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miércoles, octubre 16, 2024

El florero en Palacio Nacional

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Lo normal es que cuando un presidente ya se va esté más solo que una higuera en un campo de golf o una gorda desnuda entre los faunos, o un Alka-Seltzer a la mitad del desierto.

En Estados Unidos, como recordó en su más reciente columna el periodista Jorge Ramos, a los presidentes que están por dejar el cargo les llaman “lame duck”, que significa: pato débil.

Es decir: una especie de jarrón chino.

En palabras de Felipe González, expresidente de España, un pato débil es como un jarrón chino en un departamento pequeño: “Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes”.

Todo eso debería estar pasando con el presidente López Obrador, quien exactamente en un mes dejará Palacio Nacional y todo lo que eso incluye.

(La pérdida del poder, la pérdida de canonjías, la pérdida de influencia, la pérdida de mandato, la pérdida de privilegios, la pérdida de interlocución y otras variadas pérdidas más que no caben en una columna).

A estas fechas, hace seis años, el presidente Peña Nieto era ya un fantasma en Palacio Nacional.

Nadie le daba ni siquiera la hora.

Estaba solo.

Sin asesores.

Sin sus compañeros de ruta.

Sin brújula a la mano.

Y aunque el entonces presidente electo, López Obrador, había venido diciendo que habría borrón y cuenta nueva, las noches de Peña Nieto eran un estornudo constante.

Estornudo que convocaba al insomnio y alejaba el sueño bueno.

Hace un año, el primero de septiembre de 2018, lo único que Peña Nieto quería era dejar Los Pinos e irse a jugar golf.

Al final de una entrevista con Denise Maerker dijo, con gesto descansado, que nunca más volvería a participar en la política.

“De haber sabido que de esto se trataba la Presidencia de la República mejor no la hubiera buscado”, fraseó con amargura.

Y sí: de eso se trató en su caso.

Precisamente.

No es la trama del presidente López Obrador, quien a un mes de que se vaya está más fuerte que nunca, aunque también haya venido anunciando que se retirará de la política.

Y esa fortaleza la vimos todos la mañana de este domingo en el zócalo de la Ciudad de México.

Cómo olvidar el video que subió, hace seis años, cuando anunció la cancelación del aeropuerto en Texcoco —en su calidad de presidente electo—, y dijo aquello de que él no sería un florero en la presidencia.

Estaba sentado en un rincón de su casa de Tlalpan con dos libros cuyos títulos sobresalían: “Memorias de Adriano” y “¿Quién manda aquí?”.

En este libro, Felipe González escribe un ensayo sobre la gobernanza y hace una metáfora sobre la memoria como una mochila que se lleva en la espalda, en tanto que en “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar, un emperador romano le escribe una carta a su sucesor en la que hace un balance de su vida en el poder.

Para entonces, dicho emperador está cerca de los 60 años de edad.

Está débil y enfermo.

No es ni la sombra de lo que fue.

En ese contexto escribe la carta al tiempo de prepararse para morir.

No es el caso del presidente López Obrador, quien está cerca de los 71 años de edad.

(Los cumplirá como expresidente el 13 de noviembre).

No está débil ni enfermo.

Su popularidad anda en los 73 puntos.

No es un “lame duck” ni un jarrón chino en un departamento pequeño.

Tampoco es un florero en Palacio Nacional.

Este domingo, en su despedida —anunció su jubilación con una sonrisa—, la única sombra del presidente es la que se dibujó en el templete con los colores de la bandera nacional.

Todo lo demás en él refleja un presidente que siempre supo —y de qué manera— de qué se trataba la Presidencia, con P mayúscula.

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