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lunes, mayo 6, 2024

Los mareados

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Un fenómeno que agobia a las instituciones –llámense educativas, gubernamentales, empresariales– es lo que se llama “marearse en un ladrillo”. La persona que sufre el súbito mal empieza a darse cuenta de que por sus venas corre un calorcito desconocido. Su voz sube de tono, su paso se hace más firme. De ser simple prefecta la vida la llevó a ser la directora luego de 20 años de sacrificio. Entonces, ¿por qué no habría de mirar con fiereza a la maestra que llega corriendo, toda despeinada, con la bolsa amarrada al cuello y dejando un reguero de papeles en su camino al checador? La fuerza de su cargo la convierte en detentadora del poder supremo, ese que se impone mediante gritos, suspensiones, castigos económicos a los maestros que no comulguen con su forma de “administrar” el plantel.  

El fenómeno citado tiene niveles que se pueden ir calculando de acuerdo con el creciente descontento de quienes sus altezas reales empiezan a considerar sus “súbditos”. La grilla y el chisme empiezan a recorrer rincones, baños, pasillos. Todos hablan del maltrato, el hostigamiento, el abuso por parte de esos nuevos jefezuelos enfermos de un cuestionable poder. Sea un escalafón o un cargo superior, los que antes no eran más que pollitos sueltos (los pollos suelen cagarse donde se paran), ahora se sienten gallinas o gallos empoderados que recorren los pasillos de las oficinas luciendo un membrete que ostenta su nuevo puesto. 

El que se marea en un ladrillo parece que de pronto tiene el derecho de enlodar a sus antiguos jefes (esos que creyeron en él o en ella, que metieron la mano al fuego por mejorar su nombre o su puesto), de pisotear su prestigio y lanzar chismes que, por supuesto, se convertirán en bolas de nieve cada vez más grandes. La soberbia de sus actos, las nuevas reglas que se inventan, las faltas que señalan en contra de quien ni la debe ni la teme, dañan la historia misma de las instituciones donde se desempeñan. Resulta muy raro que alguien se acuerde de los buenos trabajadores, maestros, directores, dueños de empresas, de misceláneas, de buenos bibliotecarios o carniceros. Sin embargo, los mareados se recuerdan como parte de los mitos oscuros de la institución. Pasan los años y la gente sigue recordando a las miserables personalidades que se treparon en su ladrillo y desde ahí mancharon el buen nombre de fulano o de mengano, si no es que de la misma institución. 

Dichos ejemplares surgen de vez en cuando y sus arbitrariedades se recuerdan así se hayan jubilado. Cuando están en activo, no pueden evitar admirar su buena suerte, lo bien que los trata la vida, la perra fortuna de sus compañeros, a quienes persiguen con paciencia de cazador de conejos. En lugar de dar lo mejor de sí y de sus habilidades en el trabajo, se convierten en espías pinochetistas planeando todo el día esquemas en contra de aquellos que los critican o los enfrentan. Su compromiso con la institución por lo general desaparece. Entienden que todos los demás son sus esclavos y son los encargados de sacar la chamba; ellos, los meros meros,  están ahí para chicotear y hacer que cumplan con sus deberes, sus metas, sus ventas. Por supuesto, sus apetitos crecen: necesitan reconocimientos, aplausos, palabras al oído. Empiezan a creerse más altos, más hermosos, más carismáticos y más inteligentes. Los mareados se encargan de imponer su presencia, su cargo y su podercito donde quiera que se paran. Pueden ser la hija más chica de una familia de 5 hermanas, pero de pronto esa niña ninguneada pasa a ser tan importante como la adorada primogénita que no ha hecho nada excepto haber nacido antes que ella. O puede ser un esposo sin mucha relevancia en su casa, al estilo del viejo personaje de la telenovela Gutierritos, que luego de un aumento de jerarquía en su trabajo se permite actuar con prepotencia y malos modos, muy lejos del personaje anodino y gris al cual siguen viendo los demás en él o en ella. ¿Por qué los siguen viendo cómo eran? Simple. Su nueva conducta es producto de una mala percepción del poder. Que te asciendan y te den cargos directivos no implica un crecimiento automático de tu importancia. Al contrario. La importancia y el poder se ganan con trabajo y decisiones acertadas. Con responsabilidad y compromiso hacia las instituciones y la gente que trabaja en ellas. Siendo capaz de seguir aprendiendo, de seguir apoyando y, sobre todo, de seguir pensando que los cargos son efímeros pero la vida, las amistades y la sociedad son perdurables.  

Mucho se ha dicho que todos nos movemos en una eterna rueda de la fortuna. A veces estamos arriba y a veces estamos abajo. Donde quiera que estemos, lo importante es contribuir al mejoramiento de nuestra sociedad. Los mareos y los bailes en el ladrillo son propios de personas inmaduras, inestables y fanáticas, así sean políticos, maestros, doctores, funcionarios, barrenderos o simples marchantes. Si vieran lo ridículos que se ven caminando entre los cubículos con la nariz en alto, vociferando órdenes, cambios, correcciones sin más argumentos que sus verijas inflamadas, quizá cambiarían su actitud de perdonavidas y dueños del árbol que acaban de orinar. Se pasean por la sala de su casa y por los pasillos de la empresa como francotiradores a la espera de cualquier error, por pequeño que sea. Dejan de ser “La Rana” “El Perro” o “La Güera” para convertirse en el “Lic. Daniel”, “Don Eladio” o “doña Natividad”. Así quieren que los nombren, con todo y su título nobiliario. Ya son personas de respeto, de razón. Son jefes y todos se me cuadran. Ya llegaron los que saben, los de la firma pesada, de valor. O al menos son los que le cargan la cola al sub (y aplíquenle el cargo que más les acomode: director, teniente, secretario) y por eso tienen un lugar de privilegio en la organización. Privilegio relativo, condicionado a las circunstancias cambiantes de la economía, la política, las administraciones que van y vienen. Y cuando los mareados deben abandonar su ladrillo, la caída suele ser dolorosa. No acaban de entender dónde quedó la alfombra roja sobre la cual hacían sus recorridos diarios, el látigo en la mano y la sonrisa mafiosa en el rostro. Acostumbrarse a ser de nuevo Daniel, Eladio o Natividad a secas no les resultará fácil. Tampoco les será fácil recibir las críticas de sus desmesuras, sus malas decisiones, sus abusos. Se quedarán a la espera de un nuevo vuelco de la fortuna, quien quita y por un milagro se ganan la confianza y vuelven a caerle bien al nuevo director, o al secretario, al CEO o a quienquiera que decida los cargos y los salarios de la institución donde lleven a cabo sus labores. Sin duda, el fenómeno de los mareados es un mal derivado de la impotencia y la frustración. ¿No dicen por ahí que “el que nunca tuvo y llega a tener, loco se quiere volver”? 

Mi consejo (si es que le sirviera a alguien que esté padeciendo en estos momentos el maltrato de algún mareado): aguante, nada es para siempre. Mejor aprenda lo que usted no debe hacer cuando le toque subir en la estructura.

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