Los neuróticos a veces escuchamos voces dentro de la cabeza. Los genios las oyen.
Y los ansiosos.
También los niños.
Virginia Woolf estaba habitada por esas voces.
Goya igual.
Ni qué decir de Wittgenstein.
Volviendo a Woolf… más que voces, decía que escuchaba pájaros. Pájaros que hablaban en griego.
Hace unos días oí pájaros en la noche; los capté detrás del ruido del ventilador. O quizás aluciné… eso sucede si tomas bastantes tequilas con cheiser de cerveza.
Una casa sin niños es una casa en silencio.
Una casa sola, una casa nueva, habla; los ecos gritan, de hecho.
La música está compuesta de ruido, sin embargo, sin silencios sería imposible llamarla música. Googlen 4’33, de John Cage, confirmarán que el silencio es la música más abrumadora, aunque también se presta a las farsas.
La televisión, ese invento genial, es la mejor manera de que una pareja se soporte y dure muchos años sin tenerse que hablar. Pero, ¿qué es la televisión en el cuarto de una casa donde no hay dos personas que quieran evadirse? ¿Qué mira el hombre solo? ¿Qué busca el ama de casa que enciende su aparato mientras friega y lava pisos? ¿Qué placer encuentra en subir el volumen si no la está viendo? ¿Por qué no mejor opta por la música, la radio? ¿Es la televisión el mejor instrumento de alienar? ¿Tememos tanto a nuestras voces interiores como para escuchar algo que, a priori, se debería ver?
Los neuróticos adoramos la tele porque las voces que provienen de ella difuminan esas otras voces, las voces de nuestra cabeza.
Virginia Woolf se llenó el abrigo de piedras y se tiró al río para acallar esas voces. Entonces dejaron de ser pájaros que cantaban en griego.
Antes pensaba que la televisión era una pérdida de tiempo, pero con la irrupción de las plataformas streaming se volvió mi gran compañera.
Mi perra odia que la vea la tele porque la ignoro.
Mi perra me hace feliz, pero me obliga a pensar.
La máquina de ser feliz no.
Es el mejor espantapájaros que hay.
