a acosarme, don Fernando se ha visto como un caballero.  

–Eso es falso: si fuera un caballero, no permitiría que la bruja esa se te pusiera al brinco. Es un guango. Cuando anduvo enredado con Narda medio sacó la cabeza, pero apenas sintió que se le estaba yendo de control el tema, huyó para guarecerse bajo las garras de su captora.  

–Manuel, no jodas. Eso hacen todos los poblanos; hasta los que se creen más machitos y andan presumiendo a su séquito de noviecitas; se paran el culo mientras sean ellos los cazadores, pero cuando los cazan y, sobre todo, cuando las esposas se enteran y truenan los dedos para poner orden, son incapaces de defender una relación por más que les haga bien. Es una tristeza.  

–Yo tuve una amante bellísima mientras estuve casado, pero la mujer de repente empezó a ponerse loca y se aparecía en los lugares donde comía con mi familia, comenzó a acosar a mi mujer con llamadas, lo que la desquició evidentemente. Y yo le había advertido que la cosa no iba, nunca iría por ahí. Aceptó al principio, sin embargo, ella incumplió el trato. Por más que se estuviera cayendo de buena y fuera una pecatriz en la cama, acabé por ponerla en su lugar y nunca la volví a ver.  

–Por algo le ponías el cuerno a tu esposa. Conmigo, que soy como hombrecito y juego el mismo juego de ustedes, no puedes salir con la chingadera de que el hombre es el único polígamo de naturaleza, eso es mentira: las mujeres también y a veces más; sólo que ojo: en el mundo de las adúlteras hay dos tipos: las que se van de bruces y se enamoran pensando que el amante es algo más que un puente de paso; y las que engañan bien y no se arriesgan a perder ninguna de las dos partes.  

–¿Tú cuál eras? 

–La segunda, obvio. 

–¿Y en qué momento de tu vida decidiste volverte una gran cínica?  

–Desde que vi cómo el matrimonio, en la mayoría de los casos, es una farsa.  

–¿Entonces, si ya lo sabías desde chava, por qué te casaste? 

–Por orden, Manuel. El matrimonio y la vida familiar, y tú lo sabes más que nadie, es un vil contrato social. Da orden a las cosas o, por lo menos, cierta estructura. Si se quiere tener hijos, sigo pensando que, aunque haya muchas formas de lograrlo en estos tiempos, lo mejor es el nido. Con dos mujeres o dos hombres; o mujer y hombre, pero en manada.  

Yo, afortunadamente, siempre tuve claro que la maternidad no iba conmigo, y cuando me casé fue para compartir con alguien lo que iba sucediéndome: alguien estable. Fernando lo era, y fue un gran cómplice. Y yo de él.  

–Cosa que no me cabe en la cabeza.  

–¿Y te da asco involucrarte conmigo por eso? 

–No. Nunca me habían hablado con tanta sinceridad, y eso se agradece.  

–Pero te da miedo, Manuel. Porque rompo con todo lo que conoces, con tu estructura. Es obvio.  

–Quizás sí me sacan de onda ciertas cosas, pero miedo no me das.  

–Entonces qué esperas para darme un beso, aquí. Me muero de ganas, tú igual, pero no lo quieres hacer por los testigos de aquella mesa. Está mi suegro, uyyyy qué miedo, el blando de Fernando Amaro viéndonos.  

–Creo que ya estás peda. Noto cierta agresión en tus palabras.  

–El acto amoroso, Manuel querido, es meramente un ataque, siempre.  

Anais bajó la mano derecha y la llevó directo a la entrepierna de Manuel. La empezó a frotar con malicia y acabó por abrirle el cierre. Senderos estaba duro, y como no iba a permitir que una mujer lo intimidara, se le acercó y le metió la lengua en la boca. El beso fue escandaloso porque ella tiró los vasos sobre la mesa provocando que lo meseros voltearan.  

Ella se apartó un poco y se acercó a la oreja del abogado.  

–Voy al baño. Ahí te espero. Cierra la puerta cuando entres.  

Se levantó tambaleando un poco, pero de inmediato se recompuso cuando pasó cerca de la mesa de Fernando y sus acompañantes.  

Sólo lo saludó de lejos con la mano. Los demás replicaron el saludo un poco ruborizados.  

Dos minutos después, Manuel estaba cruzando la puerta del baño de mujeres.  

Todos los contertulios del restaurante se dieron cuenta del asalto al baño. 

Y murmuraron desde sus respectivas mesas: qué descaro el de esa puta y del abogado. 

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