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lunes, junio 17, 2024

¿Cómo salir de una alberca sin mojarse? (rumbo a París 2024)

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Nunca olvidaré los primeros juegos olímpicos de la guerra fría. Todos nos movíamos como gusanos en el lodo. Competir fue como apretar un cuchillo sin filo sin mango, y aun así sangrar glóbulos blancos pues los rojos habían sido condenados al cadalso, plaquetas que no caían al suelo porque la gravedad se había vuelto un lujo insostenible. No me refiero al alimento proporcionando a los vampiros de Londres en 1948, ni a los hombres lobo de Helsinki cuatro años después. Fueron los zombies de Melbourne, en 1956, los que sirvieron de sparrings para que los otrora aliados se golpearan las respectivas cabezas con la sartén, se propinaran piquetes de ojo sin misericordia y practicaran la zancadilla letal como novedad olímpica. 

En ambos lados de la cortina de hierro había personas que hacían las cosas por convicción, otras por temor, por ambición mezquina, algunas más por apatía. Como decía mi abuelita, el humano conserva manías ancestrales, y las olimpiadas de 1956 no fueron la excepción. 

Tanto en el frente canadiense, norteamericano, británico, francés como en el búnker soviético los dirigentes propagaron la fiebre del equipo perfecto. Había que minimizar las individualidades en favor del enjambre. Todos, desde Tokyo, Pekín, Washington, Moscú, Praga, hasta París y Londres pusieron de moda la ingeniosa manera de corromper al atleta amateur.  

La obsesión de algunos dirigentes rusos por demostrar la supremacía de aquella fabulosa región del mundo frente a Occidente es centenaria. Así, la URSS comenzó a reclutar y mantener a miles de deportistas, hasta que lograron producir una fábrica de atletas de élite, todos ellos ambiciosos e indisciplinados, si bien dispuestos a soportar el rigor por un tiempo con tal de tener un samovar siempre caliente en un departamento propio, un automóvil equipado con asientos de piel y una esposa comprensiva, querendona, callada.  

El candor que rodeaba idea de Charles Pierre de Frédy, barón de Coubertin, ingresó en la tenebrosa maquinaria del Partido Comunista como nadie lo había sospechado. De igual manera permeó la pavorosa vida capitalista, cruel e implacable. Por eso hay quienes consideraban al barón un soñador, uno de los últimos aristócratas románticos que anheló reconstruir el espíritu de la villa griega, cuyo destino era honrar la presencia humana en esta Tierra, y, de paso, tratar de levantar el espíritu francés, vapuleado en la década de 1880 durante la contienda militar contra Prusia.  

Mientras el barón realizaba un viaje a los Estados Unidos se presentó la oportunidad de conocer al Comisionado del Servicio Civil, quien a la sazón era Theodore Roosevelt. La charla se volvió amable y profunda durante un par de horas. “Tiene usted un cepillo en la punta de la lengua”, “venga a cenar frituras de mármol, sea como los geólogos ilustres”, “los ánimos se pasan por el sedazo de la caballería”, linduras así intercambiaron dos alegres compadres del capitalismo sin andamiaje. 

Coubertin salió esa noche muy impresionado por la sabiduría de aquel hombre de Estado, quien, como él, también estaba convencido de que solo el trabajo tenaz de la mente y el cuerpo puede hacernos libres y responsables de nuestra participación productiva en la sociedad. El deporte os hará libres. Roosevelt, por su parte, confesó que lo había sorprendido descubrir en aquel menudo y bigotón caballero no a un “amanerado” más, sino a un caballero andante empeñado en enfrentar molinos de viento. La amistad entre ambos soñadores duró muchos años, hasta la muerte del político norteamericano en 1919. El barón falleció en 1937.  

A la cabeza de la Union des Sociétés Françaises de Sports Athlétiques, el barón se lanzó a promover un evento pagano en medio de la sociedad más católica del antiguo imperio latino. Desde luego, hacia fines del siglo XIX la aldea global era una mórula y casi todo el mundo había ignorado los juegos anteriores, de manera que quienes debían tomar la decisión de embarcarse en semejante aventura lo pensaron dos veces.  

