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domingo, mayo 12, 2024

La niña que se volvió un enorme escarabajo

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El día en que Camila reprobó tres materias cambió su vida. Estaba por salir de la secundaria y eso rompía sus planes. Trazó un plan de acción: a sus papás les diría que había pasado todas y que el certificado se lo darían meses después. Según ella, nadie le impediría el acceso a una prepa de paga. Otras amigas suyas habían hecho lo mismo sin ningún problema.  

Camila, pues, entró a la prepa y se encontró con nuevas amistades. Atrás dejó a sus amigas de la secundaria. Empezó a hablar de otra manera y a sentirse niña fresa. Una niña fresa muy extrovertida. No entraba a clases, fumaba todo el tiempo y los fines de semana se iba al Conteiner con sus nuevas amigas. Ahí se encontró una vez a dos de sus amigas de la secundaria. Fingió no verlas. Una vez no pudo evadirlas y platicó con ellas. Ya nada tenían en común. Camila bebía y fumaba como persona grande, pero hablaba y se reía como una niña fresa.  

Los meses pasaron. En la prepa le dijeron que como no había entregado sus papeles estaba fuera. Imaginó una nueva mentira: una maestra muy mala había influido para que la corrieran. Sus papás sólo voltearon y dijeron “ay, Camila”. 

En unos cuantos días se las ingenió para entrar a otra prepa. Pasó lo mismo: se dedicó a vivir como niña fresa, no entraba a clases, iba a los antros los fines de semana. Un día también la corrieron de la escuela. Ocurrió el mismo día en que los vigilantes del fraccionamiento “Mi Primera Náusea” les dijeron a sus papás que Camila había llegado al lugar con otros muchachos y muchachas completamente ebrios. El conductor se puso a gritar como loco y los vecinos protestaron. Camila entró corriendo a la casa pensando que sus papás no se enterarían. Ese día se vinieron abajo todas sus mentiras. Su mamá fue a las escuelas y se enteró de la verdad. Su padre enfureció y le quitó el celular y los permisos. Camila se refugió entonces en su habitación. Los días pasaron. A escondidas, bajaba a comer y a tomar agua. Empezó a engordar. Pasaba el tiempo acostada en la cama. No salía para nada. No hablaba con nadie. El foco de su recámara se fundió y se quedó a oscuras. Su padre ordenó que un plomero le obstruyera el paso del agua. La señora de la limpieza recibió la orden de no hacerle el aseo. Camila se fumó el último cigarrillo y lo aplastó en el piso sucio. El cuarto empezó a oler muy feo. Camila dejó de peinarse. No se levantaba para nada, salvo para hacer del baño. Pero como no había agua, la cosa se puso terrible: olía mal. Muy mal.  

Un día, Camila despertó convertida en un enorme escarabajo, igual que Gregorio Samsa, el personaje de la Metamorfosis de Kafka. Cuando se aburría, se ponía a caminar por las paredes y el techo. Se alimentaba de ácaros y pelusas. Nadie entraba a su cuarto. Por las noches, sólo se escuchaban sus patitas recorriendo la habitación oscura. Sus padres ya se habían olvidado de ella.  

La noche de fin de año, la familia invitó a unos amigos a celebrar la nueva era. Brindaron, comieron y bailaron. Los hijos del matrimonio invitado se pusieron a jugar en la escalera. Poco a poco fueron subiendo hasta llegar al cuarto de Camila. De pronto, uno de los niños empujó al otro y la puerta se abrió. Un fuerte olor salió de la habitación oscura. Entraron. El enorme escarabajo corrió por una pared. Los niños gritaron al verlo entre penumbras. Los adultos subieron. Uno de los adultos invitados le lanzó una manzana que se enterró en el caparazón. El padre de Camila comprendió que el escarabajo era su hija. En ese momento detuvo la insensata cacería… ¡Salgan todos!, ordenó. Camila sangraba en el piso. El hombre lloró y se tiró a la cama polvorienta. Quiso abrazar a su hija, pero ella se metió debajo de uno de los muebles dejando el rastro de la sangre al arrastrarse. La solidaridad estaba rota. Los mejores sentimientos se habían ido. El escarabajo herido era la prueba del fracaso familiar.

El padre convocó a su familia para hablar de Camila. Lo primero que hicieron fue solidarizarse con ella. Llamaron a un veterinario para que le quitara la manzana del caparazón. El hombre les dijo que la fruta había llegado al tórax y empezaba a pudrirse. Mientras veían la intervención quirúrgica, el padre de Camila descubrió que su hija tenía seis patitas, unas antenas que se abrían como abanico —y detectaban olores— y unas alas duras llamadas élitros. También descubrió que el escarabajo lo veía con miedo desde sus enormes ojos. No era una mirada común. Era una mirada oscura, llena de sombras. Pero no había reproche alguno. Sólo miedo. Un inmenso miedo que helaba la sangre. 

Tras limpiar a fondo la habitación, la familia de Camila se dedicó a cuidarla. La madre quiso darle leche, pero la rechazaba. Alguien se metió a Google y supo que los escarabajos comían hierbas. Fueron al jardín para alimentarla. Los días pasaron. Las semanas. Una noche, cuando todos dormían, la hermana de Camila escuchó ruidos extraños en la habitación. Ruidos como de zapatillas que iban de un lado a otro. Abrió la puerta, olió el perfume de Camila, y casi se cae cuando descubrió que el escarabajo se había ido para siempre. En su lugar estaba, floreciente, su asombrada hermana, quien corrió para meterse debajo de un mueble. No pudo hacerlo porque su tórax había cambiado y ya no tenía las patitas para correr rápido. La hermana abrazó a Camila y juntas lloraron hasta el amanecer. Cuando el sol salió, la familia entera se metió en un largo abrazo con Camila. Hablaron mucho. Lloraron mucho. Se prometieron también que esa pesadilla no se repetiría jamás. 

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