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lunes, mayo 6, 2024

Volver al cuento

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Hace poco presenté un libro de cuentos muy interesante en muchos sentidos. Aunque no cuadraba con mi modo de entender la confección de historias, me llamó la atención cómo lo biográfico sobresalía sobre la invención propiamente dicha. El autor, un académico retirado, parecía muy orgulloso de su obra. La razón: cada uno de aquellos relatos contenía, desde su perspectiva de maestro acostumbrado a la construcción del conocimiento, una oferta lingüística singular:  palabras “difíciles, inventadas, cultas o poco frecuentadas”. El maestro había venido a Puebla con la mejor voluntad. Su libro fue bien recibido; el lugar de la presentación estaba a reventar. Vendió muchos ejemplares. Agradeció con largueza a las dos presentadoras que hablamos del libro y su propuesta. Bebimos un buen vino y me fui a mi casa con una sensación de extrañeza que no me abandona desde entonces. Quizá porque hace mucho que no presentaba un libro escrito por un hombre. O en una de esas la inquietud es más simple: ver un salón lleno de personas interesadas en la presentación de una “ópera prima”, el libro de cuentos de un autor desconocido.  

Me impactó la buena recepción, las preguntas sobre su proceso de creación. El entusiasmo del público al saber que algunas de esas historias estaban basadas en hechos reales. 

Entonces lo supe. Había vuelto al cuento. Luego de años alejada de las actividades literarias, regresaba a mi labor de cuentista. Volvía al cuento. La sorpresa me tiene aún desconcertada. Yo pensaba que mi entrega de los primeros tiempos, aquel añejo romance con el relato corto era cosa del pasado, sobre todo después de atreverme a incursionar en la novela pese a que siempre luché por conservar mi categoría de “cuentista”. 

Dar talleres, presentar libros, participar en lecturas no se compara con enfrentar el reto de resolver un cuento. Entonces me pregunté qué hace tan atractiva la escritura y la lectura de relatos breves. 

Según el consenso más generalizado, el cuento se distingue por su brevedad, tensión e intensidad. Por su parte, la brevedad (característica sine qua non del cuento) es uno de los criterios que dependen de la historia a contar. Así, encontramos cuentos de 40 o más páginas, como el magnífico relato de Marguerite Yourcenar “Ana Soror” (relato considerado novela breve por algunos críticos), sobre el incesto de un hermano y una hermana en la ciudad de Nápoles en el siglo XVI. O el cuento de Juan García Ponce, “El gato”, sobre una pareja que acepta la visita de un ronroneante intruso que se va metiendo poco a poco en su intimidad hasta perturbarla. A pesar de la extensión, estos relatos conservan su estructura cuentística gracias a la maestría de sus creadores, profundos conocedores de una de las características más singulares del relato breve: el “estatuto ficticio”, es decir, la invención literaria propiamente dicha, aquella que abreva en las fuentes de la fantasía, los mitos, los miedos y lo maravilloso oculto en los recovecos de la realidad. Y como la invención se confunde muchas veces con la mentira o el simple “invento”, me gustaría describir un poco, desde mi punto de vista, el delicado mecanismo de relojería que late en el interior de un buen cuento. 

Una de las partes más complicadas de escribir relato breve es tener una idea, un trazo de historia. Es ahí donde entra aquello que llamamos “inspiración”, una especie de fenómeno mágico al que abonamos nuestras mejores obras, el piso más alto de una construcción hundida en la niebla, una revelación, una chispa. Al sentir su destello, el cerebro da inicio a la “inventio”, esa maquinaria de búsqueda de los detalles necesarios para construir argumentos, escenarios, personajes y puntos de vista. Ya sin magia de por medio, el aparato de invención de cada escritor o escritora selecciona, ordena, combina y despliega la sucesión de elementos narrativos que configurarán el cuento. Desde esa perspectiva, la inspiración deviene únicamente la llave de ignición del complejo creativo. Lo demás es un proceso regulado a sangre fría. Como en un laboratorio de alquimia, la creación echa mano de los contextos del autor: su biografía, sus vivencias, sus lecturas, sus antecedentes familiares, sus accidentes. De la misma forma intervendrán sus códigos lingüísticos, retóricos, técnicos y temáticos derivados de la lectura de los grandes autores de la literatura universal. Esos códigos se despliegan y se concretan en la historia conforme se escribe y, más aún, cuando se reescribe, se poda, se deja en su forma más precisa y tensa. Para llegar a ese punto de efectividad narrativa se deben toman decisiones fuertes: cortar los excedentes, los ripios, las digresiones gratuitas y, muy particularmente, aquello que más nos gusta. Decía el escritor William Faulkner: kill all your darlings, en referencia a esa hacha cruel que debe acabar con frases, personajes, párrafos cercanos a nosotros de manera sentimental o excesiva, ya que suelen ser construcciones herméticas cuyo significado es claro para el autor, pero no para nadie más. Entonces y sólo entonces aparece el cuento.  

Los escritores son producto de la época que les tocó vivir. Las coordenadas de sus historias se plantan en el tiempo y el espacio conocidos. La inquietud de la creación marca las búsquedas, los experimentos estructurales o temáticos, y en general el crecimiento de cada creador. El oficio se desarrolla con la práctica. Pero la capacidad de generar emociones (la experiencia literaria) depende mucho de la sensibilidad y la empatía que generan en los lectores ese cúmulo de elecciones del escritor.    

Cuando en mis talleres me preguntan los alumnos sobre cómo se echa a andar el complicado mecanismo de las emociones en sus textos, yo les digo que en su mundo ficcional se debe proponer un estado de cosas que repercuta en los personajes de ese mundo y alcance a resonar en la sensibilidad del lector, quien la sentirá vibrar como lo haría una piedra al golpear un cuerpo de agua en una mañana soleada y silenciosa. Perturbación, estupor, aleteos de esa criatura intangible que se mueve entre los intersticios del miedo y la ternura, la rabia, la esperanza, la tristeza o la dicha. El lector nunca saldrá indemne de la lectura de un cuento escrito con las vísceras, la sangre y la lucidez de quien se entrega en cuerpo, conocimientos y alma a la creación de textos precisos, entrañables, que abran una pequeña rendija hacia el paisaje donde habitan, todavía, los sueños más luminosos del ser humano. 

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