Según cuenta el mismo Coubertin en sus memorias, todos aquellos que concurrieron el 25 de noviembre de 1892 a la “fiesta” donde anunció su inevitable decisión de revivir los juegos, veían en las Olimpiadas algo exótico y herético, tan oscuro como el misterio del Eleusis y riesgoso como el oráculo de Delfos. Algunos delegados llegaron a pensar que tal vez el barón se refería a poner en escena Los Olímpicos, una producción teatral de moda en esos años en San Francisco. 

Así, cuando los soviéticos desembarcaron en la ciudad sede con ese trabuco emanado de las diversas naciones unidas después de la Segunda Guerra Mundial el público quedó muy impresionado. Ya nadie se acordaba de que el barón había intentado jugar limpio, como un caballero criado en un entorno decimonónico. Ahora, dos décadas después de su muerte, los bolcheviques de los años 50 eran tipos rudos que tenían una misión, sobre todo porque las cicatrices de las Grandes Guerras no cerraban, así que no podían ni siquiera imaginar el fracaso y, por ende, el oprobio ante el pueblo. 

Para el barón andante era cuestión de decidir si se hallaba parado frente a las puertas del Olimpo o del Averno. Utilizó en vano varios recursos para desmentir a aquellos que veían en la humanidad una peligrosa entelequia. Pero él nunca se dio por aludido, ni siquiera cuando se recrudeció el recuerdo de Verdún o el del día siguiente al asalto de Stalingrado. Tuvo que rascar las piedras con objeto de averiguar cómo eran las cosas en la realidad fría, llena de espías que políticos paranoicos de Occidente y Oriente fabricaban como salchichas vienesas. Y el espectáculo comenzó donde nadie lo imaginaba, en Budapest. 

“¡Quiero largarme a Amérika!”, gritaron de tanto en tanto muchachos medio ebrios la madrugada del 4 de abril de 1956, siete meses antes de la entrada de los tanques soviéticos; “¡muera la bota soviética!”, exclamaron las chicas beodas. Al otro lado del Atlántico, en el Village de Nueva York muchachos medio zarazos y chicas excitadas vociferaban: “¡Quiero irme a Moscú!”. Los que tenían el cabello hirsuto luchaban por alaciarlo, quienes habían nacido con la nariz aguileña se ponían en huelga hasta que les pagaran la operación plástica para lucir una igualita a la de Liz Taylor, muñeca del celuloide que ya había roto corazones en ¿Quién le teme a Virginia Woolf? 

Por las calles de El Cairo gente enardecida insultó a los franceses y británicos por atacar Egipto con el fin de recuperar el control del Canal de Suez. Los organizadores tuvieron que aceptar la renuncia de España, Holanda y Suiza a causa de la intervención soviética en Hungría, así como la de Irak y Líbano debido a dicho ataque a los hermanos egipcios. Dos semanas antes de la inauguración, la República Popular China se retiró debido a la presencia de una delegación de la isla de Taiwán. Aun así, a la gente de Melbourne le tuvo sin cuidado y decidió divertirse.  

Un espectáculo aparte fue el enfrentamiento de las escuadras soviética y húngara en el torneo de polo acuático. Ríspido como es de por sí este juego, los recientes acontecimientos agregaron una dosis de morbo que nadie deseaba perderse.  

Los jalones submarinos, los tapones secos, los cabezazos en medio del breve y agitado oleaje, los codazos, roces constantes y remates fulminantes estuvieron acompañados por las exclamaciones de rabia, impotencia, júbilo entre el público de Melbourne. Para muchos, el marcador final con un aplastante cuatro a cero en favor de los magyares representó un poco de justicia; para otros significó un momento de contrición.  

De pronto la gente dejó de aplaudir al darse cuenta de que los soviéticos no salían de la alberca, parecía que algo les impedía abandonar el agua. Sus entrenadores se aproximaron y les ordenaron brincar de inmediato a la orilla; ellos pusieron oídos sordos. Al cabo de unos minutos de incertidumbre aceptaron dirigirse a los vestidores con la promesa de que no harían declaración alguna. No obstante, al pasar por un túnel escuché al representante del pueblo soviético pedirle al capitán del equipo una explicación de su comportamiento poco menos que bizarro. Éste respondió: 

– ¿Qué quiere, camarada? Después de la paliza que nos propinaron, ¡no sabíamos cómo salir sin mojarnos! 

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