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sábado, mayo 4, 2024

Un premio a la perseverancia

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Premio Nobel Fisiología o medicina 

Imagen Original: Thorne Media at 0:08 and 0:28, cropped, brightened – Breakthrough (Part 1) – 2022 Life Science Medalists, Katalin Karikó and Drew Weissman on Vimeo, CC BY 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=138415702

Mario de la Piedra Walter* 

 

Pocas veces la decisión sobre quién merece un premio Nobel habrá sido tan unánime e indiscutible como la del premio Nobel de Fisiología o Medicina de este año. Katalin Karikó y Drew Weissman recibirán este 10 de diciembre, aniversario luctuoso de Alfred Nobel, el premio Nobel por “sus descubrimientos sobre las modificaciones de base de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm eficaces contra el COVID-19.”  

En el pasado, el comité encargado de elegir anualmente al ganador ha expresado que la selección se basa en los mismos criterios establecidos por Alfred Nobel en su testamento de 1895: 1) “premios a aquellos que, durante el año anterior, le hayan conferido el mayor beneficio a la humanidad”, y 2) “una parte a la persona(s) que haya(n) hecho el descubrimiento más importante en el campo de la fisiología o la medicina.”  

Interpretar estas condiciones no siempre resulta sencillo, por lo que el Premio Nobel no está exento de controversias. Sin embargo, es difícil imaginar un avance científico más revolucionario e impactante que aquél que puso un freno a la pandemia más mortífera de los últimos 100 años. Desde que se notificaron los primeros casos de neumonía atípica en Wuhan a finales del 2019, se estima que el COVID-19 ha sido responsable de la muerte de al menos 7.3 millones de personas en el mundo (otros estiman hasta 18 millones).  

En cuestión de meses, el COVID-19 se convirtió, según las estadísticas oficiales, en la quinta causa de muerte global, siendo responsable de una de cada veinte muertes en el 2020. Según otros modelos, fue responsable de una de cada diez muertes, colocándose como la tercera causa de muerte detrás de las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. 

El 8 de diciembre del 2020, tan sólo un año después de los primeros reportes de la enfermedad, se aplicó la primera vacuna contra el COVID-19 fuera de un ensayo clínico. Se estima que gracias a la vacuna, tan sólo en el 2021 se previnieron entre 14.4 y 19.8 millones de muertes en 185 países.  

Desgraciadamente estas cifras no se distribuyen equitativamente alrededor del mundo, desenmascarando un grave problema de desigualdad (y solidaridad) entre los países ricos y pobres. Fuera de esto, no existe controversia alguna acerca de su eficacia y seguridad, aunque algunos negacionistas argumenten que no es posible desarrollar una vacuna segura en un periodo tan corto de tiempo. Lo que no saben, o no quieren saber, es que esta tecnología es el fruto de más de 40 años de investigación y tanto Katalin Karikó como Drew Weismann son sus pioneros. 

Aunque el Nobel premie los avances científicos más relevantes del año anterior, la realidad es que todos los trabajos representan décadas de esfuerzo y, por qué no, de resilencia. Pocas historias son tan representativas como la de Katalin Karikó, una inmigrante húngara que llegó a los Estados Unidos cargando sólo con sus ideas. Pero para llegar a ella, tenemos que entender primero qué es el ARNm y cómo se relaciona con la vacuna contra el COVID-19. 

El dogma central de la biología molecular es una teoría que postula que la información genética fluye en una sola dirección, del ADN al ARN y del ARN a la proteína (hay sus excepciones). El ADN (ácido desoxirribonucleico), que se encuentra en los cromosomas dentro del núcleo de la célula, contiene las instrucciones para fabricar las proteínas que determinan la estructura y función de todas las células. Estas proteínas están formadas por aminoácidos, cuyas instrucciones de ensamblaje están codificadas en una secuencia de nucleótidos.  

La maquinaria necesaria para producir las proteínas se encuentra fuera del núcleo, en el ribosoma, por lo que se precisa de un sistema para transmitir la información desde el núcleo hasta este. El ARNm (ácido ribonucleico mensajero), como su nombre lo indica, cumple esta función.  

