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miércoles, mayo 1, 2024

Sigilo 50

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Capítulo 50

 

La sangre señalada

 

Cuando Maribel y yo llegamos al hospital nos encontramos a Antonio sentado en una banca, en el vestíbulo, leyendo en su iPad la versión electrónica de Hipócrita Lector, el diario que consultaba con verdadero interés desde que aceptó su condición de avecindado en esta ciudad de la cual ignoraba tantas cosas; entre ellas el temple de sus mujeres que, de manera circunspecta, alevosa pero urbana, son capaces de librar batallas inauditas para desterrar o combatir a los demonios vernáculos o a los visitantes incómodos. Virtudes y habilidades que yo adquirí muy pronto, bien aconsejada y adiestrada por las más poblanas de las Hermanas de la Luz.

Así, con cierto tiento, sin omitir el despliegue de mi íntima molestia le expliqué lo que había pasado su con su tía: la despedí, y no quería tenerla cerca, ni siquiera a dos kilómetros de distancia, de mi pequeña Amaris. Mi marido desorbitó sus claros ojos y antes de que sus labios se abrieran para expresar su desacuerdo o disgusto continué con un dejo de angustia, no del todo fingida, en la voz:

–La quiero mucho, sé que es de tu familia. Pero ahora sí se pasó de la raya. El médico me confirmó hace rato que a la nena le administraron un coctel salvaje de varias sustancias entre las que los químicos pudieron distinguir dosis excesivas de yodo y proporciones ingentes de aceite de ricino. Y todo por hacerle caso a las cadenas de whatsaap que circularon en las redes de señoras desocupadas, y tías ignorantes como ella.

Antonio, obviamente, se enojó y me contestó que debí de habérselo dicho primero. Su mirada, no obstante, me indicaba su enorme preocupación por nuestra hija. Así que consideré ganada la disputa y agregué:

–Entenderás que no la quiera tener en mi casa –le dije.

–Como sea, es mi invitada –me contestó casi conforme con mi decisión–, no puedo permitir que ande a estas horas de la madrugada en la calle. Voy a buscarla.

–Ojalá no la encuentres porque no voy a admitirla de nuevo cerca de nosotras –repliqué
con mayor severidad.

–Lo comprendo –me contestó con tono mediador–, sólo te pido que esperes por la
niña que están a punto de darla de alta.

Cuando Antonio nos dejó solas, subimos al cuarto de la niña. En el elevador Maribel, que se mantuvo al margen de mi diálogo con Antonio, habló como si se dirigiera a un público en el cual yo no estuviera incluida:

–Éste es el designio de la sangre señalada.

La misión que la acompaña no es nada sencilla. Para cumplirla hay que sacar fuerzas de ella misma para enfrentar el futuro ya inminente. Es una carga y un arma.

Y como agregándome de repente a su disertación, me vio directamente a los ojos y dijo:

–La oscuridad ya se infiltró en tu familia.

La tía, tan buena y sencilla, es un vector de daños y vilezas. Ojalá Antonio, con todo y lo que la quiere, encuentre la manera de hacerle frente y alejarla de ti.

Yo estaba de acuerdo con Maribel en casi todo, sobre todo en que Antonio alejara de nosotros a su entrometida tía; pero eso de vector de mal me pareció francamente exagerado, así que, mirando de reojo a mi amiga, salí del elevador moviendo la cabeza.

En efecto, la enfermera a cargo me informó que no tardaban en dar de alta a la nena y entregármela para llevarla a casa. Aprovechamos entonces para ir a desayunar a la cafetería del hospital. Estábamos tomado una taza de café cuando vimos al hematólogo que me había atendido con anterioridad. Sin pensarlo lo llamé por su nombre y le di los buenos días. Sorprendido, con su vaso de café humeante se acercó a nosotras.

–Señora –me dijo–, qué bueno verla. Pasé a buscarla al cuarto de su hija y me dijeron que tal vez se habría ido usted con su marido. Me despertaron temprano para que viniera a examinar a Amaris, y no me hubiese ido tranquilo sin platicar con alguno de los padres.

–¿Cómo –le contesté sorprendida–, aparte de hematólogo, ¿es usted especialista en intoxicaciones y envenenamientos?

–No, señora. –Sonrió discretamente–. Me llamaron como hematólogo para revisar a la nena. El suyo es un caso verdaderamente sorprendente al que mis colegas de turno no le encuentran ninguna explicación.

–¿Cómo es eso, doctor? ¿Qué tiene mi niña? –pregunté intrigada.

–Básicamente, para decirlo en palabras entendibles –agregó el doctor–, su hija se curó sola. Los médicos tenían un mal pronóstico para la criatura desde que ingresó. Su nivel de envenenamiento era similar a la mordedura de tres víboras de cascabel. Discúlpeme si no se lo digo en términos médicos. Pero me importa que usted lo entienda.

–¿Y cómo se salvó Amaris, doctor? –pregunté.

–No estoy absolutamente seguro –me contestó pausadamente–, pero lo más probable es que esto haya sido una de esas rarezas de la sangre que ustedes tienen. Mi colega de Israel me ha consignado casos increíbles de sobrevivencia al consumo accidental de tóxicos poderosísimos.

No pude sino voltear a ver a Maribel, boquiabierta. Casi convencida de que la nuestra
era, como ella decía, una “ sangre señalada”.

Despidiéndose de nosotras, después de felicitarme por el buen estado de salud de la
niña, el doctor me preguntó en voz baja:

–¿Le han indicado que necesita traer a la niña a revisiones periódicas?

–Sí –le contesté.

–Yo le recomendaría que no lo hiciera –me indicó con suavidad y reserva–, he visto a tres de mis compañeros médicos muy interesados en los enigmas de la sangre de su hija. Uno de ellos es representante en México de un laboratorio de prácticas no muy recomendables. No tenían por qué estar aquí, como yo tampoco quizá. Lo más prudente es que aleje a su niña de cualquier revisión que no le haga un médico de su confianza. –Me dio una palmadita en el hombro y se marchó.

Maribel me veía con ojos de “yo te lo dije”.

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