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lunes, mayo 13, 2024

Arrebato lírico sobre el gran elector y un dedazo filmado en cámara lenta

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Mi querido Mario Martell escribió en Hipócrita Lector una magnífica columna que llama a desconfiar de quienes, recurriendo a los rituales priistas, buscan traducir la sucesión poblana.

Eso me parece muy bien.

Pero Martell nos queda a deber porque no nos dice cómo se debe interpretar este dedazo en cámara lenta.

Sepulta con piedras literarias la idea de que hay un dedo de oro que decide todo —y todo es todo— desde la oscuridad.

Jura que esta sucesión no debe verse como las que vivimos en el submundo priista.

Llama a no fiarse de quienes traducen las señales que llegan.

Muele a golpes las ideas de que hay un gran elector, que en Morena la selección de candidatos a gobernadores o a presidentes de la república es una ‘simulación’, que habrá ‘dedazo’, que ya ‘todo’ está decidido…

En otras palabras: mata el guajolote, pero no hace el mole.

Es un alivio saber que hay un alma pura que sí crea que los procesos internos de Morena son reales y no están contaminados de las viejas formas que dieron origen al país en el que vivimos.

Mario Martell escribe desde un país nórdico que en nada se parece a México.

Y algo más:

Está convencido de que los lectores son duchos en términos como hermenéutica y semiótica.

Yo, como lector suyo, disfruté su texto, pero me conmovió la inocencia que lo baña.

Creer que el gran elector ha muerto, que no hay un dedazo en cámara lenta y que la simulación es cosa del pasado, sólo confirma que la tenacidad de Epigmenio Ibarra ha rendido frutos en espíritus puros como el mi admirado amigo.

Un abrazo, camarada, hasta las gélidas aguas del río Gudbrandsdalslågen, en Noruega.

 

 

En memoria de otro amigo muerto en el frente de batalla. Conocí a Beto Ochoa Pineda en un desencuentro.

Una columna mía en la que hacía referencia a él no le gustó.

(Muy su derecho).

Y me reclamó como un lord inglés.

(Con una voz grave, pero clara, y una dicción casi perfecta).

Me dijo ‘tocayo’ por primera vez.

Nos hicimos amigos.

Juntos pasamos unos treinta años de política en Puebla.

Y lo hicimos conversando.

A veces con amigos, y en ocasiones solos.

Su cultura económica era la de un banquero, pero un banquero culto que gozaba la vida.

Recuerdo dos o tres conversaciones que me hicieron sentirlo como un amigo entrañable.

Héctor González —tan querido, tan desaparecido— nos volvió a reunir pero ahora en un ambiente familiar.

Doña Rossy, su esposa, y Adriana, su hija, fueron parte de esas largas comidas a la luz de algo que ha dejado de ser común entre la gente: la generosidad.

Poco antes de morir, soñé con él.

Con nosotros flotaba don Melquiades Morales, su entrañable amigo.

(En los sueños, la gente flota, no camina).

Estábamos los tres hablando, y don Beto, como siempre, acomodándose el bigote negro.

“Querido Beto: soñé contigo. Un gran abrazo”, le escribí la mañana del viernes 6 de octubre.

“Has de tener pesadillas, querido tocayo…  Un abrazo afectuoso. Y ahí voy: recuperando la salud. Un abrazo afectuoso como siempre. ”, respondió.

Dos días después, le escribí de nuevo:

“Fue un sueño generoso. Estábamos comiendo y platicando. También estaba don Melquiades. Un gran abrazo, querido Beto”.

Su respuesta la leí después:

“Ojalá podamos hacerlo realidad pronto, estimado amigo. Un gusto leerte siempre y saber de ti. Gracias, Mario”.

El domingo 15 de octubre, tras pasar unos días en el hospital, Alejandra Gómez Macchia me escribió a las 10:51:

“Ya se fue don Beto”.

Me dolió el esternón, la oreja izquierda y los ganglios linfáticos.

Esa tarde, en silencio —en una hermosa mesa del restaurante El Porvenir, en Tampico, Tamaulipas—, brindé por el amigo y compañero de charlas, y por las damas que dejaba solas con su ausencia.

Descansa siempre en paz, compañero del alma, compañero.

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