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jueves, marzo 28, 2024

Los restaurantes: fiesta de los sentidos

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Quien entra a un restaurante ingresa a un rito profundamente lúdico. Un rito que invita al ocio, por supuesto. Quien entra a un restaurante lleva todo el tiempo del mundo. Sabe la hora en la que ingresa. Ignora la hora en la que saldrá. Quien entra a un restaurante —a un buen restaurante— no hace sino repetir un ritual que data del Renacimiento, cuando la conversación y sus adherentes —la comida y el vino— eran el plato principal. Quien entra a un restaurante está vivo. Y sano. O medianamente sano para comer mantequilla, grasas, vísceras, sesos, rabos, cachete y todas esas cosas que se llevan tan bien con un buen tinto.  

Lo primero que disfruto al entrar a un restaurante es el murmullo. Un murmullo suave que sale de las mesas ocupadas. Un murmullo de pétalos que caen de una jacaranda. Luego viene la luz. Nada como los restaurantes tipo bistro que suavizan la tarde con los inauditos tonos ámbar. Luego viene el aroma. Ni olor a cocina ni olor a desinfectante ni olor a centro comercial. El olor de los restaurantes debe ser discreto. Esa discreción que antecede a la magia.  

Una vez en la mesa, el vermú ideal. Un 2 p.m., por ejemplo, (porque en cualquier lugar del mundo ya son las 2 p.m.). La lengua se prepara en ese momento para la conversación, por lo tanto, hay que prepararla. Si viene del fuego, hay que hidratarla. Si viene de la oscuridad, hay que cebarla. Cebarla de cebar: estimular una pasión.  

Los sentidos han empezado a dispararse: la vista, los oídos, la nariz, la lengua. Ya sólo falta el tacto. Ése vendrá de manera natural.  

La primera vez que fui a un restaurante en forma fue en la Ciudad de México. En La Alameda. A unos pasos del Palacio de Bellas Artes. A unos pasos del mural de Diego Rivera: Sueño de una tarde de verano en La Alameda. ¿Su nombre? El Hórreo: un restaurante español que cubrió mis expectativas a los 19 años. Luego vinieron otros. Debo decirlo: algunos de los mejores momentos de mi vida los he pasado en un restaurante. Algunas de las conversaciones más delirantes las he tenido ahí. 

Jaime Sabines dice que enterrar a los muertos es una costumbre muy salvaje (“qué costumbre tan salvaje ésta de enterar a los muertos”). Creo, estoy convencido, que acudir a los restaurantes es una costumbre de lo más civilizada. Y de lo más gourmet.

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