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martes, abril 30, 2024

Sigilo 06

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Capítulo 06

Noche contra la noche

 

Cada vez que pensaba en las noches previas a la de bodas, mi memoria llegaba a un callejón sin salida. A la fecha creo que las idas a los bares y fiestas anónimas en aras de una supuesta despedida de mi “última soltería”, como llamaba Julieta a mi coloidal estado civil, fueron en verdad un exceso, incluso para nosotras, siempre tan excedidas. Pero el dato más desconsolador era que, antes de esa noche, las relaciones con Antonio habían sido mecánicas y desabridas. No me importaba mucho. Había adoptado como mía la idea de Julieta: siempre habrá otras opciones. Amigos, conocidos, one–night–standers, tríos y demás combinaciones estarían siempre ahí, con sus infinitas variantes, esperando sacarme de mi aburrimiento existencial.

Para prueba nos bastó un botón: el que juntas apretamos para iniciar largas jornadas en antros, con amigas swingers y sus esposos siempre dispuestos a convertirse en dioses complacientes hacia las mujeres húmedas y briagas siempre a su disposición. El torrente de esas noches fue como un efluvio de lava, sudores y cuerpos resbalando en charcos de vómito y vino derramado en pisos de mármol o en alfombras de Kermán que recibían la ofrenda de semen y carne y fiebres sobre sus filigranas rojas.

Pero la noche de la boda, la experiencia fue tan intensa que se hundió en las aguas cenagosas de una borrachera no desea da. Estaba segura de que, al fondo de esas aguas, si me decidía a buscarla, encontraría una verdad incómoda: que otro hombre había estado conmigo aquella noche. Retazos de recuerdos me traían su cabello rizado, el arco perfecto de su espalda, las nalgas cabalgando musculosas sobre mi pelvis. El espejo colocado
encima de la cama me había dejado esa imagen perturbadora. La neblina del alcohol había contribuido sin duda alguna a esa especie de alucinación óptica. ¿O sería verdad? Las voces
y murmullos que recordaba haber escuchado alrededor de la cama ¿serían producto de la borrachera? Nunca me atreví a preguntarle nada a mi marido. Sentía que la pregunta contenía una ofensa implícita. Así que callé. Hasta el día en que mi ginecólogo confirmó la presencia de un feto en mi útero.

Antes de esa funesta tarde, la rutina del matrimonio había espantado casi todas mis preocupaciones. Ya instalados en el nuevo departamento, nuestra vida sexual quedó inmersa en el ritmo suave de una agenda que privilegiaba el trabajo y las labores de la casa. Una rutina harto conocida, claro. La única diferencia consistía en que ahora yo trabajaba por gusto y no por necesidad. Antonio cubría todos mis gastos, así que mi salario se iba íntegro a la compra de libros, a mi estudio y al ahorro.

Cuando me dieron la noticia del embarazo, mi estupor espantó a mis amigas. No entendieron que en mis planes nunca hubiera entrado un hijo. Tomaba anticonceptivos y me había mandado poner un dispositivo intrauterino. Lo tenía muy hablado con Antonio, quien se limitó a sonreír cuando le di la noticia entre sollozos y gritos. Solo Julieta se puso de mi lado, quizá porque suponía que pudiera haberme embarazado de alguno de
esos hombres que, sin preguntarme primero, me habían penetrado sin condón antes de la boda.

Su preocupación se disipó cuando hicimos cuentas con el ginecólogo. La inseminación no podía haber ocurrido durante el spree de acostones con el que le dijimos adiós a mi soltería, hacía ya casi dos meses. Mi embarazo no pasaba de las 3 semanas, tiempo exacto de la primera noche de bodas.

–¿De veras estabas tomando anticonceptivos, mi Vale? –preguntó Esperanza, con sorna.

–A lo mejor querías amarrar el compromiso con tu marido rico, ¿no? –Catalina no dejaba de sonreír con esa sonrisa que le marcaba arrugas profundas en una piel acartonada, fibrosa gracias a los muchos liftings de los últimos 10 años.

–No, Cata –respondí. –Solo no me veo como mamá, encerrada en mi casa, sin poder estudiar ni trabajar.

–¿Dejarás todos los estudios, nuestro grupo? –Parecía una pregunta alegre, como si Cata esperara con ilusión una respuesta afirmativa. Julieta pareció entender eso mismo. Levantó su copa y brindó:

–¡Por el bebé más luminoso y esperado del mundo! Las demás levantaron su copa al unísono y brindaron con cierta reticencia. Al final de aquella sesión le pregunté a Julieta si no sería mejor abandonar el grupo.

–¡Estás loca! Ellas te tienen envidia. Por tu juventud, tu buena suerte, tu inteligencia. Mándalas al carajo. Y si alguna vez alguna te muestra la puerta de salida, dime. Y luego, acariciando una pequeña hoja de mi planta pong–pong concluyó: Los ángeles son mucho más sabios de lo que ellas creen. Saben lo que hacen.

Cuando Antonio se enteró del embarazo, me acarició la barbilla y me dijo: un hijo es una bendición. Y siguió inmerso en sus cuentas y sus libros contables. Justo entonces me di cuenta de que el hombre con quien me había casado casi no hablaba y cuando abría la boca era para decir en un susurro algún muy manoseado lugar común. Eso sí, era hombre de acción. Cuando me di cuenta ya había metido gran parte de mi biblioteca en cajas y había contratado a los pintores para transformar mi estudio en la recámara de un bebé. También sacó las macetas con los retoños del árbol de cerbera odollam o pong–pong que robé de casa de Cata la tarde de otoño en que divisé, entre las elongadas hojas y los tallos más largos, uno de los frutos –parecidos a mínimos mangos de cáscara verde, dura, con un centro de pulpa blanca– reblandecido por cierta descomposición. Debido a la oxidación, la carne blanca del fruto había ido adquiriendo una coloración purpúrea. En su centro se adivinaban dos enormes semillas similares a nueces de castilla. En un momento en que la anfitriona nos invitó a la sala porque iban a sacar a las tortugas carnívoras a pasear por el jardín (lo cual implicaba salir más tarde por la cochera), arranqué sin esfuerzo el fruto ya casi podrido. En casa puse las dos semillas en un frasco junto con un algodón húmedo, al estilo de los frijoles que cultivábamos en la primaria, y cuando las semillas empezaron a echar raíces, yo ya tenía dos hermosos macetones con tierra de humus listos y esperando recibir aquellas plántulas. El pong–pong creció tan solo con el sol de la ventana y un año después se adivinaba ya el robusto tronco. Supuse que necesitaría calor directo y agua pantanosa para florecer. Yo seguí procurándolo, atraída por su original y terrorífico nombre: pong–pong o el árbol del suicidio. No sabía que mi planta se convertiría, algún tiempo después, en la clave de la desaparición de Julieta.

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