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domingo, mayo 5, 2024

Miguel Barbosa, el ajedrecista que pocos entendieron

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Miguel Barbosa Huerta fue un hombre al que muchos no supieron entender.

El mismo ironizaba sobre esa falta entendimiento. “Me dicen el gobernador rencoroso. ¿Qué quieren que haga? ¿Que voltee a otra parte? ¿Que deje todo así como está? No, no, no”, soltó una vez a bocajarro en sus memorables conferencias matutinas. El tema no podía ser otro que la obscena corrupción que heredó del morenogalismo en el gobierno del estado.

Un botón de muestra.

A inicios de octubre de 2020, en pleno auge de la pandemia y todo lo que eso implicó, Miguel Barbosa peleaba diferentes frentes. El diminuto virus que se alojó en la panza de un tragón de murciélagos de Wuhan, China, no fue obstáculo para que pusiera frente a los ojos de la opinión pública los excesos hallados.

El 8 de octubre de ese año, el mandatario pronunció una de sus más emblemáticas frases que resumieron casi una década de un modelo de negocios que quebró las finanzas públicas y saqueó al estado: “¡Pues qué se sintieron estos cabrones!”.

“¡162 escuelas pagadas y no construidas!”, “¡162!”, lamentó el mandatario.

“No voy a permitir que lo que ha ocurrido en Pue- bla se quede así. Si hablas del Tren Turístico, fraude. Si hablas del (Museo Internacional del) Barroco, fraude. Si hablas de la Plataforma Audi, fraude. Si hablas del Teleférico, fraude. Del estadio, fraude. En todos lados. Si hablas del CEAS, fraude”.

Ese era el hombre al que pocos lograron entender. Y es que es difícil creer que un político, una autoridad, un gobernante sea capaz de meterse a las fauces de la bestia para castigar la corrupción. Eso no se había visto nunca. Menos en un estado y un país en que los moches, las riquezas mal habidas, el saqueo de las arcas y el inconsciente colectivo de que arribar al gobierno era ganarse la lotería para ser inmensamente rico, son el pan nuestro de todos los días.

Claro que no es fácil entender a un sujeto que está dispuesto a aplicar la ley. Y mucho menos si es capaz de encerrar a los hombres icónicos del mundillo político que actuaban como verdaderos cabecillas de la delincuencia organizada.

Para que haya un cambio es necesario transfor- mar la realidad. Barbosa lo sabía y muy bien. Parecería que todos los años que vio y resistió al poder emanado de la élite nacional, su paso por la Cámara de Diputados y el Senado, su lucha dentro de la izquierda, su operación política para mantener la gobernabilidad de un partido infestado de tribus, lo habían preparado para gobernar a su estado.

De ahí que fuera el único gobernador de Morena que no tuviera miedo a elevar la voz ante las injusticias que consideraba se cometían desde la Federación. Tampoco para plantar cara a los funcionarios y hombres de la Cuarta Transformación que pretendían sacar raja a costillas de la entidad.

Miguel Barbosa fue el dique contra el que choca- ron los grupos nacionales que se lamían los bigotes ante el suculento filete que representa Puebla. Todos los que lo intentaron, mordieron el polvo y se llevaron entre las patas a sus alfiles locales.

Más de una vez intentaron montarle una celada y nunca pudieron.

Son célebres las anécdotas de quienes brindaban por sus sueños de opio: Arrebatarle el Congreso del estado, mantener el control de los diputados federales y presidentes municipales. Todo eso sería suficiente para cercarlo y obligarlo a dimitir.

El proceso electoral de 2021 fue una cubetada de agua fría. Barbosa no sólo fue el ganador indiscutible de la contienda, sino que sacó a relucir la estatura política de cada uno de los grupos locales que se asumieron como sus adversarios.

Tampoco es fácil entender a un hombre que en cuatro años logró limpiar al estado de corrupción, recomponer las finanzas, castigar la corrupción (todavía faltan muchos más, pero hay miles de querellas presentadas contra los responsables), darle un mazazo al crimen organizado y principales genera- dores de violencia; desmontar el régimen pasado para crear uno nuevo; terminar con la casta divina del Poder Judicial; crear una nueva clase política; darle vida institucional a Morena y dotarlo de una estructura política-electoral que muchos envidian. Y, bueno, su última jugada fue la provocación.

La marcha de la supuesta defensa del INE dejó al establishment morenista impávido, menos a Miguel Barbosa. Un día después de la movilización salió a recordar que la calle siempre ha sido de la izquierda y convocó a una marcha en defensa de la Cuarta Transformación y el presidente López Obrador.

Pasaron tres días y el animal político que vive en Palacio Nacional entendió el guiño e hizo suya la iniciativa. El 27 de noviembre salieron más de un millón de morenistas y la marcha del INE se olvidó de un plumazo.

Luego vino la movilización local, denominada la marcha de los 100 mil, y quedó claro quién era el mejor aliado del presidente en Puebla y quién era el único con la capacidad suficiente para garantizar que los gobiernos de Morena sigan vigentes en 2024.

En los últimos meses de su vida, Miguel Barbosa no dejaba de repetir que la estrategia era acompañar al presidente y a Claudia Sheinbaum. Eso le permitiría mostrar al presidente que había las condiciones suficientes para que las cosas de Puebla se definieran en Puebla. Una jugada más en su ajedrez político para controlar su propia sucesión.

Es comprensible que muchos no entendieran a Miguel Barbosa. Así como tampoco que no dieran crédito que un brillante ajedrecista fuera —además— un polemista ácido, lúcido, crítico, buen fajador con un puño que se acercaba al legendario Manos de Piedra Durán.

A muchos no les gustaba el estilo personal de gobernar de Miguel Barbosa.

“Me dicen el gobernador rencoroso”, ironizaba sobre el epíteto que le endilgaban.

Hoy que ha fallecido no faltarán las elegías de aquellos que lo detestaban y se negaban a entenderlo.

Es comprensible.

No todos los días se tiene la oportunidad de conocer a un hombre que decidió romper con el pasado político para refundar un estado y su forma de hacer política.

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