Se trata una cadena de nucleótidos, casi idéntica al ADN, que contiene una plantilla (secuencia) con las instrucciones de ensamblaje. La máquina productora de proteínas, el ribosoma, lee estas instrucciones y las traduce en aminoácidos para formar una proteína 

Con el descubrimiento del ARNm en 1961, y que le valió el premio Nobel a sus descubridores, se abrieron centenares de posibilidades. En teoría, podría fabricarse cualquier tipo de proteína utilizando el mecanismo propio de las células.  

Nuevas tecnologías para la edición genética, sustitución de proteínas, terapia celular y nuevas vacunas se vislumbraban en el futuro cercano. Esto atrajo la atención de Karikó, que en 1985 vendió todas sus pertenencias y emigró junto con su esposo de su natal Hungría, entonces parte de la Unión Soviética, hacia los Estados Unidos convencida de sus posibles aplicaciones.  

Sin embargo las grandes promesas del ARNm parecían no concretarse y el interés de la comunidad científica se perdió con el pasar de los años. Dos problemas parecían irresolubles: la molécula era muy inestable cuando era inyectada dentro de un organismo por lo que no se producían proteínas suficientes y, si a caso, el ARNm era reconocido por el sistema inmunológico como un cuerpo extraño, desencadenando una respuesta inflamatoria que podía ser mortal.  

En la década de los noventa un grupo de investigadores logró cubrir la molécula de ARNm con nanopartículas lipídicas, volviéndola más estable. Esto representó un hito dentro de su campo, pero lejos estaba de resolverse el problema. Para la mayoría de los científicos, trabajar con RNAm era un callejón sin salida.  

A raíz de esto, Karikó perdió el apoyo de su propia universidad en Pensilvania. Tras años de rechazos en busca de subvenciones, fue degradada de su posición como profesora adjunta a investigadora y la Universidad de Pensilvania le advirtió que nunca obtendría el título de profesora de tiempo completo.  

En 2000, con el ánimo por los suelos y considerando abandonar sus investigaciones, Katalin Karikó conoció en la fotocopiadora de la facultad a Drew Weissman, eminente inmunólogo que buscaba una vacuna contra enfermedades como el VIH. Ambos se quejaron de la falta de recursos para la investigación sobre el ARNm y él la invitó a formar parte de su laboratorio.  

Foto: Esimagen

Muy pronto se percataron de que otro tipo de ARN, el ARN de transferencia (ARNt), no causaba reacciones inflamatorias cuando era utilizado como control en sus experimentos. Intuyeron que, aunque la molécula era prácticamente idéntica, alguna diferencia evitaba que el sistema inmune la reconociera como cuerpo externo.  

En el 2005 la encontraron, sustituyeron uno de los nucleósidos de la secuencia del ARNm (pseudouridina por uridina) y no sólo notaron que no se producía una respuesta inflamatoria sino que también se producían más proteínas. Sin imaginarlo, habían ganado un premio Nobel.  

A falta de atención por parte de la comunidad y de su universidad, fundan en el 2006 su propia empresa y patentan sus descubrimientos. A partir de ahí encadenan una serie de pequeños éxitos que les permiten transmitir instrucciones a las células, de forma eficaz y segura, para producir diferentes tipos de proteínas. Entre ellos destaca el perfeccionar la vía de suministro del RNAm utilizando las nanopartículas lipídicas. En el 2013 Karikó aceptó un puesto en BioNTech después de escuchar que compañías farmacéuticas como MODERNA y AstraZeneca trabajaban en conjunto con tecnología ARNm.  

