Ulises Cortés
La ciencia no es más que el conocimiento ordenado
Miguel de Cervantes
Es un honor dirigirles estas palabras para celebrar los noventa años del Profesor Pablo Rudomín. Los humanos somos parte mínima de un todo, que denominamos Universo. Nuestra vida limitada en tiempo y espacio, a veces, se ve sacudida e iluminada por cruces casi telúricos como el amor y amistad.
Mi encuentro con el Profesor Rudomín fue, y es, de esa magnitud. No puedo precisar cuándo nos vimos por primera vez, solo puedo decirles que ha sido omnipresente en mi vida los últimos sesenta años. Déjenme ponerle la moviola a este periodo.
En los años sesenta Pablo Rudomín era solo el padre de Isaac y Adrián. En los años setenta era ese señor que trotaba, a veces, por la arboleda de Echegaray, pipa en mano. Alrededor de 1975 o 1976 fue la primera persona que me preguntó ¿qué quieres ser de mayor? También me animó a seguir escribiendo poesía y me insistió para que fuese a encontrarme con el poeta y traductor Tomás Segovia, con quien me reencontré en España y tuvimos cierta amistad. También, hacia 1978 o 1979, me dejó para fotocopiar un par de libros, uno de ellos, el de N.Z. Young (The Memory Systems of the Brain) me marcó para siempre.
Llevo, además, grabadas algunas citas que Pablo Rudomín repite hasta que las aprendes, por ejemplo, una de Arturo Rosenbleuth que reza “Solo el gato tiene razón”. Pero quizá una con la que se autodefine, creo yo, a la perfección es:
“Yo soy experimentalista y desconfío mucho de nuestra intuición, del sentido común y de todo aquello que no podemos confrontar con un buen experimento”
En 1984, recién casados y con la tesis doctoral depositada, Helena, mi mujer, y yo visitamos a la familia Rudomín-Goldberg. En 1987 me acuerdo estar en casa, con la rodilla operada, cuando escuché que le acaban de otorgar el premio el Premio Príncipe de Asturias al científico mexicano Pedro Rudomín Zevnovaty. Pensé que el locutor se había equivocado al leer nombre y les llamé, sin considerar el cambio de hora, claro está que les desperté. Así le di las albricias. Cuando fueron a España a recoger el premio, los vimos en Madrid y poco después me envió una carta.
Esto fue en mayo de 1988, una carta manuscrita que aún conservo. Una carta que cambió, en parte, el rumbo de mi vida y el de mi familia. En ella me daba su opinión a propósito de la disyuntiva de volver o no a México a hacer ciencia.
“Aquí [en México] se necesita gente bien preparada y con interés que el país progrese, o, si quieres, que el país progrese a medida que ellos progresen. Y creo que esto es desde luego cuando uno tiene una labor creativa −ya sea que esté en el sector privado o público− o que esté en la enseñanza o investigación o en el desarrollo tecnológico.”
Para luego darme su opinión sobre lo que, alguien que volvía a México a investigar debería hacer:
“¡Poner en orden esta torre de Babel! Siento que eso es realmente necesario, pero al mismo tiempo me doy cuenta que esta tarea constituye un peligro real para el que la emprenda sin tener la experiencia y la sabiduría necesaria, ya que se puede perder en el follaje y no ver el camino por el bosque… Se necesita un observador que pueda tener una visión integral, más por este país que tanto nos ha dado, aunque a veces fingimos demencia para no reconocerlo. “
También me advertía, con razón, por si decidía quedarme:
“Allá serás un extranjero, un mexicano desarraigado.”
No le faltaba razón, desde entonces he sido un extranjero en todas partes. El reto que proponía era muy grande, pensé; valoré mucho cada palabra y decidí que quizá no tenía la sabiduría ni la experiencia necesarias que él consideraba sine qua non.
Jamás encontré la ventana adecuada para regresar. Así que nunca volví de forma definitiva, pero tampoco me quedé en Barcelona del todo. Busqué, inspirado por estas palabras, formas de no desarraigarme y servir a México en la medida de mis capacidades.
No fue sino hasta 2011 que encontramos maneras de colaborar científicamente; algunas muy trabajadas publicaciones dan buena cuenta de ello. Esto me permitió conocer otras facetas suyas inéditas para mí, la del científico en el laboratorio, digámoslo así, en constante diálogo con el gato.
Fueron ocho años de constantes discusiones, debates, charlas, críticas, en definitiva, momentos brillantes durante todo este tiempo en los que hemos compartido, en deliciosa conversación, el nacimiento de ideas, en las que el brillante científico, consejero, maestro, referente y amigo me ha guiado.
También me ha permitido conocer al agitador científico que organizaba los magníficos talleres multidisciplinarios, en Cocoyoc. Aislados en un sitio maravilloso este grupo heterogéneo se dedicaba a discutir y tender puentes transgrediendo las fronteras formales de las disciplinas propias. Pablo Rudomín se encargaba de supervisar todos detalles, animar las discusiones científicas e inventar nuevas preguntas.
En mis constantes viajes a México, encontrarnos era un imprescindible en la agenda, después, además de presencialmente, con la ayuda de la tecnología también por videollamadas. En definitiva, siempre con él desde el respeto, la admiración y el cariño que le profeso junto a su familia.
Sería injusto si en este relato no hablase también de la señora Flora, que es y ha sido la media naranja indispensable que ha llenado de sabores −cocina como los ángeles− y creatividad artística la vida de Pablo Rudomín y, de paso, la de quienes les conocemos. Su opera vitae, que es la casa de Echegaray, ha ido evolucionado hasta convertirse en un espacio mágico y propicio para el desarrollo del conocimiento científico, la sabiduría, la belleza y la inteligencia. Todas estas son virtudes aristotélicas.
Como ven, casi todo lo que digo tiene un sesgo, no puedo esconderlo ni quiero negarlo. Es un honor contar la amistad de esta pareja incomparable. Parafraseando a T.S. Elliot, estas son palabras privadas que les dirijo en público.
Es un orgullo haber investigado codo a codo con uno de los mejores científicos mexicanos. Creo que no exagero si digo que es un investigador y líder científico de talla mundial que sigue contribuyendo a la ciencia mundial; es, resumiendo, una gloria mexicana.
Hace una década, en el Cinvestav de Zacatenco, durante una ocasión similar, Pablo Rudomín nos convocó para celebrar junto a él ochenta años de amistad y ciencia. No sé cuántos de entre ustedes estuvieron allí, pero deseo que dentro de diez años todos pasemos lista y juntos exclamemos: ¡Pablo ha cumplido cien años!
ULISES CORTÉS
Catedrático de Inteligencia Artificial de la Universitat Politècnica de Catalunya. Coordinador Científico del grupo High-Performance Artificial Intelligence del Barcelona Sucercomputing Center. Miembro del Observatori d’Ètica en Intel·ligència Artificial de Catalunya y del Comitè d’Ètica de la Universitat Politècnica de Catalunya. Es miembro del comité ejecutivo de EurAI. Participante como experto de México en el grupo de trabajo Data Governance de la Alianza Global para la Inteligencia Artificial (GPAI). Doctor Honoris Causa por la Universitat de Girona.