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lunes, abril 29, 2024

Sigilo 24

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Capítulo 24

La invasión

 

El panic room era el cuarto más inteligente de toda la casa. En cuanto entramos la beba y yo, se prendieron las luces y se activaron las pantallas donde se veía cada uno de los demás cuartos. La rápida huida me recordó mi sueño, y que fue Julieta quien me recomendó el video del ingeniero Cantalapiedra.

Coloqué a la bebé en el piso, rodeada de los almohadones que alguna vez sirvieron para que Julieta y yo nos malviajáramos con sendos arguiles rellenos de hachís de sabores. El humo aromático saliendo de nuestros pulmones nos provocó un episodio de risas que luego de media hora desembocaron en llanto.

Ambas pasábamos por un periodo de depresión, ella porque su matrimonio se había ido a pique, y yo porque no veía hacia dónde estaba dirigiendo mis pasos. Recuerdo muy bien que ésa fue la primera vez que Julieta me habló de su infancia en un helado país europeo, donde la miseria y el hambre obligaron a sus padres a dejarla en un orfanato. Lo dirigían monjas agustinas, muchas de ellas víctimas de violaciones y torturas infligidas por soldados rusos, húngaros, alemanes y cuanto invasor quiso quedarse con una porción del país en los revueltos días de la II Guerra Mundial.

La mayoría de las hermanas de la congregación eran ya muy ancianas, y no soportaban las travesuras y escapadas de la niña que en aquella época se llamaba Nicoleta Szabo, y no toleraba estar encerrada y rezando todo el día. La pequeña solía ir a robar papas y bolsas de avena a los graneros de la zona. Cuando la agarraban le metían tunda tras tunda, mientras que los granjeros amenazaban con meterle tres tiros si la cachaban robando. Ya en el colmo del desvarío causado por el hachís, Julieta me contó que alguna vez se internó con su primer novio, un granjero de más de treinta años, cuando ella tenía tan sólo 14, en el tenebroso bosque de Hoia Baciu, situado en las inmediaciones de Cluj–Napoca, ciudad donde se situaba el orfanato.

Como ya se había acostado con el tipo, ella supuso que pensaba sacarla del orfanato y llevársela con él. Así que no puso objeción a desafiar el mito más grande de la región, después del conde Vlad Tepes y su manía de empalar cristianos, costumbrita que logró colgarle una medalla inmortal: la literatura lo convirtió en Drácula, un sujeto chupasangre, afecto a buscar compañeras para morderlas y convertirlas en esclavas sexuales.

El mito del bosque encantado, por su parte, era más un reto y una travesura de enamorados. Supongo que buscaban un lugar para pasar la noche sin metiches alrededor y por eso se metieron en ese lugar de pesadilla. Julieta me confesó haber sentido un miedo sobrecogedor. Después de algún escarceo, a los amantes los envolvió una pesada neblina y ambos se quedaron dormidísimos. Al día siguiente ella amaneció, vestida tan sólo con su ropa interior, en un callejón de la ciudad. Su novio pedófilo jamás apareció. O eso le dijeron a ella cuando regresó al orfanato. Cuando le pregunté a qué edad había llegado a la Ciudad de México, me comentó que una pareja chilanga la había adoptado a los dos meses del incidente. Y que nunca más había vuelto a hablar su idioma materno, el romaní. Recordé la vez en que la había oído hablando en un idioma raro. No era, sin embargo, el que se hablaba en Rumanía. Lo sabía porque en algún tiempo me dio por estudiar fonética y nos habían hecho repasar muchos idiomas romances.

Quizá estar en casa de mi amiga y haber escuchado a Cantalapiedra y sus relatos me disparó el sueño de Julieta corriendo por entre árboles umbríos, doblados por el peso de almas de suicidas y condenados a algún infierno donde sombras malvadas los agobian por el resto de la eternidad.

Para sombras malvadas la que deambulaba por la casa. Pero la invasora era más que una sombra: claramente era una persona de carne y hueso. Y llevaba una mañanita como las que tejía Pancha. Es más, era la Pancha, quien fiel a sus hábitos de vieja criada empezó a levantar el tiradero de la recámara. Me dio risa verla sacudir con gran energía las sábanas y las cobijas. Si hubiera pensado que había un extraño en el departamento, ya habría llamado a la policía, me dije. Seguro que sabe quién está aquí, reí para mis adentros. Una de mis voces suspiró como al pasar:

–No salgas. Que no te vea.

¿Cómo supo ese ente, o lo que fuera, de mi deseo de salir y aparecer frente a la Pancha para preguntarle si sabía algo de Julieta?

Hice caso a mi consejera fantasma y vi por un segundo monitor a la mujer que dejaba tendida la cama y se dirigía a su cuarto. Adiviné que estaba enojada, por el ceño fruncido, los puños crispados y la desesperación con la que abrió la puerta de su cuarto. Una vez adentro se dirigió con decisión a su cómoda, abrió el cajón donde estaban el video y la libreta, repasó el fondo una y otra vez, sin éxito. Acabó por sentarse, frustrada. La vieja se rascaba la cabeza, incrédula. Entonces se levantó de un salto y corrió por toda la casa buscando debajo de muebles, dentro de los clósets, las alacenas, los patios, el vestidor y hasta en el horno. Supuse primero que nos buscaba a nosotras. Pero su insistencia en abrir cajones aquí y allá me llevó a pensar otra cosa. El video. Eso era. Y tal vez la libreta, si la había encontrado antes que yo.

Durante todo su recorrido no volteó ni una sola vez en dirección del panic room, con lo cual deduje que esa habitación de manías persecutorias no estaba en su radar. ¿Viviendo con Julieta por años? Se me hacía difícil creer que mi amiga no hubiera compartido la existencia de ese cuarto secreto con la persona que limpiaba la casa. Y sus tiraderos. Y sus
vómitos. Y el vino regado por todas partes.

De pronto vi el rostro de la Pancha en primer plano. Se había acercado a la cámara situada encima del panic room. Parpadeó y volteó a todos lados. Empezó a pegar a puño cerrado por toda la pared. O lo que ella creía que era una pared. Julieta había tenido gran cuidado en aislar por completo su escondite. La pared sonaba normal. ¿Entonces sí sabía ella de ese cuarto? ¿Se lo habrían sacado a Julieta bajo tortura? ¿Por qué me asaltó la idea de que ella, la Pancha, era cómplice del secuestro?

La niña dormía, noqueada por el aguardiente de tejocote. En un pestañeo, empecé a ver todo rojo. Me vi en el espejo del pequeño baño. Mi ojos eran dos lagos de sangre. Vomité y caí sin fuerzas en el piso de mosaicos blancos. Un charco de sangre empezó a crecer en torno de mi cabeza mientras un zumbido abrumador me sumía en la inconsciencia.

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