Fue durante la pandemia de COVID-19 que el alcance de sus investigaciones se pondría a prueba. Hasta ese momento, las vacunas disponibles se basaban en un mismo principio. Nuestro sistema inmune tiene dos formas de protegernos de las infecciones: a través de la respuesta inmune innata, que es una defensa inmediata y generalizada, y la respuesta inmune específica que involucra la especialización de células para combatir un patógeno específico. La última toma más tiempo pero es más eficiente y puede protegernos de infecciones futuras. Para montar una respuesta inmune, nuestro sistema inmunológico primero tiene que reconocer alguna estructura del patógeno como ajena, usualmente una proteína (antígeno), y presentarla a través de las células dendríticas (células presentadoras de antígenos) al resto del sistema inmune. Después de combatir la infección inicial, el sistema inmune fabrica células de “memoria” para una respuesta más rápida y efectiva en caso de producirse una infección con el mismo patógeno más adelante. Las vacunas funcionan como una especie de simulacro de infección. Se inyecta un pedazo del virus o de bacteria, normalmente proteínas que por sí mismas no causan una infección, para que el sistema inmune las reconozca y se prepare para una infección futura. 

Desgraciadamente, esta técnica es muy poco efectiva contra cierto tipo de virus que incluyen los coronavirus. El coronavirus posee en su superficie una proteína bastante distintiva, la proteína de pico, necesaria para adherirse a las células. A pesar de que es prácticamente la única estructura del coronavirus que nuestro sistema inmune reconoce como patógeno, no es posible montar una respuesta inmune adecuada a través de las vacunas convencionales. Por esta razón, cuando se identificó al coronavirus como responsable de la nueva enfermedad, muy pocos pensaron que se podía generar una vacuna eficiente, ya que las vacunas convencionales habían fallado frente a otros tipos de coronavirus como la gripe estacional. Para aquellos que trabajaban con la tecnología ARNm, después de casi cuarenta años, había llegado el momento. Una cadena de ARNm podría utilizarse para reproducir la proteína de pico del coronavirus y generar suficientes anticuerpos para neutralizarla. De esta manera, el cuerpo tendría las herramientas necesarias para combatir cualquier infección por COVID-19. 

A principios del 2020, China hizo pública la secuencia genética del COVID-19. Al día siguiente, MODERNA utilizó esa secuencia para rastrear las instrucciones necesarias para producir la proteína de pico. Bastaron sólo un par de días para crear la cadena de ARNm que codificara para esa proteína. La tecnología para aplicar vacunas ARNm llevaba años disponible y al mes siguiente se iniciaron las primeras pruebas contra COVID-19 en humanos. En los meses siguientes la vacuna completó todas las fases de los ensayos clínicos con resultados extraordinarios, alrededor de 95% de efectividad y ningúna hospitalización. Cuando Katalin Karikó y Drew Weissman recibieron una llamada por parte de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) con los resultados, ninguno de los investigadores se mostró sorprendido, sabían que la tecnología funcionaba. 

Foto: Esimagen

En menos de un año, se inició una campaña sin precedentes de vacunación global contra la nueva enfermedad, pero se necesitaron casi cuarenta años para poner todas las piezas en su lugar y, por supuesto, la genialidad y perseverancia cientos de investigadores. Katalin Karikó relata en una entrevista que cada rechazo, más que desmotivarla, representaba para ella una oportunidad de afinar y mejorar sus experimentos. Cuando en una entrevista se le pregunto a Drew Weissman, qué lo hacía sobresalir entre tantos científicos, él respondió: “Yo no me veo sobresalir sobre ningún científico. Soy sólo uno de los muchos científicos involucrados en el desarrollo de la vacuna. Katalin y yo hicimos el ARNm, que fue crucial, pero también hubieron muchas personas cruciales. Los que hicieron las nanopartículas, los que descifraron la secuencia, los que llevaron a cabo los ensayos clínicos, los que formaron parte de ellos. Hubieron miles, sino es que decenas de miles de personas que hicieron posible esta vacuna y todos son importantes, todos deben ser reconocidos.” 

En una época dónde el fantasma del nacionalismo se asoma en distintos países, las fronteras se hacen más angostas, se recortan los presupuestos y se niegan fondos para investigaciones en el extranjero, es importante conocer esta historia. Este año, seis de los ocho ganadores del premio Nobel tienen raíces migratorias. Casi el 40% de los laureados en la historia de Estados Unidos no nacieron en suelo estadounidense. De alguna forma, el premio Nobel representa el sueño de la universalidad. Más que premiar a una persona o a una institución, premia esa labor humana que es la búsqueda del conocimiento y su aplicación para el bien común. 

Foto: Esimagen

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